Armando Palacio Valdés - El maestrante
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Después que todos fueron a estrechar la mano, del maestrante, formose un grupo enmedio del salón. Amalia, en el centro de él, despedía a sus amigas besándolas cariñosamente. Estaba pálida y sus ojos inciertos despedían miradas febriles. Al estrechar la mano del conde volvió la cabeza hacia otro lado, fingiendo distracción; se la estrechó con fuerza tres o cuatro veces para infundirle ánimo. Bien lo necesitaba el pobre caballero. Estaba tan demudado y tembloroso que Amalia pensó que iba a caer desmayado.
En apretado haz salieron los tertulios a los pasillos y bajaron la gran escalera de piedra sucia y húmeda. Un criado les abrió la puerta de la calle.
–¡Ay! ¿Quién habrá dejado aquí este canasto?—dijo Emilita Mateo, que tropezó la primera con el estorbo.
–¿Un canasto?—preguntaron varias damas acercándose a él.
–Algún pobre que andará por ahí dormido—manifestó el criado, que aún no había cerrado la puerta.
–No se ve a nadie—dijo Manuel Antonio, que rápidamente había registrado el portal.
La curiosidad excitó muy pronto a una de las damas a levantar el paño que tapaba el canastillo. Inmediatamente dejó escapar el grito consabido, el que soltó ya hace tantos siglos la hija de Faraón al ver flotando por el río el célebre canastillo de Moisés.
–¡Un niño!
Momento de estupefacción y de curiosidad en los tertulios. Todos se abalanzan, todos quieren contemplar al mismo tiempo al expósito. Porque nadie duda un momento que aquel niño se hallaba allí expuesto intencionalmente. Paco Gómez levantó el canasto, lo destapó por completo y fue exhibiendo a sus amigos el infante dormido.
Estalló una tempestad de exclamaciones.
–¡Angelito!—¿Quién habrá sido la infame?…—¡Pobrecito de mi alma!—¡Qué corazones de hiena, Dios mío!—¡Miren qué hermoso es!—¿Habrá mucho tiempo que lo han expuesto?—Estará aterida la criatura.—Paco, déjeme usted tocarlo.
El canasto fue rodando de mano en mano. Las damas, interesadísimas, palpitantes de emoción, depositaban tiernos besos en las mejillas del recién nacido, de tal modo que al instante consiguieron despertarlo.
De aquel montoncito de carne rosada salió un débil gemido que hizo vibrar de lástima a todos los corazones. Algunas señoras vertieron lágrimas.
–Subámoslo, por lo pronto, para que se caliente un poco.
–¡Sí, sí, subámoslo!
Y otra vez el resonante grupo se lanzó al patio y a la escalera de la mansión de los Quiñones llevando en triunfo el canastillo misterioso.
Amalia estaba enmedio del salón inmóvil y pálida cuando se abrieron de nuevo las puertas. D. Pedro había sido trasladado ya a su alcoba por Manín y otro criado. Aquella nueva y repentina irrupción pareció sorprender mucho a la señora de la casa.
–¿Qué ocurre? ¿qué es esto?—exclamó con voz alterada.
–¡Un niño! ¡un niño!—gritaron varios a un tiempo.
–Acabamos de encontrarlo en el portal—manifestó Manuel Antonio, que ya se había apoderado del canasto, presentándolo.
–¿Quién lo ha dejado ahí?
–No sabemos… Es un expósito. ¡Mire usted, por Dios, qué hermoso, es Amalia!
La señora le contempló un instante con marcada frialdad y dijo:
–Acaso alguna pobre lo habrá dejado para recogerlo enseguida.
–No, no; hemos registrado el portal. La calle está desierta…
La criatura a todo esto empezaba a chillar, agitando con incierto movimiento sus puños crispados, que parecían dos botones de rosa. La compasión de las señoras volvió a romper en exclamaciones apasionadas. Todas querían besarlo y calentarlo contra su seno. Por fin, María Josefa logró apoderarse de él, lo sacó del canasto y envolviéndolo con el paño con que venía cubierto, lo acarició tiernamente. Un papel se había desprendido de las ropas de la criatura al sacarla y había caído al suelo. Manuel Antonio lo recogió.
–¿Lo ves, Amalia? Aquí está la madre del cordero.
