Armando Palacio Valdés - Páginas escogidas
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Claro está que un empleado en una casa de banca no podrá escribir ochenta novelas en su vida, pero escribirá tres o cuatro que valgan por las ochenta, y el mundo quedará satisfecho aunque renieguen los fabricantes de papel. Escribir poco es, en los días que corren, una gran virtud. Confieso humildemente que yo no la he poseído; pero los hay más viciosos, todo el mundo lo sabe.
A los que no caen en la esclavitud del dinero les suele poner el yugo sobre la cerviz el ansia de gloria. El aplauso es tan necesario al escritor como el aire mismo que respira. Todos los seres humanos viven sedientos de él. Hasta los caballos necesitan palmaditas en el cuello para correr. Los que lo rehuyen es que quieren ser aplaudidos dos veces, como dice La Rochefoucauld, o marineros que bogan de espalda al sitio donde quieren ir, según San Francisco de Sales.
Como no soy un impostor, declaro que amo y he amado siempre el aplauso.
Pero existen dos clases de aplauso: el sincero, el espontáneo que brota del corazón de los hombres y sale fervoroso a sus labios, y aquél que se les arranca a fuerza de reverencias.
Parece natural que todos amemos el primero y desdeñemos el segundo. Sin embargo, no es así. Hay escritores que corren desalados en pos del elogio, y para alcanzarlo montan en toda clase de vehículos, sucios o limpios. Un académico, ya fallecido, decía a cierto amigo suyo, en uno de esos momentos de expansión que suelen tener hasta los criminales: “¡Tú no sabes, querido, la serie de bajezas que he necesitado hacer para entrar en la Academia!” Hay otros que llevan el bolsillo provisto de artículos acaramelados firmados por sus amiguitos, y se los ofrecen a los directores de periódicos cuando les tropiezan en la calle, como si fuesen en efecto caramelos de la Pajarita .
No he amado nunca esa clase humillante de aplauso. Me gusta limpio, sincero, confortante. ¿Para qué sirve que os palmotee todo el mundo en la calle, si al llegar a casa y meteros en la cama os silba vuestra conciencia?
El elogio venido de lejanas tierras, donde no saben si soy gordo o flaco, torcido o derecho, me ha seducido siempre. Me seduce, porque es absolutamente espontáneo y me parece una promesa de inmortalidad. Aún más me siento halagado por las cartas que me envían personas desconocidas expresándome la impresión que mis libros les han causado.
Esto es halagüeño, sí, lo confieso. Pero cuando me encierro en mi cuarto y después me encierro en mí mismo, no puedo menos de decirme: “¡Pura vanidad! Mis libros no son más que burbujas del agua que se mantienen un instante sobre la corriente y desaparecen; leves sonidos que el aire produce al penetrar casualmente en una flauta. Si se me despojase de lo que pertenece a los grandes maestros que me han precedido, quedaría desnudo. Hay, sin embargo, algo de lo cual nadie en este mundo me puede despojar, y es la dulce satisfacción de saber que algunas de mis páginas han hecho asomar la risa a los labios, y otras, lágrimas de ternura a los ojos; es la certidumbre consoladora de que nadie ha salido de la lectura de mis novelas menos puro y menos noble de lo que era”.
A. PALACIO VALDÉSMayo de 1917.
MARTA Y MARÍA
ESTA novela, segunda de las que escribí, fué publicada en el año 1883 por la Biblioteca Arte y Letras , de Barcelona, con dibujos de Pellicer. Su forma y su baratura, en aquella época excepcionales, lograron que se difundiese extremadamente. Algunas personas timoratas quisieron ver en ella un ataque insidioso contra el misticismo, y algunos sacerdotes, haciéndose eco del mismo error, tronaron contra ella desde el púlpito.
Apenas necesito defenderme de tal acusación. Presentar dos caracteres que se ofrecieron a mi vista cuando contaba veinte años y que ejercieron considerable influencia en mi vida y en mi corazón, fué mi único designio. Si del contraste aparece uno de ellos mortificado y el otro glorioso, no es cuenta mía sino del Supremo Hacedor que los ha formado.
