Dean Onimo - Reconquista (Legítima defensa)
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ISBN: 978-84-18090-52-3
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—Seis meses —sentenció el eminente oncólogo.
—Nueve como mucho —añadió.
—Siendo optimistas —matizó.
—Si sigues el tratamiento a rajatabla —concluyó, mirando a su interlocutor directamente a los ojos e intentando adivinar sus pensamientos.
Expresó el inesperado diagnóstico con un tono de voz que discurría por registros de baja intensidad.
Mensaje directo.
Aunque suene fatalista.
Así, sin rodeos ni filtros con los que amortiguar el impacto emocional.
Hay situaciones en las que es preciso medir, edulcorar o incluso disfrazar las palabras.
Otras sin embargo, a menudo las más traumáticas, exigen un lenguaje sincero.
Quitar la tirita de golpe.
El doctor sabía por experiencia que su paciente poseía una capacidad extraordinaria para normalizar situaciones extremas.
Mantenían una estrecha relación de amistad desde los tiempos en los que compartieron pupitre en el internado católico.
Y, en efecto, el ilustre galeno no iba muy desencaminado en su dictamen, porque la primera idea que asaltó a Rodrigo Díaz al escuchar la sentencia condenatoria era que el banco del karma le había retirado el crédito.
Unilateralmente.
Sin preaviso.
Y sin venir a cuento.
—Vaya mierda —pensó para sus adentros.
Entonces, pasados unos instantes, comprendió de golpe la gravedad de la situación a la que se enfrentaba.
Sentado frente a su matasanos de cabecera preferido, según solía referirse al ilustre profesor en medicina oncológica, visiblemente consternado y con el aire perplejo de quien no comprende nada de lo que está sucediendo a su alrededor, respiró hondo al tiempo que paseaba una mirada desvalida por la estancia.
De gustos espartanos, el diáfano despacho de dimensiones más que respetables del anfitrión era el fiel reflejo de su personalidad.
Paredes blancas y suelo enlosado con grandes baldosas cuadradas de mármol de Carrara también blanco.
En una esquina, un perchero giratorio de madera curvada de finales del siglo XIX y estilo Art Nouveau.
Un auténtico Thonet.
Una joya de coleccionista.
Sobre la mesa de cristal que presidía la estancia, un ordenador de diseño, un par de fotos encuadradas en marcos de plata maciza en los que aparecía rodeado de su esposa y sus dos hijos, y poco más, a no ser el jarrón, también de cristal tallado, en el que parecía a punto de fenecer de aburrimiento una solitaria rosa roja.
En el hilo musical sonaba el Adagio for Strings de Samuel Barber.
A pesar de todo, Rodrigo pensó que la manera de notificarle el diagnóstico por parte del famoso catedrático era sin duda claramente mejorable.
—Vaya, vaya, Fernando, tan diplomático como siempre. No sé por qué será que no me extraña —comentó de pasada—. Todo un detalle por tu parte haber elegido como banda sonora para la ocasión un Adagio en lugar de un Réquiem —apostilló, regodeándose en el dramatismo como arma defensiva ante el letal veredicto.
El aludido no captó el sarcasmo del comentario.
Guardó silencio.
Rodrigo, por su parte, apretó los puños y la mandíbula en un acto inconsciente.
No deja de resultar irónico escuchar de labios de tu amigo, uno de los mejores expertos mundiales en la materia, tu inminente condena a muerte.
Tampoco es algo que suele ocurrir todos los días.
Sintió una inesperada punzada en el corazón.
Permaneció en silencio mirando al vacío.
El galeno se preguntó en qué estaría pensando.
La respuesta no tardó en llegar.
—¿Siendo optimistas? —preguntó el paciente, interrumpiendo el paréntesis dubitativo—. ¿En serio? ¿Te parece que existe margen para el optimismo? —insistió, lanzando una mirada de recriminación al tiempo que mostraba la sonrisa petrificada de alguien a quien vienen de desvelar la fecha de caducidad de su paso por este mundo.
Como si se tratara de un vulgar producto perecedero apilado en la estantería de cualquier supermercado de barrio.
Ante la inesperada pregunta, el doctor arqueó las cejas desconcertado.
No supo qué responder.
Como suele ocurrir con los genios, le costaba diferenciar entre ironía refinada y civilizada seriedad.
Aunque intuía que en este caso en concreto cualquier atisbo de humor estaba fuera de lugar.
Algunas personas, ante el mínimo contratiempo, se abalanzan en busca del botiquín más cercano para atiborrarse de antidepresivos o se aíslan del mundo para lamerse las heridas.
Este no era el caso de Rodrigo.
—Bueno, veamos el lado positivo —reflexionó en voz alta el recién sentenciado—. La primera certeza que te ofrecen al nacer es que algún día tendrás que morir. Que te digan cuándo ocurrirá te quita un gran peso de encima —recalcó—. Resulta hasta cierto punto placentero poder disponer del tiempo suficiente para redactar tu propio obituario —prosiguió—, ello te permite destacar tus logros y obviar tus fracasos —remató, al tiempo que se ponía en pie para acercarse a la ventana de cristales tintados que ocupaba uno de los laterales del despacho.
Al otro lado de la cristalera pudo recrearse la vista con un precioso jardín en el centro del cual una fuente expulsaba chorros intermitentes de agua por la boca de un dragón esculpido en mármol.
Un número indeterminado de pájaros de diverso plumaje, piando melódicamente, poblaban los árboles que rodeaban la fuente.
Permaneció absorto durante unos minutos admirando la bucólica imagen que se extendía ante sus ojos.
A Fernando, sin embargo, esos instantes le parecieron una eternidad.
—Hablemos de los pasos a seguir. Ya sabes, medicación, dieta y fecha de ingreso —enumeró el doctor, tratando de romper el incómodo silencio.
Sin embargo, en su fuero interno y conociendo muy bien a su paciente, Rodrigo desde siempre había sido individualista, terco, desobediente e indisciplinado, intuía que por desgracia este último no lograría superar el semestre de vida.
Evitó, no obstante, incidir en las letales consecuencias de la inminente metástasis.
Y aprovechó para sentarse en su butaca favorita.
—Tómate unos días para poner todo en orden y cuando estés preparado podrás volver e instalarte en nuestro mejor aposento —propuso el doctor con una forzada sonrisa, tratando de convencer a su amigo de las bondades de su ofrecimiento.
Algo que por desgracia estaba predestinado al fracaso.
—Ya hablaremos —respondió Rodrigo haciendo un vago gesto con la mano cuyo significado dejaba claro que ya estaba todo dicho—. A propósito —prosiguió, para quitar hierro a una situación no exenta de dramatismo—, tendrás que reconocer conmigo que el primer día de lo que me queda de vida ha comenzado con mal pie —frivolizó, dejando escapar un suspiro resignado.
El galeno guardó silencio.
Y un manto de frustración sobrevoló la sala.
—No pierdas la fe —exhortó el oncólogo, sin cambiar de posición, con los codos apoyados en la mesa de cristal y el mentón reposando sobre sus manos entrelazadas. Titubeó un instante antes de añadir—: Dios no te abandonará en este trance.
—Genial, lo que me faltaba. Ya ha vuelto a darle la vena mística al meapilas —pensó Rodrigo para sí.
Las creencias religiosas de los dos amigos nunca habían discurrido por caminos paralelos, Fernando, continuando con la tradición, era creyente convencido desde su más tierna infancia.
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