Armando Palacio Valdés - Páginas escogidas
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Armando Palacio Valdés
Páginas escogidas
CONFIDENCIA PRELIMINAR
SIN gusto he cedido al propósito de publicar un volumen de páginas escogidas entre mis obras. Opiné siempre que este es un honor que debe reservarse a los muertos. Pero los vivos en los tiempos presentes acaparan los derechos de los muertos y se regalan con monumentos y epitafios.
Un editor piadoso ha imaginado que de los diversos libros por mí publicados pudieran entresacarse algunos trozos de valor excepcional. Le dejo por entero la responsabilidad del intento.
Contra mi gusto también, ¿por qué no he de decirlo? he sido y soy literato. En los años de mi adolescencia y en los primeros de la juventud he creído firmemente que yo había nacido para cultivar las ciencias filosóficas y políticas y para ser un faro esplendoroso dentro de ellas. Llegar a ser un sabio respetado y solemne fué mi única ambición entre los quince y los veinte años. Después por un juego de la fortuna me vi convertido en novelista, y comprendí que la fortuna tenía razón. Me acaeció lo que a Federico II de Prusia. Creyó haber nacido para músico y literato y resultó un guerrero.
Lo que puede hacer con más facilidad es lo que el hombre debe hacer. Para mí ha sido tan fácil escribir novelas como a un tenedor de libros efectuar sus operaciones aritméticas. Cuando un amigo comerciante me dice que le sería imposible escribir una novela me sorprende, y cuando le comunico, en secreto, que me siento incapaz de efectuar una división de muchas cifras sin equivocarme varias veces le dejo estupefacto.
¡Cuán fácil es dejarnos arrastrar por aquello que nos es fácil! Así yo puesto a escribir novelas me hallé cautivo de ellas y tan contento como el pez en el agua. El sabio no volvió a sacar la cabeza fuera hasta muchos años después al publicar los Papeles del doctor Angélico .
Pero dentro de la facilidad apetecí toda la facilidad que fuese posible. En el arte como en la vida, he sido siempre insaciable de independencia. Ya que en aras de la literatura sacrificaba mi ambición, quise y me propuse escribir completamente a mi gusto.
Observé desde luego que en la república de las letras, a pesar de ser república, existían no pocas servidumbres.
La primera que me llamó la atención fué la de la actitud . Los escritores, en general, adoptan al empezar una postura y no la cambian jamás. O se calzan el coturno o se encasquetan el gorro de cascabeles. Un amigo tuve, bien conocido y estimado en el mundo literario, que nos hacía desternillar de risa con su gracejo inagotable. Pues bien, este ilustre literato así que se ponía a escribir se alzaba de manos como un caballo fogoso y no dejaba escapar más que rugidos épicos.
¿No es una verdadera esclavitud? Cada cual debe escribir según el humor en que se halla. Esto no es perder la unidad del carácter sino mostrar su invariable complejidad. ¡Libertad! Este ha sido siempre mi santo y seña al penetrar en el alcázar de las bellas letras.
Los más altos ejemplos de esta amable libertad no me han venido, sin embargo, de la poesía sino de la música. Haydn y Beethoven han sido los hombres más libres que han existido dentro de su arte. Ayer mismo escuchaba la famosa sonata séptima del último. El tiempo tercero principia por un alegro risueño, feliz. El poeta-músico disfruta apaciblemente de la dulzura del vivir, de los gozosos recuerdos de su juventud. De pronto, como si repentinamente le asaltase la memoria aciaga de un gran dolor de su vida, de un desengaño cruel, de la pérdida de un ser amado, aquella alegría se nubla, comienzan a escucharse notas graves, patéticas, que poco a poco se transforman en un lamento desgarrador.
¡Esta, esta es—me decía yo con emoción—la santa libertad que he apetecido siempre!
Otra de las servidumbres que nos amenaza a los escritores es la de la imitación. Por lo mismo que es la menos peligrosa es la menos frecuente, a lo menos en estos últimos tiempos en que a los literatos les ha acometido la rabia de la originalidad.
