Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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SINOPSIS: El libro relata la apasionante historia de un joven morisco en la Andalucía del siglo XVI, atrapado entre dos religiones y dos amores, en busca de su libertad y la de su pueblo. Un relato emocionante que pretende reflejar la tragedia del pueblo morisco, ahora que se cumple, en 2009, el cuarto centenario de su expulsión de España. Una novela que nos relata la vida y aventuras de un joven fronterizo y enamorado que nunca se resignó a la derrota y luchó por la convivencia de las religiones cristiana y musulmana. Ildefonso Falcones arrastra al lector en un fascinante recorrido por escenarios como las agrestes montañas de las Alpujarras -y la guerra que en ellas se libró-, así como por la imponente Córdoba, la antigua ciudad califal: con su mezquita catedral, su vieja medina, sus calles y su bullicio. Una novela en la que los lectores de La catedral del mar encontrarán la misma fidelidad histórica, así como un apasionado relato de amor y odio que arrastra a su protagonista por los caminos de la aventura.
LA MANO DE FATIMA
Ildefonso Falcones
ePUB v1.0
07.11.2009
por ikero
para Vagos.es
A mis hijos:
Ildefonso, Alejandro, José María y Guillermo
Si un musulmán está combatiendo o se encuentra en zona pagana, no tiene obligación de mostrar una apariencia distinta de la de quienes le rodean. En estas circunstancias, el musulmán puede preferir o ser obligado a parecerse a ellos, a condición de que su actitud suponga un bien religioso, como predicarlos, enterarse de secretos y transmitirlos a musulmanes, evitar un daño o algún otro fin de provecho.
Ahmad ibnTaymiya (1263-1328),
famoso jurista árabe
En nombre de Alá
... En fin, peleando cada día con enemigos, frío, calor, hambre, falta de municiones, de aparejos en todas partes, daños nuevos, muertes a la continua, hasta que vimos a los enemigos, nación belicosa, entera, armada y confiada en el sitio, en el favor de los bárbaros y turcos, vencida, rendida, sacada de su tierra y desposeída de sus casas y bienes; presos, y atados hombres y mujeres; niños cautivos vendidos en almoneda o llevados a habitar a tierras lejos de la suya... Victoria dudosa, y de sucesos tan peligrosos, que alguna vez se tuvo duda si éramos nosotros o los enemigos los que Dios quería castigar.
Diego Hurtado de Mendoza,
Guerra de Granada, Libro Primero
1
Juviles, las Alpujarras, reino de Granada
Domingo, 12 de diciembre de 1568
El tañido de la campana que llamaba a la misa mayor de las diez de la mañana quebró la gélida atmósfera que envolvía a aquel pequeño pueblo, situado en una de las muchas estribaciones de Sierra Nevada; sus ecos metálicos se perdían barranco abajo, como si quisieran estrellarse contra las faldas de la Contraviesa, la cadena montañosa que, por el sur, encierra el fértil valle recorrido por los ríos Guadalfeo, Adra y Andarax, todos ellos regados por infinidad de afluentes que descienden de las cumbres nevadas. Más allá de la Contraviesa, las tierras de las Alpujarras se extienden hasta el mar Mediterráneo. Bajo el tímido sol del invierno, cerca de doscientos hombres, mujeres y niños —la mayoría arrastrando los pies, casi todos en silencio— se dirigieron hacia la iglesia y se congregaron a sus puertas.
El templo, de piedra ocre y carente de adorno exterior alguno, constaba de un único y sencillo cuerpo rectangular, en uno de cuyos costados se alzaba la recia torre que alojaba la campana. Junto al edificio se abría una plaza sobre las intrincadas cañadas que descendían hacia el valle desde Sierra Nevada. Desde la plaza, en dirección a la sierra, nacían estrechas callejuelas bordeadas por una multitud de casas encaladas con pizarra pulverizada: viviendas de uno o dos pisos, de puertas y ventanas muy pequeñas, terrados planos y chimeneas redondas coronadas por caparazones en forma de seta. Dispuestos sobre los terrados pimientos, higos y uvas se secaban al sol. Las calles escalaban sinuosamente las laderas de la montaña, de forma que los terrados de las de abajo alcanzaban los cimientos de las superiores, como si se montasen unas sobre otras.
En la plaza, frente a las puertas de la iglesia, un grupo formado por algunos niños y varios cristianos viejos de la veintena que vivía en el pueblo observaba a una anciana subida en lo alto de una escalera que estaba apoyada en la fachada principal del templo. La mujer tiritaba y castañeteaba con los escasos dientes que le quedaban. Los moriscos accedieron a la iglesia sin desviar la mirada hacia su hermana en la fe, que llevaba allí encaramada desde el amanecer, aferrada al último travesaño, soportando sin abrigo el frío del invierno. La campana repicaba, y uno de los niños señaló a la mujer, que temblaba al son de los badajazos, intentando mantener el equilibrio. Unas risas rompieron el silencio.
—¡Bruja! —se oyó entre las carcajadas.
Un par de pedradas dieron en el cuerpo de la anciana al tiempo que los pies de la escalera se llenaban de escupitajos.
Cesó el repique de la campana; los cristianos que todavía quedaban fuera se apresuraron a entrar en la iglesia. En su interior, a un par de pasos del altar y de cara a los fieles, un hombretón moreno y curtido por el sol permanecía de rodillas sin capa ni abrigo, con una soga al cuello y los brazos en cruz: sostenía un cirio encendido en cada mano.
Días atrás aquel mismo hombre había entregado a la anciana de la escalera la camisa de su mujer enferma para que la lavase en una fuente de cuyas aguas se decía que tenían poderes curativos. En aquella fuentecilla natural, oculta entre las rocas y la tupida vegetación de la fragosa sierra, jamás se lavaba la ropa. Don Martín, el cura del pueblo, sorprendió a la mujer mientras lavaba esa única camisa y no dudó de que se trataba de algún sortilegio. El castigo no tardó en llegar: la anciana debía pasar la mañana del domingo subida en la escalera, expuesta al escarnio público. El ingenuo morisco que había solicitado el encantamiento fue condenado a hacer penitencia mientras escuchaba misa de rodillas, y de esa guisa podían contemplarlo entonces los allí presentes.
Nada más acceder al templo los hombres se separaron de sus mujeres y estas con sus hijos, ocuparon las filas delanteras. El penitente arrodillado tenía la mirada perdida. Todos lo conocían: era un buen hombre; cuidaba de sus tierras y del par de vacas que poseía. ¡Sólo pretendía ayudar a su mujer enferma! Poco a poco los hombres se situaron, ordenadamente, detrás de las mujeres. En el momento en que todos hubieron ocupado sus puestos accedieron al altar el cura, don Martín, el beneficiado, don Salvador y Andrés, el sacristán. Don Martín, orondo, de tez blanquecina y mejillas sonrosadas, ataviado con una casulla de seda bordada en oro, se acomodó en un sitial frente a los fieles. En pie, a cada lado, se apostaron el beneficiado y el sacristán. Alguien cerró las puertas de la iglesia; cesó la corriente y las llamas de las lámparas dejaron de titilar. El colorido artesonado mudéjar del techo de la iglesia brilló entonces, compitiendo con los sobrios y trágicos retablos del altar y los laterales.
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