Armando Palacio - La aldea perdita

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Armando Palacio Valdés

La aldea perdida

INVOCACIÓN

Et in Arcadia ego.

¡Sí, yo también nací y viví en Arcadia! También supe lo que era caminar en la santa inocencia del corazón entre arboledas umbrías, bañarme en los arroyos cristalinos, hollar con mis pies una alfombra siempre verde. Por la mañana el rocío dejaba brillantes gotas sobre mis cabellos; al mediodía el sol tostaba mi rostro; por la tarde, cuando el crepúsculo descendía de lo alto del cielo, tornaba al hogar por el sendero de la montaña y el disco azulado de la luna alumbraba mis pasos. Sonaban las esquilas del ganado; mugían los terneros; detrás del rebaño marchábamos rapaces y rapazas cantando á coro un antiguo romance. Todo en la tierra era reposo; en el aire todo amor. Al llegar á la aldea, mi padre me recibía con un beso. El fuego chisporroteaba alegremente; la cena humeaba; una vieja servidora narraba después la historia de alguna doncella encantada, y yo quedaba dulcemente dormido sobre el regazo de mi madre.

La Arcadia ya no existe. Huyó la dicha y la inocencia de aquel valle. ¡Tan lejano! ¡Tan escondido rinconcito mío! Y sin embargo, te vieron algunos hombres sedientos de riqueza. Armados de piqueta cayeron sobre ti y desgarraron tu seno virginal y profanaron tu belleza inmaculada. ¡Oh, si hubieras podido huir de ellos como el almizclero del cazador dejando en sus manos tu tesoro!

Muchos días, muchos años hace que camino lejos de ti, pero tu recuerdo vive y vivirá siempre conmigo. ¡Y aún no te he cantado, hermosa tierra donde vi por primera vez la luz del día! Mi musa circuló ya caprichosa y errante por todo el ámbito de nuestra patria. Navegó entre rugientes tempestades por el océano; paseó entre naranjos por las playas de Levante; subió las escaleras de los palacios y se sentó en la mesa de los poderosos; bajó á las cabañas de los pobres y compartió su pan amasado con lágrimas; se estremeció de amor por las noches bajo la reja andaluza; elevó plegarias al Altísimo en el silencio de los claustros; cantó enronquecida y frenética en las zambras.

¡Y aún no ha cantado á los héroes de mi infancia! ¡Aún no te ha cantado, magnánimo Nolo! ¡Ni á ti, intrépido Celso! ¡Ni á ti, ingenioso Quino! ¡Aún no ha caído á tus pies, bella Demetria, la flor más espléndida que brotó de los campos de mi tierra! Hora es de hacerlo antes que la parca siegue mi garganta.

Viajero, si algún día escalas las montañas de Asturias y tropiezas con la tumba del poeta, deja sobre ella una rama de madreselva. Así Dios te bendiga y guíe tus pasos con felicidad por el principado.

Y vosotras, sagradas musas, vosotras á quien rendí toda la vida culto fervoroso y desinteresado, asistidme una vez más. Coronad mis sienes que ya blanquean con el laurel y el mirto de vuestros elegidos, y que este mi último canto sea el más suave de todos. Haced, musas celestes, que suene grato en el oído de los hombres y que, permitiéndoles olvidar un momento sus cuidados, les ayude á soportar la pesadumbre de la vida.

I.

La cólera de Nolo.

Deun modo ó de otro, menester es que los de Riomontán y de Fresnedo peleen esta noche con nosotros. Ya sabéis que parte de la mocedad de Villoria y de Tolivia aún no ha venido de la siega. De Entralgo y de Canzana también hay algunos por allá. Podéis estar seguros que de nuestros contrarios no faltará uno solo. Los de Lorío y Rivota andan muy engreídos desde la paliza del Obellayo. Los del Condado están avisados por ellos y no faltarán tampoco. Si ahora nos quedamos sin la gente de los altos, temo que nuestras costillas vayan hoy molidas á la cama. El jueves, en la Pola, tropecé en la taberna del Colorado con Toribión de Lorío y Firmo de Rivota, y después de ofrecerme un vaso de sidra, me dijeron con sorna: «Adiós, Quino: que no faltes el sábado de Entralgo».