El verdadero misticismo nada tiene que ver en este asunto. Las místicas sinceras y espontáneas como Santa Teresa, Santa Catalina de Génova, Margarita de Alacoque, jamás pueden hacerse antipáticas. Pero lo son alguna vez sus frías imitadoras. Los sentimientos más altos y nobles tienen su aparato externo para expresarse. Imitar este aparato puede halagar la imaginación sin que el corazón haya hablado todavía. Siempre resulta ridículo el desequilibrio entre lo que se pretende y lo que se puede. Y tal es el caso de mi novela.
La prueba más evidente de lo que acabo de afirmar es que mientras algunos católicos y sacerdotes la reprobaban, otros la aplaudían. Hallándome, algún tiempo después de publicarse, en el pueblo de Marmolejo tomando las aguas salutíferas que allí manan, me anunciaron en la fonda donde me hospedaba la visita de un señor sacerdote. Bajé a la sala y tuve el gusto de trabar conocimiento con un canónigo de una de las más importantes iglesias metropolitanas españolas, persona de muchas letras y reconocido talento. Me dijo estas o parecidas palabras:
“He venido a visitar a usted sabiendo que aquí se hallaba, porque quiero expresarle el placer que he sentido leyendo su última novela. (Omito el juicio que le merecía como obra literaria.) Creo que es de gran utilidad en el estado actual de las conciencias. En las jóvenes que frecuentan hoy las iglesias suele haber más capricho y fantasía que corazón. Cuando alguna de ellas en el tribunal de la penitencia me comunica sus deseos de entrar en un convento, si yo entiendo que hay en ella más romanticismo que amor de Dios y de la virtud, le doy a leer su novela de usted que me sirve de receta para curarla de su ataque nervioso de misticismo.”
¿Necesitaré decir que con estas palabras quedó mi conciencia perfectamente tranquila?
Sin embargo, como estos negocios del alma son en extremo delicados y sin haberlo querido pude haber hecho daño a ciertas conciencias tímidas, repito aquí lo que he dicho en la advertencia preliminar puesta en las últimas ediciones de Marta y María : “No doy a ninguna de las palabras contenidas en mi libro otra significación que la que pueda acordarse con la fe cristiana y con las enseñanzas de la Iglesia Católica, a las cuales me glorío de vivir sometido.”
UNA EXCURSIÓN A LA ISLA
El marqués de Peñalta es el prometido de la señorita María de Elorza. Se hallaba ya cercana la fecha de la boda cuando María, sufriendo un ataque agudo de misticismo, vacila si debe o no casarse e impone una prórroga a su novio. Este se resigna de mal grado. Sigue frecuentando la casa, pero María entregada a sus prácticas piadosas no siempre le acompaña. El marqués de Peñalta se ve obligado a pasar largos ratos en compañía de Martita, hermana de María, que es una niña de catorce años. A causa de la intimidad que entre ellos se establece prende en el inocente corazón de Martita un amor apasionado por su futuro cuñado. Cuando se da cuenta de él se horroriza y hace esfuerzos por sofocarlo. En estos días se celebra una excursión de placer a un islote propiedad de D. Mariano de Elorza, padre de las dos hermanas. María no toma parte en ella. Martita, excitada por el champagne , se arroja a decir y a ejecutar lo que el lector verá en este capítulo.
EN tanto el Océano, indiferente a las risas y a las angustias de aquellos insectillos que rozaban su bruñida epidermis, reverberaba el incendio del sol en toda su inmensidad, gozando este placer augusto con el mismo sosiego que en los primeros días del mundo. La luz ya podía espaciarse libremente sobre su llanura húmeda corriendo leguas y leguas en un segundo, lanzando sus llamaradas a los últimos confines del horizonte o recogiéndolas de pronto en haz resplandeciente; ya podía jugar sobre las crestas espumosas de sus olas o besar tímidamente el espejo diáfano de las aguas o salpicarlo con menudo polvo de plata o dejarse caer desmayada con lánguido y voluptuoso estremecimiento que se perdía entre los pliegues de las olas. Nada conseguía alterar la paz solemne de su corazón ni hacerle emitir una nota más grave o más aguda en la grandiosa aria de bajo profundo que canta desde el principio del universo.
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