Armando Palacio Valdés - Páginas escogidas

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No obstante, lo confieso con dolor, todavía ejercieron sobre algunas de mis novelas perniciosa influencia. Al repasarlas en este momento por la tarea que se me impone, observo redundancias, prosaismos, puerilidades, hijas de un afán desmedido de realismo. Era el agua que se bebía en aquella época. No había llegado a penetrarme por completo de que las novelas se componen de retratos no de fotografías. Las últimas que escribí se han librado mejor del contagio.

Quisiera borrar las manchas que afean las otras. Si se me permitiese rehacerlas quedarían seguramente menos mal. No me creo autorizado para ello. En la vida como en el arte debemos cargar con los pecados de la juventud. Todos los seres creados guardan como las pirámides de Egipto los jeroglíficos de su historia. En el hombre, en el animal, en la planta y hasta en los pedruscos y los metales cada cual guarda las huellas de sus aventuras. Ruego al lector que cuando tropiece en mis obras con alguna harto plebeya la desprecie; pero no al autor que ya está arrepentido.

Hablemos ahora del lenguaje que es otro de los escollos en que tropieza el escritor español. Y por de pronto no lo confundamos con el estilo como a menudo lo veo confundido. El lenguaje para el escritor es un instrumento como para un violinista el violín. Nunca he visto a un violinista postrarse delante de su violín y adorarlo; pero he visto y veo a muchos literatos hincados de rodillas delante del lenguaje.

¿Por qué tal rendimiento? Hagámosle elegante, limpio, flexible, despojémosle de toda vileza, pero no le convirtamos en un ídolo de piedra. ¿Por qué escribir hoy como en tiempo de Fray Luis de Granada? ¿Se habla así en el hogar, en la calle, en el Parlamento?

Si se me diese a elegir entre el tan ultrajado lenguaje periodístico y el artificiosamente arcaico, pedantesco y desabrido de ciertos escritores que el vulgo de los críticos admira, me quedaría con el primero.

El lenguaje periodístico, con ser malo, me parece preferible a ese otro rebuscado de ciertos escritores pseudoclásicos. Porque, en fin, el periodista mal o bien dice lo que quiere decir, pero el otro, arrastrado por la combinación de las palabras, no lo dice casi nunca. Hay quien piensa, después de haber copiado un giro de Quevedo o Cervantes, que ha llevado a término una acción heroica y que se le debe la cruz de San Hermenegildo. Y si exhuma del Diccionario una palabrita allí sepultada, se sorprende de que no le arrojen flores desde los balcones.

Recuerdo que cuando llegué a Madrid siendo casi un adolescente, fuí a visitar, por encargo de mi familia, a un conocido escritor erudito y bibliófilo, en cuyo salón hallé a otros tres o cuatro sujetos de sus mismas aficiones. Estaban leyendo, con mucha algazara, la carta de un amigo, y apenas hicieron caso de mí, como puede suponerse.—“¡Qué donoso!”—exclamaba uno.—“¡Qué regocijado!”—respondía otro.—“¡Qué bien que da en el hito nuestro amigo!”—apuntaba el tercero.—“¡Es cosa para mucho holgarse!”—añadía el cuarto.

Yo creía hallarme en un baile de máscaras.

Estos disfraces aún continúan. Los avisados ríen, pero el vulgo queda deslumbrado. No se es Quevedo por ponerse las antiparras de Quevedo. Cuando tomo en las manos un libro de estos flamantes clásicos, me parece estar viendo desfilar una cabalgata histórica. ¿En qué fabla me fablades, infanzones? Ellos podrán decir: “No tenemos ingenio, ni amenidad, ni ciencia, ni gracia, ni observación, ni sentimiento; pero tenemos lenguaje.”

He pensado siempre que éste ha de ser lo más claro, lo más sencillo y transparente posible. ¿Buscaba Santa Teresa los giros de los siglos pretéritos para introducirlos en sus Moradas ? No; escribía en estilo llano como oía hablar en torno suyo. Y, no obstante, resulta su prosa de una nobleza extremada, más penetrante y sugestiva que la de ningún otro escritor español.