La admiración de los grandes maestros y el empeño en seguir sus huellas no es sólo un sentimiento plausible sino también la prueba más evidente de la vocación de un artista. Cuando admiramos de corazón nos elevamos por un instante a la altura del ser que admiramos. Ni en la literatura ni en ninguna de las artes bellas hay otro medio más eficaz para adquirir superioridad. “La imitación—ha dicho quien lo entiende—se encontraría hasta en los arcángeles si conociésemos su historia.”
Pero la admiración no debe degenerar en idolatría. Se soporta con gusto la influencia bienhechora de un genio, pero no se puede sufrir su dictadura. Todos tenemos brazos y piernas y es necesario que nos dejen andar y obrar sin ligaduras. El maestro debe ser un faro que nos guíe, no un harpón que nos desangre. En España los admiradores de Cervantes han llegado a hacerle empalagoso.
Por eso más que la imitación exclusiva de un genio hallo mucho más beneficiosa la influencia de un grupo de maestros. Nuestros padres imitaban a los clásicos griegos y latinos, y marchaban seguros. En la antigüedad greco-latina hallaron una disciplina feliz que les salvaba de toda aberración. Muchos que eran pequeños se hicieron grandes. Así como la lectura de Plutarco ha despertado el heroismo en muchos corazones, así la de Homero y Virgilio, Sófocles y Horacio hizo fluir de algunas plumas páginas deliciosas. Recordemos nada más que la admirable poesía de nuestro Fray Luis de León sobre la vida del campo en que imita una oda de Horacio.
Hay épocas de bueno y de mal gusto. Hay locuras y groserías que infestan a un período entero. Malhadado el escritor que nace en uno de estos momentos tenebrosos. Por milagro logrará salvarse del desastre. En cambio, será para él dichosa la suerte si se halla rodeado por hombres de razón y de gusto. Recibir las enseñanzas de los contemporáneos cuando son puras; no hay otro lote más feliz para un poeta o novelista. Los que respiran a nuestro lado son los más eficaces maestros. Quien haya visto la luz en el siglo de oro de nuestra literatura y vivido en el comercio de Calderón, de Tirso, de Cervantes y Quevedo, tenía la mitad del camino andado para llegar a las cumbres de la gloria. El que ha tenido la mala fortuna de escribir en la segunda mitad del siglo XIX, entre naturalistas , decadentistas , luciferanos , etc., harto ha hecho si ha podido alcanzar la falda de la montaña. El mal gusto es mucho más contagioso que el bueno. Permanecer sensato entre insensatos exige una fuerza que a muy pocos es dado poseer. No presumo de haberla tenido, pero he luchado por mantenerme firme.
Otra esclavitud más triste y vergonzosa nos está aparejada a los que escribimos para el público; la esclavitud de la moda. La moda se nos impone: el que pretenda sustraerse a ella queda sumergido. Al comienzo de mi carrera literaria la avalancha de los naturalistas franceses lo había arrollado todo. Quien no penetrase en los burdeles y nos hiciese saber lo que allí ocurre o no tuviese arrestos para describir en cien apretadas páginas los productos alimenticios que se exhiben en un mercado (el rojo inflamado de las zanahorias contrastando con la nota argentada de las sardinas, etc.), era tenido por un literato anticuado y chirle. Cuando publiqué mi segunda novela Marta y María , un joven naturalista, amigo mío, me dijo: “Está bien, querido, pero todo eso es agua tibia ”. Pasó la ola, sin embargo, y esta florecita regada con agua tibia que brotó hace treinta y cuatro años, aún no se ha marchitado por completo.
Acatar servilmente el gusto del público, poner el oído a los rumores de la calle y adular los caprichos del amo es algo que degrada al escritor. No era esa mi cuenta. Preferí pasar inadvertido a marchar encadenado al carro triunfal de los naturalistas franceses.
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