Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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El sacristán, un joven alto, vestido de negro, enjuto y de tez morena, como la gran mayoría de los fieles, abrió un libro y carraspeó.
—Francisco Alguacil —leyó.
—Presente.
Tras comprobar de dónde provenía la respuesta, el sacristán anotó algo en el libro.
—José Almer.
—Presente.
Otra anotación. «Milagros García, María Ambroz...» Las llamadas eran contestadas con un «presente» que, a medida que Andrés pasaba lista, sonaba cada vez más parecido a un gruñido. El sacristán continuó comprobando rostros y tomando nota.
—Marcos Núñez.
—Presente.
—Faltaste a la misa del domingo pasado —afirmó el sacristán.
—Estuve... —El hombre intentó explicarse, pero no le salían las palabras. Terminó la frase en árabe mientras esgrimía un documento.
—Acércate —le ordenó Andrés.
Marcos Núñez se deslizó entre los presentes hasta llegar al pie del altar.
—Estuve en Ugíjar —logró excusarse esta vez, mientras entregaba el documento al sacristán.
Andrés lo ojeó y se lo pasó al cura, quien lo leyó detenidamente hasta comprobar la firma y asentir con una mueca: el abad mayor de la colegiata de Ugíjar certificaba que el 5 de diciembre del año de 1568 el cristiano nuevo llamado Marcos Núñez, vecino de Juviles, había asistido a la misa mayor oficiada en esa población.
El sacristán esbozó una sonrisa casi imperceptible y escribió algo en el libro antes de seguir con la interminable lista de cristianos nuevos —los musulmanes obligados por el rey a bautizarse y abrazar el cristianismo—, cuya asistencia a los santos oficios debía comprobar cada domingo y días de precepto. Algunos de los interpelados no contestaron y su ausencia fue cuidadosamente registrada. Dos mujeres, al contrario que Marcos Núñez con su certificado de Ugíjar, no pudieron justificar por qué no habían acudido a la misa celebrada el domingo anterior. Ambas intentaron excusarse atropelladamente. Andrés las dejó explayarse y desvió la mirada hacia el cura. La primera cejó en su intento tan pronto como don Martín la instó a que callara con un autoritario gesto de la mano; la segunda, sin embargo, continuó argumentando que ese domingo había estado enferma.
—¡Preguntad a mi esposo! —chilló mientras buscaba a su marido con mirada nerviosa en las filas posteriores—. Él os...
—¡Silencio, aduladora del diablo!
El grito de don Martín enmudeció a la morisca, que optó por agachar la cabeza. El sacristán anotó su nombre: ambas mujeres pagarían una multa de medio real.
Tras un largo rato de recuento don Martín dio inicio a la misa, no sin antes indicar al sacristán que obligase al penitente a elevar más las manos que sostenían los cirios.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...
La ceremonia continuó, aunque fueron pocos los que entendieron las lecturas sagradas o pudieron seguir el ritmo frenético y los constantes gritos con que el sacerdote les reprendió durante la homilía.
—¿Acaso creéis que el agua de una fuente os sanará de alguna enfermedad? —Don Martín señaló al hombre arrodillado; su dedo índice temblaba y sus facciones aparecían crispadas—. Es vuestra penitencia. ¡Sólo Cristo puede libraros de las miserias y privaciones con que castiga vuestra vida disoluta, vuestras blasfemias y vuestra sacrílega actitud!
Pero la mayoría de ellos no hablaba castellano; algunos se entendían con los españoles en aljamiado, un dialecto mezcla del árabe y el romance. Sin embargo, todos tenían la obligación de saber el Padrenuestro, el Avemaría, el Credo, la Salve y los Mandamientos en castellano. Los niños moriscos, gracias a las lecciones que recibían del sacristán; los hombres y las mujeres, por las sesiones de doctrina que se les impartían los viernes y sábados, y a las que debían asistir so pena de ser multados y no poder contraer matrimonio. Sólo cuando demostraban conocer de memoria las oraciones se les eximía de acudir a clase.
