Armando Palacio Valdés - Páginas escogidas

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Los contornos de la Isla se dibujaban ya con precisión, negros y adustos como si acabasen de salir de un gran incendio. Según se iban acercando a ella, el blanco cinturón, que desde lejos parecía ceñirla, rompíase en mil pedazos separados por considerable distancia. Ruido formidable de muchedumbres que combaten, cadenas que se arrastran y peñas que se desgajan, venía de allá indicando a nuestros viajeros que se acercaba el término de su jornada. Al cabo de una hora de marcha atracaron por fin, no sin algún trabajo, a su peñascosa costa. Después necesitaron subir por un estrecho y peligroso sendero labrado en la roca para encontrase al fin en tierra firme y llana. La Isla no merecía este nombre. Era un islote de dos o tres kilómetros de extensión, propiedad de D. Mariano de Elorza, que sólo la utilizaba para cazar de vez en cuando y traer de allá todos los años algunos centenares de huevos de gaviota. Estaba cubierta a trechos de pinos, pero en su mayor parte vestida de tojo donde las liebres y conejos tenían su guarida. Por casi todos los lados ofrecía espantosos precipicios sobre el mar, que la batía incesantemente entrando y saliendo con furia en las concavidades de las rocas que la circundaban. D. Mariano había edificado en el centro una casita para guarecerse, a la cual había ido añadiendo poco a poco algunas comodidades. Constaba solamente de un espacioso salón, un comedor, algunas alcobas y la cocina; pero la tenía bastante bien amueblada y circuida de un jardincito donde crecían de mala gana algunos árboles de adorno.

Mientras se disponía la comida y llegaba la falúa de la Sanidad, que había ido a depositar a Isidorito como triste deportado en un árido paraje de la costa, señoras y caballeros se diseminaron, dedicándose a la caza o a la pesca, según las aficiones y aptitudes de cada cual. Empezaron a sonar tiros aquí y allá, demostrando que los conejos, que se habían propagado en progresión geométrica, sufrían la ley de represión descubierta por Malthus. Los viajeros que no tenían instintos sanguinarios se acomodaban buenamente sobre el musgo al borde de los precipicios, contemplando de hito en hito el horizonte, por donde solía cruzar la vela de algún barco. Otros estudiaban la flora arrancando hierbecillas y discutiendo ampliamente acerca del cultivo que convendría a aquellas tierras y de los productos que pudieran dar. Cuando todo estuvo arreglado, D. Mariano se lo notificó por medio de sus criados, y unos en pos de otros los tertulios se fueron replegando hacia la casa y entraron en el salón, donde se había improvisado una espléndida mesa atestada de manjares y flores. Buen trabajo y bastante ruido costó sentar a tanta gente, pero al fin se consiguió gracias a la actividad del dueño de la casa, poderosamente auxiliado de un joven que traía el pelo por la frente, a quien ya tuvimos el honor de conocer la noche del sarao celebrado con motivo del santo de doña Gertrudis.

