Armando Palacio - El señorito Octavio

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Armando Palacio Valdés

El señorito Octavio

I.

Despierta el héroe.

Ni las ventanas cerradas con todo esmero, ni las sendas cortinas que sobre ellas se extendían, eran dique suficiente para la luz, que vergonzantemente se colaba por los intersticios de las unas y la urdimbre de las otras. Pero esta luz apenas tenía fuerza para mostrar tímidamente los contornos de los objetos más próximos á las cortinas. Los que se hallaban un poco lejanos gozaban todavía de una completa y dulce oscuridad. Las tinieblas, desde el medio de la estancia, atajaban el paso á la luz, riéndose de sus inútiles esfuerzos.

Hé aquí los objetos que se veían ó se vislumbraban en la estancia. Apoyado en la pared de la derecha y cercano al hueco de la ventana, un armario antiguo, que debió ser barnizado recientemente, á juzgar por la prisa con que devolvía en vivos reflejos los tenues rayos de luz que sobre él caían. Enfrente, y cerca de la otra ventana, un tocador de madera sin barnizar, al gusto modernísimo, de esos que se compran en los bazares de Madrid por poco dinero. No muy lejos del tocador, una silla forrada de reps, sobre la cual descansaban hacinadas varias prendas de vestir, masculinas. Hasta el instante de dar comienzo esta verídica historia, nada más se veía. Esperemos.

Suenan por la parte de afuera algunos ruidos matinales que dejan presumir el sitio en que nos hallamos. Nada de carruajes que al pasar rodando estremecen con leve vibración nuestros cristales y nuestro lecho; nada de voces ásperas y opacas que pregonan no se sabe qué; nada de mazurcas, cien veces concluídas y cien veces comenzadas por los dedos aprendices de alguna vecina. Escúchanse gorjeos suaves de pájaros, ladridos de perros, golpes de herramienta y una que otra imprecación lanzada sobre las inocentes bestias que arrastran un carro. En las habitaciones interiores se alza el cántico, más fresco que melodioso, de una criada. Tal vez nos hallemos en el campo. Sin embargo, que no se anticipe juicio alguno acerca de este punto.

La luz, cada vez más atrevida, consigue acorralar á las tinieblas en los rincones de la estancia. Algo más se ve. Una mesa de escribir tallada con pésimo gusto, y sobre la cual hay muchos papeles y un enjambre de baratijas que los sujetan. Detrás de la mesa un sillón forrado de la misma tela que la silla que antes hemos visto, y detrás del sillón, y colgada de la pared, la cabeza disecada de un ciervo, sobre cuya profusa cornamenta descansa una linda escopeta de dos cañones, y debajo de la cabeza, y también colgados, un par de floretes, otro de caretas y un guante de esgrima. El pavimento de la sala está cubierto con una alfombra ordinaria y sus paredes exornadas de varios cromos que representan… No percibimos bien lo que representan: ya lo sabremos cuando haya un poco más de luz.

Se oye una respiración suave y acompasada. La luz deja en descubierto el marco de una puerta con vidriera discretamente entornada. Es la puerta de una alcoba, y dentro de ella ya es posible observar los contornos severos de una cama de ébano, obra al parecer del siglo XVII. Contrasta lastimosamente con la majestad de esta cama la mesilla de noche de humilde aspecto y exiguas proporciones. Sobre la mesilla hay una palmatoria con su bujía apagada, un reloj despertador, dos ó tres libros de cubierta amarilla, un par de guantes y un pañuelo de seda. El caballero que duerme en la cama del siglo XVII, duerme con la cara hacia la pared y no podemos decir otra cosa sino que es rubio y disfruta de abundante y riza cabellera. Pero aguardemos unos instantes, porque el despertador debe sonar á las siete y no faltan más que cuatro minutos. Suena al fin con el ruido agrio y estridente que caracteriza á tales artefactos. El blondo caballero se estremece levemente, alza un poco la cabeza de la almohada, aspira el aire con fuerza por entrambas narices, tira hacia sí por la ropa que le cubre y se oculta otra vez en la almohada, dejando escapar de su garganta un débil y prolongado ronquido.