Así hablaba Quino de Entralgo, mozo de miembros recios y bien proporcionados, morena la tez, azules los ojos, castaños los cabellos, el conjunto de su fisonomía agraciada y con expresión de astucia. Vestía calzón corto y media de lana con ligas de color, chaleco con botones plateados, colgada del hombro la chaqueta de paño verde, sobre la cabeza la montera picona de pana negra y en la mano un largo palo de avellano.

Si no por el valor indomable, resplandecía en las peleas por su consejo, cuerdo siempre y atinado, por la astucia y el artificio de sus trazas. Resplandecía también en los lagares y esfoyazas por la oportunidad y donaire de su lengua; en las danzas por su extremada voz y el variado repertorio de sus romances, en los bailes por la destreza de sus piernas, por su aire gentil y desenvuelto. Pero mejor que en parte alguna resplandecía en cualquier rincón solitario al lado de una bella. Ninguno supo jamás apoderarse más pronto de su corazón, ninguno más rendido y zalamero ni más osado á la vez, pero tampoco ¡ay! ninguno más inconstante. Más de una y más de dos podían dar en el valle de Laviana testimonio lamentable de su galanura y su perfidia.

– Paréceme, Quino— respondió Bartolo,– que se te ha ido la lengua y has hablado más de lo que está en razón. Bien está que vayamos á Fresnedo y á la Braña á dar satisfacción á los amigos; pero de eso á decir que los de Lorío nos han de moler las costillas hay lo menos legua y media de distancia. Mientras á Bartolo, el hijo de la tía Jeroma, no se le rompa en la mano este palito tan cuco de fresno, ningún cerdo de Lorío le molerá nada.

– ¡Vamo, hombre, no seas guasón!– exclamó Celso, que por haber estado en el servicio militar tres años había llegado al pueblo hablando en andaluz.– Á ti te molerán lo que tengas que moler, como á too María Santísima. ¡Si pensarás que te han de dar más arriba del cogote!

– Yo no sé dónde me darán, pero sí certifico ¡puño! que antes de darme he de dejar dormidos á muchos de ellos.

– Sí, á fuerza de sidra.

– Á fuerza de palos, ¡puño! ¿Cuándo me has visto brincar atrás ó esconder el cuerpo al empezar la bulla?

– Al empezar no, pero al concluir te han visto muchos entre los pellejos de vino ó detrás de las sayas de las mujeres.

– ¡Mientes, puño! ¡Mientes con toda la boca! El día del Obellayo si no es por mí, que di la cara á Firmo, os llevan los de Rivota de cabeza al río.

– La cara no la diste á Firmo, sino á la mata de zarzas y ortigas donde te sepultaste cuando él te buscaba… Eso me contaron el jueves en la Pola.

– Si ha sido Firmo quien te lo ha contado, yo le diré esta noche á ese cerdo quién es Bartolo de Entralgo. Este palo tan majo que corté en el monte ayer nadie lo estrena más que él.

Celso soltó una carcajada y tomando en la mano el palo de Bartolo lo examinó con curiosidad unos instantes.

– ¡Lindo palo, en verdad! Bien pintado; bien trabajado. Si Firmo le echa la vista encima, milagro será que no lo pruebe sobre tus espaldas.

Con esto se encrespó de nuevo Bartolo y comenzó á vociferar tantas imprecaciones y bravatas, que su primo Quino se impacientó al cabo.

– ¡Calla, burro, calla! Arrea un poco más y no grites que me duele la cabeza.

Bartolo vestía al igual que Quino, el calzón corto, el chaleco y la montera, pero todo más viejo y desaseado. Era un mocetón robusto, de facciones abultadas y ojos saltones. Su modo de andar tan torcido y desvencijado que parecía que le acababan de dar cuatro palos sobre los riñones. Era Celso más bajo y más delgado que los otros, pero suelto y brioso y con un aire vivo y petulante que acusaba su estancia en tierras más calientes que la de Asturias. Vestía igualmente el chaleco con botones de plata, la chaqueta de paño verde y la montera de pico; pero en vez del calzón corto y la media, gastaba aún el pantalón largo y encarnado que había traído del ejército, aunque remontado ya de pana negra por trasero y muslos. Los dos primeros, primos hermanos, habitaban en Entralgo. El segundo en Canzana, lugar de la misma parroquia.

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