Durante la misa algunos rezaban. Los niños, atentos al sacristán, lo hacían en voz alta, casi a gritos, tal y como les habían aleccionado sus padres, porque así ellos podían burlar la presencia del beneficiado, con sus idas y venidas, para clamar a escondidas: Allahu Akbar. Muchos lo susurraban con los ojos cerrados, suspirando.
—¡Oh, Clemente! Libérame de mis tachas, mis vicios... —se oía entre las filas de hombres en cuanto don Salvador se alejaba un poco. Lo cierto era que no se apartaba demasiado, como si temiera que le retaran invocando al Dios de los musulmanes en el templo cristiano, durante la misa mayor.
—¡Oh, Soberano! Guíame con tu poder... —clamó un joven morisco varias filas más allá, entre el bullicio del Padrenuestro gritado por los niños.
Don Salvador se volvió arrebatado.
—¡Oh, Dador de paz! Ponme en tu gloria... —aprovechó para implorar otro desde el lado opuesto.
El beneficiado enrojeció de cólera.
—¡Oh, Misericordioso! —insistió un tercero.
Y de repente, finalizada la oración cristiana, volvió a imponerse la áspera voz del sacerdote.
—Su nombre sea loado —se pudo oír aquel día desde una de las últimas filas.
La mayoría de los moriscos permaneció inmóvil, rígida y firme; algunos sostenían la mirada de don Salvador, los más la escondían; ¿quién había osado loar el nombre de Alá? El beneficiado se abrió paso a empujones entre las filas, pero no pudo señalar al sacrílego.
A mitad de la misa, con don Martín sentado y vigilante, el sacristán y el beneficiado, uno con el libro y el otro con un cesto, esperaban para recibir los óbolos de los feligreses: monedas de blanca, pan, huevos, lino... Únicamente los pobres estaban exentos de efectuar donativos; en el caso de los más pudientes, no hacerlo durante tres domingos implicaba recibir la correspondiente multa. Andrés anotaba detalladamente quiénes y qué donaban.
Cuando sonó «la de morir», como llamaban a la campanilla que anunciaba la consagración, los moriscos se arrodillaron de mala gana entre las muestras de piedad de los cristianos viejos. La de morir tintineó en el momento en que el sacerdote, de espaldas a la feligresía, elevaba la hostia; volvió a oírse cuando, también de espaldas, alzó el cáliz. El sacerdote se disponía a decir las palabras sacramentales cuando, de repente, enojado por los murmullos que agitaban la iglesia, se giró hacia los fieles con semblante furioso.
—¡Perros! —gritó. La imprecación salpicó de saliva el sagrado vaso—. ¿Qué son esos murmullos? ¡Callaos, herejes! ¡Arrodillaos como se debe para recibir a Cristo, el único Dios! ¡Tú! —Su índice señaló a un viejo de la tercera fila—. ¡Yérguete! No estás idolatrando a tu falso dios. ¡Mirad! ¡Alzad la vista cuando se os ofrece el Santísimo Sacramento!
Su mirada fulminó a dos moriscos más antes de continuar. Luego, hombres y mujeres acudieron en silencio a comer «la torta». Muchos de ellos tratarían de mantener la pasta de trigo ensalivada en su boca hasta poder escupirla en sus casas; todos los moriscos, sin excepción, harían gárgaras para liberarse de sus restos.
La gente abandonó la iglesia tras ser bendecida con la paz; unos, los cristianos, la recibieron con devoción; otros, la gran mayoría, se burlaron santiguándose al revés, afirmando en silencio la unicidad de Dios y mofándose de la Trinidad, que debían invocar al hacer la señal de la cruz. Los moriscos se apresuraron a volver a sus casas para escupir la torta. Los pocos cristianos del pueblo se arremolinaron a las puertas de la iglesia para charlar, ajenos a los insultos que sus hijos gritaban contra la anciana, que por fin había caído de la escalera y estaba en el suelo, encogida y entumecida, con los labios azulados, respirando con dificultad. En el interior del templo, el cura y sus adjuntos prolongaron el castigo del penitente, y no cesaron de recriminarle sus culpas mientras recogían los objetos de culto y los llevaban del altar a la sacristía.
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