Dean Onimo - Reconquista (Legítima defensa)
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Dios siempre figuraba en lugar preferente en la lista de invitados a la mesa familiar, el hecho de que este último jamás se presentara a la hora de la cena no parecía frustrar las esperanzas de los allí reunidos de que el día menos pensado El Todopoderoso apareciese por la puerta de improviso para compartir con ellos buenas viandas regadas con mejores vinos.
Fernando había sido un buen estudiante católico.
Fiel a sus principios, tras un corto y casto noviazgo, tanto él como su futura esposa se presentaron ante el altar a cual más virgen.
Y a partir de entonces se había convertido en un buen padre y mejor marido.
Por supuesto, el llamado «Silencio de Dios» no era algo que le hiciese dudar de su fe.
Incluso en esas situaciones espeluznantes, pavorosas e inexplicables en las que esperas que el Santísimo te envíe algún mensaje tranquilizador, él continuaba aferrado a sus creencias y eso, a pesar del mutismo recibido por toda respuesta a sus plegarias.
Aleluya.
Por su parte, teniendo en cuenta que la religión en el seno de su familia era un asunto secundario, el mayor aliciente o mejor dicho, el único imán de Rodrigo para asistir a misa los domingos, tenía nombre de mujer.
Magdalena, para ser exactos.
Nombre propicio para una futura pecadora.
Dieciséis años como mucho, según un rápido cálculo del joven enamorado tras un detallado inventario del contenido del sujetador de la beldad.
En la iglesia parroquial, Rodrigo, sentado un par de filas por detrás del objeto de su deseo, fijaba los ojos en las curvas voluptuosas de la chica y no desviaba la mirada hasta que esta última desaparecía de su vista escoltada por su madre.
Una mujer de armas tomar, a quien las miradas lascivas del imberbe jovencito no habían pasado desapercibidas.
Y, de un domingo para otro, de Magdalena nunca más se supo.
Los tres domingos siguientes Rodrigo estuvo buscándola desesperadamente durante toda la ceremonia sin resultado positivo.
Y cuando ella ya no volvió a aparecer por el templo, mientras escuchaba la homilía del sacerdote encaramado en el púlpito, el frustrado y encelado galán pasó del desganado interés inicial mostrado hacia el sermón del clérigo, una repetida y tediosa monserga, a la apatía posterior más absoluta.
Esa misma mañana decidió que, a priori, la Iglesia Católica ya no le ofrecía ningún atractivo, acicate, gancho, reclamo o como quieras llamarlo.
Buscando cualquier excusa a la que poder agarrarse, más tarde explicó a quien quiso oírle que había dejado de asistir a misa cuando comprobó que allí dentro el único que podía beber vino era el cura.
A partir de entonces los caminos religiosos de los dos amigos bifurcaron de un día para otro.
Para Fernando, la congregación de fieles formaba parte sin lugar a dudas de su hábitat natural.
En cuanto a Rodrigo, descubrió que si en la década de los años sesenta del siglo pasado, en Londres despertaban los maravillosos Swinging Sixties, a las costas mediterráneas llegaban las fascinantes primeras suecas.
Y quien dice suecas, dice holandesas, noruegas o danesas.
Un abanico de rubias erótico libidinosas, salaces, emancipadas y de costumbres libertinas se desplegó ante su mirada perpleja.
Y lo más increíble, con la primavera, cada quincena llegaban nuevas remesas ávidas de encamarse con los aborígenes.
Un acontecimiento cósmico.
Que Dios bendiga a las agencias de viajes escandinavas, porque gracias a ellas varias generaciones de habitantes de la cuenca del Mare Nostrum fueron conscientes de que existía otra forma de vida mucho más saludable para la salud mental al norte de los Pirineos.
También es justo reconocer que con tanto trajín y cambio permanente de pareja, a veces las valkirias dejaban tras de sí una estela de enfermedades venéreas que tardaban meses en curarse.
Sarna con gusto no pica.
El Erotismo con E mayúscula llamó a su puerta y él, cuando descubrió quién era, solícito, se echó a un lado, dijo con una sonrisa bobalicona en los labios: «adelante» y le facilitó la entrada a su hogar sin pensárselo dos veces.
Entre la soporífera misa matinal de los domingos y los tórridos atardeceres del resto de la semana con las suecas, él optó por lo seguro.