Peor aún que el lenguaje pseudoclásico es el llamado colorista que en Francia inauguró Teófilo Gautier, y que Zola y los hermanos Goncourt llevaron a una monstruosa exageración. Buscar palabras nuevas importadas de la pintura, es fácil tarea. Los grandes escritores no han tenido necesidad de apelar a tanta palabrería pictórica para grabar profundamente los tipos y las escenas que han creado. ¿Quién no se representa vivamente la aventura de los molinos de viento en el Quijote ? ¿Quién no ha visto a Carlota en el Werther , de Goethe, cortando el pan y distribuyéndolo a sus hermanitos?

Entre nosotros ha echado raíces este nuevo preciosismo ridículo y se ha desarrollado con la velocidad del microbio del tifus. En una revista literaria he leído la siguiente descripción de un salón de baile:

“En los senos duermen las flores con esa voluptuosidad del pétalo marchito, y en los labios rojos ruedan las sonrisas amables y brotan las frases cortesanas. El piano, envidioso, muestra en risa irónica sus dientes blancos; y tableteando sobre los cristales una lluvia fría, menudita y soñolienta.

“Sobre el grupo va la luz tonificando los rosas, el rosa de crepúsculo de los trajes, el rosa de las mejillas, el de grano de granada de las uñas y el rosa suave, diluído, enervante de las flores.”

Después de leer esto ¿no se siente la nostalgia del Boletín de Pósitos ? En verdad que si tal es el estilo colorista hay motivo para aborrecer el arco iris.

Pero dejemos estas inepcias y vengamos a otra servidumbre más peligrosa en que con frecuencia caemos los que emborronamos papel. Hablo del dinero.

“Poderoso caballero es don Dinero”, dijo nuestro poeta. El dinero es un magnífico señor que paga bien a quien mal le sirve. Paga bien, pero nos disminuye. El escritor que se pone a su servicio pierde la iniciativa y el reposo, tan necesarios a los que cultivan la belleza. Sus cadenas son de oro, pero cadenas al fin.

¿Debe vivir el escritor de su pluma? Parece lógico. Si presta un servicio a sus semejantes, éstos se hallan obligados a remunerarle.—“Quien sirve al altar, viva del altar”—ha dicho San Pablo. El poeta que sacrifica en el altar de las Musas, debe vivir de él.

Debe vivir, es cierto; ¿pero debe vivir en un palacio rodeado de domésticos y caballos? No hay necesidad. Una posición independiente y modesta es suficiente para que pueda ofrecernos los frutos de su ingenio. Si la riqueza le ha venido por otros caminos, no le perjudicará cuando sepa emplearla adecuadamente. Viajes, libros, juegos, muebles suntuosos, cuadros, saraos, todo esto es un alimento para la fantasía y se halla en la dirección de su vida. Equipado de esta manera espléndida acaso su vuelo sea más alto. Mas para alcanzar estas doradas herramientas, aun en los países en que es factible, necesita forzar la mano, y esto no se consigue sin detrimento de la calidad del artículo.

En otros tiempos la literatura no daba dinero, y se escribía, y no se escribía del todo mal. Hoy da dinero y se escribe, y no se escribe del todo bien. Quiero decir que cebados por la ganancia, escribimos más de lo que debiéramos. Nuestras obras no suelen salir bien cosidas, sino hilvanadas. Cuando el hombre no piensa en el resultado de su trabajo, es cuando sale mejor. Nuestros abuelos escribían libros más duraderos, porque pensaban más en ellos que en el editor.

Sin embargo, bueno es rechazar la absurda especie que corre válida entre los ignorantes y frívolos de que el hambre aguza el ingenio. El hambre no aguza más que los malos instintos. Jamás me convencerá nadie de que las musas reciben con agrado en su jardín del Parnaso a los poetas famélicos. El escritor necesita cierto grado de bienestar, y además aquello que nuestros antepasados llamaban ocios ; esto es, el descuido de los intereses materiales. Pero este reposo no lo consiguen los actuales escritores de profesión pensando en las pesetas que les vale cada cuartilla. Mejor lo lograban aquellos abuelos, aceptando un modesto empleo en las oficinas del Estado o en el archivo de cualquier prócer.—“Cuando al sonar la hora—me decía un amigo literato empleado en una casa de banca—cierro los libros de cuentas, mi imaginación queda absolutamente libre y puedo ocuparla en lo que se me antoje.”

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