Al cabo de media hora, poco más ó menos, se escuchan ligeros pasos por la estancia; ábrese lentamente la puerta y una voz que aspira inútilmente á ser discreta y suave dice:

– Señorito… señorito Octavio.

– ¡Eh!… ¡cómo!… ¿quién va?

– Soy yo, señorito… ya son las nueve.

– ¿Cómo las nueve? ¿Y por qué no me has llamado á las siete y media?… ¡Por vida de!… ¿No te he dicho que me llamases á las siete y media?

– Es verdad, pero usted me ha encargado le dijese que eran las nueve.

– ¡Ah! ¿De modo que no son las nueve?

– No, señorito; son las siete y media.

– Está bien; vete y vuelve por aquí dentro de un cuarto de hora por si acaso he vuelto á dormirme.

El señorito es un adolescente de tez blanca, sonrosada, de facciones puras y correctas como las de un Apolo, los ojos de un azul muy claro, la frente despejada, quizá demasiado despejada, y la boca pequeña, quizá demasiado pequeña. Á no ser por el bozo incipiente que mancha su labio superior, sería su rostro el de una dama y no mal parecida.

Efectivamente, el señorito se durmió otra vez, sin pensar en ello, así que la criada cerró tras sí la puerta. Su sueño no era tan sosegado como antes. De vez en cuando le corría un estremecimiento por el cuerpo; la roja colcha de damasco que le tapaba se agitaba blandamente como si entrase por las ventanas un soplo de aire: otras veces daba súbito una vuelta y abría los ojos desmesuradamente y tornaba á cerrarlos con cierta precipitación nerviosa; más tarde extendía los brazos y se escuchaban crujir los huesos y lanzaba un fuerte suspiro que le dejaba aniquilado.

No hay duda, el señorito Octavio batallaba rudamente con el sueño.

– Señorito… señorito… ¿no se levanta usted?

– Sí, sí… allá voy… en seguida.

Y dicho y hecho; abrió los ojos, llevó á ellos los puños y los frotó con singular encarnizamiento, corrió todo el cuerpo hacia arriba hasta tocar con la cabeza en la madera de la cama, cruzó los brazos sobre el pecho, y otra vez quedó dormido.

Hay que confesarlo francamente: nuestro héroe es más hermoso dormido que despierto. Tiene su rostro dormido tanta pureza, corrección y serenidad, que hace venir á la memoria el retrato que la historia nos ha dejado de Alcibíades. Pero los ojos no prestan ningún atractivo á este rostro: son demasiado claros. Después de todo, no es fácil hallar ojos que convengan á esta clase de rostros. Tomad los más hermosos de la tierra, ponédselos á la Venus de Milo, y habréis destruído su encanto.

Trascurre media hora y la criada penetra nuevamente en la alcoba.

– En seguida… en seguida. Corre las cortinas y abre las ventanas. Antes de cinco minutos estoy vestido.

En efecto, el joven, con la mayor premura, levantó la ropa de la cama de un solo golpe, echó el brazo fuera y trató de alcanzar el pantalón que yacía sobre una silla; pero aunque le faltaba poquísimo espacio, no pudo conseguirlo. Ó el brazo era muy corto, ó la silla estaba demasiado lejos. De todas suertes, el joven no había podido prever este contratiempo. Así que dejó caer el brazo desesperadamente sobre la cama con señales de abatimiento. Á los pocos instantes sintió un ligero temblor de frío, y dulce y lentamente atrajo la ropa y se cubrió la mitad del cuerpo. Después fijó los ojos en un punto del espacio, los puso más tarde en blanco, cerrólos por último y nos parece que volvió á dormirse.

La luz inundaba vivamente la estancia, que, fuera de cierto abigarramiento ya indicado, estaba decorada con elegancia y era, á no dudarlo, la habitación de un joven de espíritu cultivado y con gustos artísticos. Los cromos de las paredes representaban en su mayoría mujeres hermosas y escenas de amor. Romeo despidiéndose de Julieta y bajando por la escala cuando el canto de la alondra se lo ordena cruelmente: Francesca y Paolo leyendo juntos el libro de Galeoto: Fausto y Margarita paseando cogidos del brazo por el jardín: una joven circasiana reclinada sobre cojines de terciopelo, etc., etc.

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