Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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Hernando levantó la cabeza, sorprendido. Algo grave debía suceder para que Rafaela irrumpiera en la biblioteca, sin tan siquiera llamar a la puerta. Eran escasas las ocasiones en las que su esposa acudía a su santuario mientras él trabajaba en la escritura de un Corán, y en todas ellas, sin excepción, era para tratar algún tema de importancia. Ella se acercó y se quedó en pie frente a él, al otro lado del escritorio. Hernando la contempló a la luz de las lámparas: tendría poco más de treinta años. Aquella chiquilla asustada que había conocido en las cuadras se había convertido en toda una mujer. Una mujer que, a juzgar por su semblante, estaba hondamente asustada.

—¿Conoces el bando de expulsión de los valencianos? —inquirió Rafaela.

Hernando sintió los ojos de su esposa clavados en él. Titubeó antes de contestar.

—Sí... Bueno... —balbuceó—, sé lo que todos: que los han expulsado del reino.

—Pero ¿no sabes las condiciones concretas? —prosiguió ella, inflexible.

—¿Te refieres a los dineros?

Rafaela hizo un gesto de impaciencia.

—No.

—¿Adonde quieres llegar, Rafaela? —Era raro verla en esa actitud tensa.

—Me han contado en el mercado que el rey ha dispuesto condiciones específicas para los matrimonios compuestos por cristianos nuevos y viejos. —Hernando se echó hacia delante en la silla. No conocía esos detalles. «Continúa», la instó con un gesto de su mano—. Las moriscas casadas con cristianos viejos están autorizadas a permanecer en España y con ellos sus hijos. Los moriscos casados con cristianas viejas deben abandonar España... y llevar consigo a sus hijos mayores de seis años; los menores se quedarán aquí, con la madre.

La voz le tembló al pronunciar las dos últimas frases.

Hernando apoyó los codos sobre la mesa, entrecruzó los dedos y dejó caer la cabeza en ellos. Eso significaba que, si llegase a afectarle la orden real, expulsarían también a Amin y Laila. Muqla y sus dos hermanos menores quedarían con Rafaela en España para vivir... ¿de qué? Sus tierras y su casa serían requisadas, y sus bienes...

—Eso no sucederá en nuestra familia —afirmó con contundencia. Las lágrimas corrían por las mejillas de su esposa sin que ésta hiciera nada por detenerlas. Toda ella temblaba, con sus ojos húmedos clavados en él. Hernando sintió que se le encogía el estómago—. No te preocupes —añadió con dulzura, levantándose de la silla—. Ya sabes que he iniciado un pleito de hidalguía y ya me han llegado los primeros papeles desde Granada. Tengo amigos importantes allí, cercanos al rey, que abogarán por mí. No nos expulsarán.

Se acercó a ella y la estrechó contra su pecho.

—Hoy... —Rafaela sollozó—. Esta mañana me he cruzado con mi hermano Gil de vuelta a casa. —Hernando frunció el ceño—. Se ha reído de mí. Sus carcajadas han resonado a medida que he empezado a apresurar el paso para alejarme de él...

—¿Y a qué venían esas risas?

—«¿Hidalgo?», ha preguntado a gritos. Entonces me he vuelto y ha escupido al suelo. —Rafaela estalló en llanto. Hernando la apremió a continuar—. «¡El hereje de tu esposo... jamás obtendrá la hidalguía!», ha asegurado.

Lo sabían, pensó Hernando. Era de esperar. Miguel se lo habría dicho a los arrendatarios y a los nobles que pretendían comprar los caballos y la noticia habría corrido de boca en boca.

—Mujer, aunque no me concedieran la hidalguía, sólo el hecho de pleitear ya paralizará la expulsión durante años. Después..., después ya veremos. Las cosas cambiarán.

Pero el llanto de su esposa era incontenible; se llevó las manos al rostro y sus lamentos rompieron el silencio de la noche... Hernando, que se había separado de su mujer, se puso tras ella y acarició su cabello con ternura, esforzándose por aparentar una serenidad que estaba muy lejos de sentir.

