Armando Palacio - El idilio de un enfermo
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Armando Palacio Valdés
El idilio de un enfermo
DEDICATORIA
A mi hijo.
Con grata sorpresa pude averiguar que algunas de las obras que he lanzado a la publicidad estaban agotadas y otras a punto de estarlo. Fue pasión incontrastable de mi ánimo, no esperanza de lucro o de gloria, la que me arrastró a novelar en esta edad tan poco feliz para las musas. Desde que, recién salido de las aulas, entregué mis primeras cuartillas a la imprenta, vi claramente que no era ésa la vía para lograr los halagos de la vanidad ni los regalos del cuerpo.
Nuestra nación se halla desde hace algunos años con disposición indiferente, más bien hostil, hacia todas las manifestaciones del espíritu. La pasión de lo útil, un sensualismo omnipotente, invade a la sociedad española, y muy singularmente a esa clase media que en la primera mitad del siglo tantas y tan gallardas muestras dio de su amor a lo justo y a lo bello. La juventud, de quien suelen partir los impulsos generosos, los anhelos espirituales, no se ocupa actualmente sino en abrirse paso a codazos para llegar al poder, a la influencia, a la comodidad. Mi padre me decía que, en su tiempo, viendo un joven errar solitario con un libro entre las manos, se podía apostar a que este libro era de versos. El tuyo te dice que actualmente hay seguridad de que el libro es la ley municipal o un compendio de Derecho administrativo. ¿Caminamos por este sendero a la civilización y al engrandecimiento de la patria, o vamos derechos a la barbarie y al desprecio de las naciones cultas? Tú o tus hijos lo sabréis. Yo moriré antes de que se averigüe.
De todos modos, a nadie se le oculta que las letras cuentan con pocos apasionados en España. La prensa periódica, en vez de difundirlas y alentarlas, contribuye no poco con su desvío a la tristeza y languidez en que vegetan. Es más; la facilidad que el primer advenedizo logra (a condición de solicitarlo) para ver sus producciones, malas o buenas, ensalzadas hasta las nubes, demuestra mejor aún el desdén con que se miran.
Pero como no existe en este mundo tan relativo nada absolutamente bueno o malo, pienso que hay en tal desvío algún motivo para regocijarse. Cuando las letras se hallan en auge y agitan y apasionan al público y engendran disputas y encienden la cólera de los críticos, me parece punto menos que imposible que el escritor se sustraiga a la influencia nociva de tanto ruido. El anhelo del aplauso y las ventajas materiales que consigo arrastra por una parte, y por otra el temor a las censuras de los críticos, le turban, le excitan, le impiden, en suma, escribir con aquella serenidad sin la cual se hace imposible la producción de una obra de arte duradera. Ya no consulta libremente el oráculo de la naturaleza, sino las aficiones de un público tornadizo o el gusto de algún crítico irascible, pedante y ramplón.
Por fortuna, de tales plagas, que abundan en Francia y en otras naciones, nos vemos libres los escritores españoles. Aquí, ni el interés con que el público acoge nuestras obras puede seducirnos, ni el látigo de la crítica debe inspirarnos cuidado alguno. Disfrutamos de envidiable libertad. El literato español sabe de antemano que, escriba en una forma o en otra, sea osado o comedido, páguese del arte y la medida, o escriba cuantos desatinos le acudan a la mente, sea realista, o romántico, o clásico, el resultado ha de ser poco más o menos él mismo.
Y si alguna rara vez el público y la prensa tejen coronas, no son ciertamente para los que cultivan su arte con amor y respeto, sino para quienes le ofrecen manjares picantes y llamativos. El vulgo no agradece que se le deleite suavemente, que se le haga pensar y sentir. Para otorgar su aplauso es preciso que el escritor le deslumbre o por el número de obras, o por su desmesurada magnitud, o por el relumbrón de los efectos, o con descripciones aparatosas y prolijos análisis de caracteres, tan prolijos como falsos, o con un lenguaje arcaico y pedantesco. El vulgo desprecia lo sincero, lo natural, lo armónico. Para obtener su admiración precisa ser un poco charlatán y cursi. Escritores conozco de indisputable mérito, tanto en España como fuera de ella, a quienes si se les quitase los granitos de charlatanería con que sazonan sus obras, dejarían en el mismo punto de ser populares.
