Armando Palacio Valdés - El maestrante
Здесь есть возможность читать онлайн «Armando Palacio Valdés - El maestrante» — ознакомительный отрывок электронной книги совершенно бесплатно, а после прочтения отрывка купить полную версию. В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: foreign_antique, foreign_prose, Зарубежные любовные романы, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:El maestrante
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 100
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
El maestrante: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El maestrante»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
El maestrante — читать онлайн ознакомительный отрывок
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El maestrante», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
–No; si ya sé de sobra que no tengo talento. No te mortifiques en decírmelo.
–Hija, te acabo de manifestar lo contrario…
En el tono displicente de Fernanda iba entrando un poco de acritud. En el del conde, pausado, ceremonioso, se advertía leve matiz de ironía.
–Vamos, entonces te he entendido al revés.
–Algo de eso ha habido siempre.
–¡Caramba, qué galante!—exclamó la joven empalideciendo.
–Siempre que has pensado que pudiera decirte algo desagradable—se apresuró a rectificar el conde, advertido por el cambio de fisonomía de la idea que cruzaba por su mente.
–Muchas gracias. Estimo tus palabras como se merecen.
–Harías mal en no estimarlas sinceras… Además, no necesito yo decirte lo mucho que vales. Eso lo sabe todo el mundo.
–Gracias, gracias. ¿Te has cansado de jugar?
–Me duelen un poco las muelas.
–Sácatelas.
–¿Todas?
–Las que te duelan, hijo. ¡Ave María!
–¡Con qué indiferencia lo dices! ¿A ti no te importaría nada, por supuesto?
–Yo siento siempre los males del prójimo.
–¡El prójimo! ¡Qué horror! No tenía noticia de haber llegado ya a la categoría de prójimo.
–Qué quieres, chico; los honores vienen cuando menos se piensa.
Apesar de lo impertinente y hasta agresivo del tono, Fernanda no se movía del sitio, teniendo siempre cogida del brazo a la amiguita, que no desplegaba los labios. Fijándose un poco, se podría observar que la rica heredera estaba muy nerviosa. Con el pie daba golpecitos en el suelo, apretaba en su mano con vivas contracciones el pañuelo y sus labios temblaban de modo casi imperceptible. Alrededor de los hermosos ojos árabes se marcaba un círculo más pálido que de costumbre. Aquel pugilato la interesaba.
El conde de Onís había sido de sus novios el que más tiempo había durado. Al aparecer Fernanda en sociedad, y aun antes, cuando era una zagalita que iba con la criada al colegio, produjo su figura, su elegancia y sobre todo la amenaza de los seis millones que iban a caer, andando el tiempo, en su regazo, una verdadera explosión de entusiasmo. No hubo joven más o menos gallardo o acaudalado que por iniciativa propia o por las insinuaciones de su familia no se resolviese a pasearle la calle, a esperarla a la salida del colegio, a mandarle cartitas y a decirle requiebros en el paseo. De Sarrio, de Nieva y de otras poblaciones de la provincia acudieron también, con pretexto de las ferias, algunos golosos. La niña, ufana con tanto acatamiento, embriagada por el incienso, no se daba punto de reposo tomando y soltando novios. Era raro el galán que duraba más de un par de meses en su gracia. En realidad ninguno estaba en posición de merecerla. En Lancia y en el resto de la provincia no había quien tuviera hacienda proporcionada a su dote. Si alguno existía, no estaba por su edad habilitado para casarse con tan tierno pimpollo. Sería algún indiano averiado por los ardores tropicales, o mayorazgo rústico y solitario de los que vivían en sus casas solariegas. Sin necesidad de que su padre se lo advirtiese, la niña comprendía admirablemente que ninguno le convenía; pero gozaba coqueteando con todos, haciéndose adorar de la juventud laciense. Entre ésta existía, sin embargo, un mancebo hacia el cual ninguna doncella de la ciudad había osado levantar los ojos hasta entonces con anhelos matrimoniales. Era el conde de Onís. Por su alta jerarquía, más respetada en provincia donde se tributa a la nobleza un culto que delata al villano y al siervo bajo la levita del burgués, por su cuantiosa renta, por el apartamiento de su vida y hasta por el misterio y silencio de su palacio antiquísimo, parecía habitar en atmósfera más elevada, al abrigo de las flechas de todas las beldades indígenas.