Las suecas.
Ya se sabe que si a cualquier edad la carne es débil, a los quince años la flaqueza alcanza límites insospechados.
Una época de la vida en la que, con las hormonas descontroladas, puedes encontrar estímulo sexual hasta en las páginas del listín telefónico.
En cuanto a lo concerniente a este último punto, los dos amigos también discrepaban a menudo manteniendo posturas antagónicas.
Por ejemplo, ya desde niños cuando fantaseaban sobre cómo sería la chica de sus sueños, Fernando se la imaginaba siempre vestida y Rodrigo siempre desnuda.
Superada la fase de auto descubrimiento, ese amor desinteresado con el que uno suele obsequiarse a sí mismo en la intimidad de la habitación a oscuras o en la soledad del cuarto de baño, para Rodrigo la pérdida de la inocencia fue un puro trámite.
De hecho, un fin de semana en los brazos de una ardiente y descontrolada vikinga marcó el punto de no retorno.
No hubo reproches.
Se despidió de la «señorita inocencia» de manera expeditiva y sus caminos nunca más volvieron a cruzarse.
Fue un hola y adiós.
—¿Qué me dices? —preguntó el galeno, interrumpiendo los pensamientos de su amigo.
—¿Cómo? —articuló el interrogado aterrizando de nuevo en la realidad—. Vamos a ver, Fernando —dijo, retomando su discurso con semblante serio—, después de viajar por los cinco continentes enfrentándome a toda clase de aberraciones y situaciones peligrosas, la experiencia me dice que hoy en día resulta bastante complicado confiar en alguien. De hecho estoy persuadido de que ni siquiera Dios sigue conservando la fe en sí mismo —opinó antes de concluir—, me temo que le han robado la cartera.
—Ya empezamos de nuevo con tus ingeniosidades de tres al cuarto —constató el doctor armándose de paciencia y a quien las salidas de pata de banco de su amigo hacía tiempo que habían dejado de sorprenderle—. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado esta vez? —preguntó incrédulo, lanzándole una mirada de reproche.
—El nuevo inquilino del Vaticano, ¿te suena? —inquirió Rodrigo con una sonrisa burlona en los labios—. ¿Un Papa jesuita y argentino? ¿No te parece algo de lo más sospechoso? —insistió removiendo el cuchillo en la llaga—. Para mí que el diablo ha perpetrado un golpe de Estado en el Paraíso y se ha quedado con las llaves del portón —acabó aseverando, antes de añadir—: ¿Y me pides ahora que tenga fe?
—Otra de tus teorías fantasiosas y como de costumbre, algo que a todas luces no tiene ni pies ni cabeza —exclamó el doctor dando muestras de un ligero desagrado, mientras miraba desconcertado a su interlocutor como si este último acabara de proferir un sacrilegio.
A veces se preguntaba si últimamente su amigo no andaría mal de la cabeza.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre para rebatir mis argumentos? —continuó provocando Rodrigo, a quien este tipo de enfrentamientos religiosos con Fernando le recordaban tiempos mejores.
Sin embargo, este último, creyente convencido y al tanto de la deriva irrefrenable hacia el laicismo de su compañero de estudios, siempre se había mostrado reticente a entablar discusiones estériles que no llevaban a ninguna parte.
—Pues poco más hay que añadir al respecto, tú lo has dicho todo —zanjó Fernando evitando con ello prolongar el debate.
—Exacto, ahí lo tienes —dijo Rodrigo, ahondando en la herida. No estaba dispuesto a soltar presa—. Ahora bien —continuó sin que nadie le animara a hacerlo—, imagina a alguien como tú, sin ir más lejos, que se pasa la vida acudiendo a la iglesia para asistir a la Santa Misa cada domingo —prosiguió—, rezando a diario, siendo buena persona, sin cometer ni un solo pecado a lo largo de toda tu existencia y que, cuando mueres y llamas a las puertas del Cielo convencido de que te aguarda la eterna felicidad, resulta que el que te está esperando en la entrada con una sonrisa diabólica es el mismísimo Satanás: «Hola, Fernando, bienvenido a mis dominios, coge una pala y no pares de echar carbón a la caldera. Por la cuenta que te trae no dejes que se apague el fuego». ¿Cómo te sentirías?
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