La comida fué digna del anfitrión. Ningún refinamiento gastronómico se echaba de menos. Todo estaba sabiamente previsto por una imaginación familiarizada con los asuntos culinarios, y alguien pudo decir en la mesa, con verdad, que no era tan desdichada la vida en una isla desierta, como se decía en el Robinson Crusoe y en otros libros. Cada comensal tenía frente a sí cinco o seis copas, que dos criados se encargaban de ir llenando sucesivamente de diversos vinos, según los manjares que se servían. A nadie sorprenderá, pues, que al terminarse la comida hubiese brindis entusiastas, precedidos de discursos elocuentísimos y acompañados de gritos, bravos y felicitaciones de todo género al orador. D. Máximo los rompió con unas cuantas frases bastante mal dichas, pero muy conmovedoras, referentes a la brevedad de la vida, a la miseria de los placeres, a la recompensa que nuestros dolores alcanzarán en un mundo mejor y a otros asuntos de ultratumba. El orador concluyó por verter lágrimas copiosas, embargado por tan fúnebres consideraciones. No faltó, sin embargo, quien afirmase por lo bajo que la papalina de D. Máximo era la menos divertida que jamás había visto. Pronunció después el ingeniero Suárez, con frase correcta y atildada, un discurso enderezado a preconizar la importancia que la mujer tenía en la actual civilización y las saludables modificaciones que merced a su influjo se habían obtenido en las costumbres de los pueblos modernos: hizo un elogio tan brillante como acabado de sus aptitudes artísticas, declarándolas muy superiores a las del hombre; habló también de sus perfecciones físicas, entreteniéndose con mucha complacencia a enumerarlas, y terminó brindando incondicionalmente por la obra más bella y primorosa de la creación, por la eterna y dulce compañera del hombre. Las señoritas de Ciudad batieron palmas. Inmediatamente se levantó D. Serapio, y con lengua bastante gorda propuso en términos concretos que el brillante concurso que le escuchaba se estableciese definitivamente en la isla, a fin de poblarla, invitando a cada uno de los presentes a buscar lo más pronto posible pareja. La circunstancia de hacer un guiño tan malicioso como grosero a una de las criadas que servían la mesa, al terminar su invitación, despertó contra él una tempestad de silbidos e interrupciones. No pudiendo explicar satisfactoriamente su conducta, D. Serapio se fué muy incomodado a dar una vuelta por la cocina. Al poco rato sonó allá una bofetada.

Siguieron los brindis, cada vez más acalorados y tempestuosos, de tal modo que nadie se entendía. Uno de los más celebrados fué el de Martita, quien por consejo de Ricardo, que estaba a su lado, había bebido tres copas de champagne y no sabía lo que le pasaba. La pobre niña, tan reservada y silenciosa por temperamento, empezó a charlar por los codos, dirigiendo pullas muy saladas a todos los presentes, que las acogían con regocijo y aplauso. Cuando una señora le dijo que estaba borracha, se puso muy seria y afirmó que sólo estaba un poco alegre, lo cual nada tenía de particular teniendo en cuenta sus pocos años. Esta salida hizo reir a los convidados. Los vapores del champagne habían coloreado sus mejillas fuertemente y le producían alguna sofocación. Mientras hablaba no cesaba de darse aire con el pañuelo. Sus ojos tan fijos y serenos ordinariamente, habían adquirido singular movilidad y cierto brillo malicioso que consiguió llamar la atención de Suárez el ingeniero. El mismo timbre de la voz se le había modificado de un modo notable, haciéndose más grave y firme. Parecía que se operaba en ella una anticipación artificial y momentánea de la plenitud del sexo.

Cuando se cansaron de disparatar, D. Mariano hizo que sacaran las mesas del salón, para que bailasen los jóvenes. Un piano, jubilado por su respetable ancianidad en aquel retiro, fué el que marcó con voz cascada el compás de una mazurka. Como era de esperar, el baile perdió al instante toda gravedad y ceremonia y se convirtió en torbellino de saltos, gritos y risas. Marta, que bailaba con Ricardo, le dijo de pronto:

–No puedo soportar este calor: ¿quieres que salgamos un poco a tomar el fresco?

–Vamos; yo también estoy muy sofocado.

Cuando estuvieron en el jardín, le dijo:

–Si quisieras hacer conmigo una expedición, te llevaría a un sitio que no conoce aquí nadie más que papá y yo; una playa oculta entre las rocas. Hasta que se está en ella no se la ve… Es un sitio precioso…

–¡Vaya si quiero! Demasiado sabes la afición que tengo a los paisajes y sobre todo a los de mar… ¿Por dónde se va?

–Sígueme… ya verás.

Marta emprendió la marcha hacia un bosque de pinos situado no muy lejos de la casa y Ricardo la siguió. Vestía la niña un traje azul marino, con adornos de encaje blanco y en la cabeza llevaba sombrero de paja adornado con una guirnalda de campanillas rojas.

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