Pues por ello precisamente nació en el pecho de Fernanda un deseo, primero vago, después vivo y anhelante, de rendirle. Esto es muy humano y sobre todo muy femenino: no necesita explicación. En el fondo de su alma, la hija de Estrada-Rosa sentíase inferior al conde de Onís. Sin embargo, tanta era la lisonja que había escuchado en poco tiempo, tan refulgente el brillo que esparcía sobre su vida el dinero del papá, que bien podía aspirar a hacerle su marido. Si no lo pensaba así, al menos figuraba pensarlo hablando del conde, por detrás, con cierta displicencia y con afectada familiaridad por delante. En Lancia, como en todas las capitales pequeñas, los muchachos y muchachas solían tutearse. El conocerse desde niños y haber acaso jugado en el paseo juntos lo autorizaba. El conde de Onís jamás había cruzado la palabra con Fernanda, aunque la tropezase a cada momento en la calle. Sin embargo, cuando se encontraron por primera vez en la tertulia de las de Meré, la hermosa le soltó un tu redondo y suprimió el título. Luis aquí, Luis allá: parecía que iba a comerle el nombre. A éste le sorprendió un poco la confianza, sin desagradarle. A nadie le duele oírse tutear por una linda damisela. Apesar de la naturaleza concentrada y tímida del conde y de su escasa afición a las mujeres, Fernanda se dio maña para hacerle pronto su novio o al menos para hacerle pasar por tal a los ojos del público. El cual halló tal noviazgo perfectamente justificado. En Lancia no había otro marido para Fernanda ni otra mujer para el conde. La distancia que los separaba era retrospectiva; estaba en los antepasados. La población creía que, en gracia de la belleza, el dinero y la brillante educación de la joven, el conde de Onís se hallaba en el caso de olvidar los doscientos gañanes que la habían precedido.
Cerca de un año duraron las relaciones. Los novios se veían en la tertulia de las señoritas de Meré. D. Juan Estrada-Rosa, al decir de sus íntimos, se hallaba muy complacido. Varias veces se había insinuado con el conde para que entrase en la casa; pero éste no le había comprendido o había fingido no comprenderle. Fernanda se lo propuso con claridad un día. Él se evadió como pudo del compromiso. ¿Era timidez? ¿Era orgullo? La misma Fernanda no se daba cuenta de ello. Pero esta reserva contribuía a encender su afección y anhelo. De pronto, cuando menos se pensaba, cuando ya el público comenzaba a preguntarse por qué se retrasaba la boda, cortáronse aquellas relaciones. Se cortaron sin escándalo, de un modo diplomático y sigiloso, tanto, que hacía ya más de un mes que no existían cuando todavía la población no estaba enterada y los amigos les seguían embromando. El hecho produjo fuerte sensación; se comentó en todas las tertulias hasta lo infinito. Nunca se pudo averiguar qué había habido, ni aun a cuál de los dos correspondió la iniciativa de esta ruptura. Si se preguntaba al conde, afirmaba rotundamente que Fernanda le había dejado; mas ponía demasiado empeño en esta afirmación para que no empezara a dudarse de su sinceridad. La heredera de Estrada-Rosa, sin manifestar nada en concreto, corroboró las palabras de su novio con el tono desabrido que usó hablando de él, lo mismo que al dirigirle la palabra. Porque siguieron tratándose, si no con tanta frecuencia, con bastante: ambos acudían a la tertulia donde se conocieron. Además, Fernanda, poco tiempo después, comenzó a asistir a los saraos de los domingos en casa de Quiñones. Pero nunca más reanudaron sus rotas relaciones. Los asistentes suspendían la respiración y ponían toda su alma en los ojos siempre que, como ahora, los antiguos novios se tropezaban y departían un rato. ¿Volverán a las andadas? ¿Habrá, por fin, boda? El desengaño venía inmediatamente al observar la indiferencia con que se apartaban.
Cuando iba a contestar a las últimas palabras de la orgullosa heredera, los ojos del conde, derramando una mirada distraída por el salón, tropezaron con otros que se le clavaron lucientes y celosos. Alargó la mano a su amiga y con sonrisa forzada dijo:
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «El maestrante»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El maestrante» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «El maestrante» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.