Pero sobre todas las cosas de este mundo, el hombre adocenado odia la medida. Nada le enfurece tanto como ver una obra proporcionada y armónica. Al que la produce dipútale desde luego por artista apocado y enclenque. Componer obras monstruosas, emitir ideas estupendas, no decir jamás algo que no sea completamente nuevo, inaudito, aunque sea un desatino: tal es el secreto para sujetarle. Un día se entusiasmará con cualquier escritor francés que identifique las pasiones humanas a los ciegos impulsos de las bestias, que describa nuestros amores con la libertad brutal y repulsiva que si se tratase de los de un toro y una vaca: al siguiente caerá de hinojos ante un místico ruso que tenga a pecado el amor conyugal y niegue a los tribunales el derecho a juzgar a los delincuentes. En una u otra forma adorará eternamente la locura o la charlatanería.
Los que como yo aborrecen lo excesivo no alcanzarán jamás sus favores. ¿Qué importa? Aunque me agrada el aplauso público, mi espíritu no vive de él. La gloria se encuentra entre las cosas que Séneca considera preferibles, no entre las necesarias. Puedo vivir feliz sin la admiración del vulgo y los elogios de la prensa; tanto más cuanto que de casi todos los países civilizados del globo recibo testimonios de simpatía que me alientan y me calman.
Y, sin embargo, te lo confieso ingenuamente, hijo mío, aunque renuncio sin dolor a los homenajes de los revisteros y a sus adjetivos arrulladores, no puedo menos de sentir tristeza pensando que jamás seré el héroe de una de esas ovaciones nocturnas con que la muchedumbre obsequia a sus favoritos. No soy hipócrita; me alegraría de llegar siquiera una noche en la vida a mi casa como un cónsul, precedido de lictores con las fasces en alto o rodeado de cirios encendidos, como Nuestro Señor Sacramentado cuando se digna visitar a los enfermos.
Me consuelo imaginando que los dioses me han concedido el gusto de las artes y alguna escasa habilidad en una de ellas para embellecer y hacer felices los días de mi vida, no para dejarlos correr en medio de las miserables inquietudes que engendra el amor propio. Me consuelo asimismo con la idea de que también en materia de triunfos el exceso se paga cruelmente. La medida no es sólo la esencia del arte, sino que lo es también del mundo entero, como afirmaba Pitágoras. Tanto vivo persuadido de ello, que juzgo locura, como Horacio, hasta el exceso en la virtud.
Insani sapiens nomen ferat, æquus iniqui
Ultra quam satis est virtutem si petat ipsam.
Siempre he tenido la intuición de esta gran verdad, que nutrió al pueblo más grande que ha pisado la tierra y produjo el arte más asombroso. En casi todas mis obras se hallará como tendencia más o menos ostensible. Desgraciadamente, como la reflexión y el estudio no la habían confirmado, me aparté de ella en diversas ocasiones. Falsos conceptos unas veces, otras estímulos de vanidad literaria, me arrastraron a hacerlo.
Me arrepiento, en primer término, de haber principiado a novelar demasiado pronto. En la edad juvenil se puede ser excelente poeta lírico, pero no cultivar con acierto un género tan objetivo como la novela realista. Sólo en la edad madura es dado al artista emanciparse de los lazos con que su sensibilidad le ata al mundo fenomenal y adquirir la calma, la perfecta serenidad necesaria para concebir y penetrar en el carácter de sus semejantes.
Asimismo deploro el empleo de ciertos efectos de relumbrón que hallarás en algunas de mis obras. Cuando salieron de mi pluma ten por seguro que no atendía al consejo de las musas, sino al gusto depravado de un vulgo frívolo y necio.
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