El papel decía en gruesos caracteres, trazados al parecer por tosca mano: «La madre desdichada de esta niña la encomienda a la caridad de los señores de Quiñones. No está bautizada.»
–¡Es una niña!—exclamaron algunas señoras a un tiempo.
Y en el acento con que dejaron escapar estas palabras no era difícil de advertir cierto desencanto. Se habían acostumbrado a la idea de que fuese varón.
–¿Qué misterio será éste?—preguntó Manuel Antonio, mientras una sonrisa maliciosa de curiosidad vagaba por su rostro.
–¿Misterio? Ninguno—manifestó con cierta displicencia Amalia.—Lo que se ve claramente es una pobre que quiere que le mantengan a su hija.
–Sin embargo, hay aquí un no sé qué de extraño. Yo apostaría a que son personas pudientes los padres de esta niña—replicó el marica.
–¡Adiós! ¡ya se nos va Manuel Antonio al folletín!—exclamó la dama con una risita nerviosa.—Las personas pudientes no dejan a sus hijos envueltos en estos andrajos.
En efecto, la niña venía cubierta por unos trapos miserables y una manta raída y sucia.
–Despacio, Amalia, despacio—apuntó Saleta con su voz clara, tranquila.—Yo he recogido en el portal de mi casa, hace ya muchos años, hallándome en Madrid, un niño que venía envuelto en muy toscos pañales. Al cabo de algún tiempo averiguamos que era hijo de una elevadísima persona que no puedo nombrar.
Todos los ojos se volvieron con sorpresa hacia el magistrado gallego.
–Una elevadísima persona; eso es—prosiguió después de una pausa, con el mismo sosiego impertinente.—Bien fácil era, por cierto, adivinarlo fijando un poco la atención en los rasgos de su fisonomía, enteramente borbónicos.
El estupor de los circunstantes fue profundo. Se miraron unos a otros con una leve sonrisa burlona que, como de costumbre, Saleta pareció no advertir.
–¡Atiza!—exclamó Valero.—¡Abra uzté el paragua, D. Zanto!
–El niño se murió a los dos meses—prosiguió imperturbable Saleta.—Por cierto que cuando lo llevamos al cementerio se unió a la comitiva un coche que nadie supo a quién pertenecía. Yo lo conocí porque lo había visto en las Caballerizas reales, pero me callé.
–¡Ya ezcampa!—murmuró Valero.
–Bien, Saleta, ya nos contará usted de día eso. Por la noche tales cosas espeluznan—manifestó el marica de Sierra guiñando el ojo a los otros.—Lo que hay que pensar ahora, Amalia, es lo que se va a hacer con esta niña.
La dama se encogió de hombros con indiferencia.
–Phs… no sé… La dejaremos esta noche aquí. Mañana le buscaremos una nodriza que quiera tenerla en su casa… porque en ésta, a la verdad, es un trastorno.
–Si usted no quiere tenerla en casa, yo me encargo con mucho gusto de ella, Amalia—dijo María Josefa, que estaba un poco apartada paseando a la niña y arrullándola para hacerla callar.
–No he dicho que no quería—manifestó con viveza la dama.—Recogeré esa niña, porque tengo más obligación que nadie, ya que me la confían… Pero, como usted comprende, para hacerlo necesito contar con mi marido.
Los tertulios aprobaron estas palabras con un murmullo.
Justamente se presentaba Manín preguntando de parte de D. Pedro qué significaba aquel ruido. Se le explicó. El señor de Quiñones se hizo trasladar de nuevo en su sillón con ruedas a la sala; vio a la niña y se interesó extremadamente por ella. Inmediatamente declaró que no saldría de su casa, ordenando a un criado que al amanecer fuese en busca de nodriza.
Por lo pronto se trajo a la criatura leche y té en un frasco con pezón de goma; se la abrigó con más y mejor ropa. Los tertulios presenciaron con cariñoso interés estas operaciones. Las señoras lanzaban gritos de entusiasmo; se les arrasaban los ojos de lágrimas al ver el ansia con que la mamosa niña chupaba el pezón del frasco. Así que se hartó, despidiéronse todos de nuevo, no sin depositar antes cada uno un beso en las mejillas de la pobrecita expósita.
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