—Tranquilízate —le susurró—, no nos pasará nada. Seguiremos todos juntos.

—Miguel tiene un presentimiento... —musitó ella entre sollozos.

—Los presentimientos de Miguel no siempre se cumplen... Todo saldrá bien. Tranquila. No pasará nada... —murmuró—. Cálmate, los niños no deben verte así.

Rafaela asintió y respiró hondo. Se resistía a dejar sus brazos. Sentía un miedo inmenso, que sólo el contacto con Hernando conseguía mitigar.

Hernando la observó salir de la biblioteca enjugándose las lágrimas y un fuerte sentimiento de ternura de apoderó de él. Había aprendido a vivir entre Fátima y Rafaela. A una la encontraba en sus oraciones, en la mezquita, en la caligrafía o en el momento en que escuchaba a Muqla susurrar alguna palabra en árabe, con sus inmensos ojos azules clavados en él a la espera de su aprobación. A Rafaela la encontraba en su vida diaria, en todas aquellas situaciones en que necesitaba de la dulzura y el amor; ella le atendía con cariño y él se lo devolvía. Fátima se había convertido sólo en una especie de fanal al que seguir en sus momentos de conjunción con Dios y su religión.

La expulsión de los moriscos valencianos se llevaba a cabo, aunque no sin dificultades. Trasladar a más de cien mil personas exigía que los barcos fueran y vinieran de la costa levantina española hasta Berbería una y otra vez. Pese a los tres días de plazo marcados, los meses transcurrían y ese retraso conllevó que, a través de las tripulaciones de los barcos que tornaban y la maliciosa crueldad de los cristianos, que no dudaban en difundirlas, empezaran a llegar noticias de la situación de los recién llegados a las costas africanas. Los más afortunados, aquellos que desembarcaban en Argel, eran inmediatamente trasladados a las mezquitas; una vez allí los hombres eran dispuestos en fila, se examinaban sus penes y se les retajaba a lo vivo, uno tras otro. Luego pasaban a engrosar la más baja de las castas de la ciudad corsaria regida por los jenízaros y eran empleados en la labor de las tierras en condiciones infrahumanas.

Los menos afortunados fueron a caer en manos de las tribus nómadas o beréberes que asaltaron, robaron y asesinaron a quienes para ellos no eran más que cristianos: hombres y mujeres que habían sido bautizados y que habían renegado del Profeta. Se hablaba de que cerca de tres cuartas partes de los moriscos valencianos, más de cien mil personas, habían sido asesinadas por los árabes. Hasta en Tetuán y en Ceuta, ciudades donde vivía un gran número de moriscos andaluces, torturaron y ejecutaron a los recién llegados. Comunidades enteras, clamando su cristiandad, se acercaron a las murallas de los presidios españoles enclavados en la costa africana en busca de protección. Centenares de moriscos, aterrorizados y desengañados, se las arreglaron para volver a España, donde se entregaban como esclavos al primer hombre con el que se encontraban; los esclavos estaban exentos de la expulsión.

También se hablaba de que pasajes enteros fueron despojados de sus bienes y lanzados al agua en alta mar. En los mercados cristianos las sardinas se empezaron a comprar al nombre de «granadinas».

Las noticias de las macabras matanzas berberiscas y demás infortunios se propagaron entre los moriscos valencianos que restaban a la espera de la expulsión. Dos comunidades se alzaron en armas. Munir levantó a los hombres del valle de Cofrentes, que al mando de un nuevo rey llamado Turigi se embreñaron en lo más alto de la Muela de Cortes. Lo mismo hicieron otros miles de hombres y mujeres en la Val de Aguar bajo las órdenes del rey Melleni. Pero el caudillo Alfatimí montado en su caballo verde no acudió en su ayuda, y los experimentados soldados de los tercios del rey no tuvieron problema alguno en poner fin a la revuelta. Miles de ellos fueron ejecutados; otros tantos acabaron como esclavos.

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