Dean Onimo - Reconquista (Legítima defensa)

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Reconquista (Legítima defensa): краткое содержание, описание и аннотация

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Un atentado terrorista en el lugar equivocado.Una inesperada víctima inocente.Una venganza implacable, brutal despiadada."Con el dedo indice accionó el detonador abriendo de par en par las puertas del infierno. Y los muertos, como los huevos, se contaron por decenas"MI PAÍS MI CASA MIS REGLAS LEGÍTIMA DEFENSA

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Demasiadas emociones enfrentadas.

Para su asombro, notó cómo en algún lugar recóndito del cerebro sus congénitas defensas mentales comenzaban a levantar barreras destinadas a evitar que los traumas se instalaran a vivir en su mente.

Quién le iba a decir al salir de casa esta mañana que su vida sufriría un cambio tan drástico.

Camino de la clínica, recordaba haber deambulado unos minutos entre los tenderetes del mercadillo ecológico que tenía lugar una vez a la semana en la plaza en la que se encontraba su hogar.

Había intercambiado saludos con varios vendedores a los que solía comprar frutas, verduras o miel, así como una gran variedad de quesos artesanales.

Todos productos de proximidad.

Recién traídos de las huertas y vaquerías situadas en los alrededores de la ciudad.

Kilómetro cero.

Algunos de los comerciantes, además, llevando al límite su defensa del medioambiente, acudían pedaleando.

Orgullosos, transportaban su carga en vistosos triciclos eléctricos decorados como los famosos tuktuks y trishaws del sudeste asiático.

También de vuelta a casa, como hacía cada semana, tenía previsto adquirir un batido saludable de verduras recién exprimidas y un par de pasteles vegetarianos.

Parecía que había transcurrido una eternidad desde entonces.

Decidió regresar a su domicilio caminando.

A medida que avanzaba fue contando las palmeras zarandeadas por el viento de levante que bordeaban el paseo marítimo.

A continuación, y sin saber la razón exacta, también anotó mentalmente los pasos que separaban una palmera de la siguiente.

Al cabo de un rato, detuvo su caminar y se sentó en uno de los bancos del paseo.

Con la mirada perdida en el horizonte, encendió un cigarrillo mientras trataba de asumir los cambios radicales que se avecinaban en su existencia.

Las risas de un ruidoso grupo de adolescentes al pasar interrumpieron sus reflexiones.

Todos vestían camisetas blancas de la diseñadora británica Katharine Hammett con mensajes escritos en letras enormes en defensa del medioambiente o en contra de la proliferación de residuos plásticos.

Saltaba a la vista que, pese a su juventud, formaban parte de una generación que ya estaba concienciada con la ecología.

Y que provenían de familias adineradas, porque esas vistosas camisetas no resultaban económicas precisamente.

Dos de los chicos, seguramente con la intención de epatar a las jovencitas que les acompañaban, asumiendo más riesgos de los estrictamente necesarios, cabalgaban patinetes tuneados, saltando y caracoleando por encima de cualquier banco, bordillo o barandilla que se cruzase en su camino.

Sin ser conscientes de ello, ponían en peligro con cada acrobacia su integridad física como si fuera algo de lo más normal del mundo.

Inconscientes, con toda la vida por delante, desbordaban alegría de vivir.

Ellas, cosa rara para su edad, reían a mandíbula batiente mostrando sin complejos sus correctores dentales al tiempo que animaban a los chavales a superar sus arriesgadas proezas.

Nuevos tiempos, nuevas actitudes, nuevas maneras de enfocar la existencia.

«Bueno, esto es lo que hay. Supongo que así son las cosas hoy en día. Ni peor, ni mejor que en épocas pasadas, simplemente diferente», pensó para sí Rodrigo en un intento pueril por establecer comparaciones inadecuadas en las que él sin duda tenía todas las de perder.

Entonces, advirtió las miradas furtivas que le lanzaban las jóvenes.

Pensó para sí que no debía de lucir muy buen aspecto teniendo en cuenta que las mocosas le miraban como a alguien recién salido de algún afterhours de mala muerte.

Se limitó a sonreír y se encogió de hombros.

Reanudó la marcha.

Mientras esperaba a que el semáforo pasase a verde, lanzó una ojeada a su alrededor.

Comprobó que había cámaras de vigilancia en las cuatro esquinas de la intersección de las dos avenidas.

Cámaras en las tres sucursales bancarias cercanas.

Más cámaras en la fachada de la farmacia y en los principales establecimientos circundantes.

Cámaras, cámaras y más cámaras.

Alzó la mirada al cielo.

Como si implorara ayuda divina.

Entonces, atónito, acertó a divisar un punto negro que permanecía suspendido en el aire.

—Hay que joderse —se dijo para sí—, ahora también nos espían con drones —prosiguió, al tiempo que arqueaba las cejas—. Estamos rodeados, controlados, vigilados.

Se planteó un urgente cambio de domicilio.

Instalarse en el campo, lejos de las urbes masificadas.

Recluirse en una cabaña al borde de un lago y acabar lo que le quedaba de vida bucólicamente.

De repente, el peculiar sonido que indicaba a los invidentes que el semáforo estaba en verde para los peatones interrumpió sus pensamientos.

Se internó confiado por el paso de cebra.

En el momento en el que atravesaba vio llegar a toda velocidad a dos coches que parecían competir entre ellos.

Tuvieron que frenar haciendo chirriar los neumáticos.

El hedor característico de la goma quemada invadió el ambiente.

Parados uno al lado del otro, al tiempo que hacían rugir sus motores, los conductores kamikazes se lanzaron miradas de desprecio.

Retadoras.

No intercambiaron ni una sola palabra.

Ninguno hizo ademán de apearse, ni siquiera se dignaron a bajar los cristales de las ventanillas de sus respectivos automóviles.

Uno de ellos, con aspecto de psicópata recién escapado de algún manicomio cercano, simplemente le hizo al otro una peineta.

El interpelado, con pinta de majareta loco de atar, respondió con un corte de mangas.

Todo de lo más visual.

Emoticonos de carne y hueso.

Rodrigo continuó su camino.

.

El inconfundible estruendo de la deflagración le cogió por sorpresa en el preciso instante en el que se disponía a doblar la esquina.

Instintivamente se protegió la cabeza con los brazos al tiempo que en un acto reflejo se apoyaba contra la pared del edificio situado a sus espaldas.

Fruto de años de experiencia, de manera espontánea, su cerebro calculó el tipo y la cantidad de explosivo utilizado, la distancia letal que alcanzaría la onda expansiva, así como los daños que sin duda ocasionaría a su paso.

Esperó unos segundos antes de asomar la cabeza.

El espectáculo que pudo observar era dantesco.

Un escenario en ruinas.

Y entonces, el silencio sepulcral que había seguido a la explosión, se rompió de improviso con los aullidos de dolor de los supervivientes.

El caos se apoderó del lugar.

Cuando creía que la pesadilla había tocado fondo, levantó la vista y el corazón le dio un vuelco.

Situó sin ningún género de duda la zona cero del atentado terrorista justo enfrente del edificio en el que habitaba.

Sin pensárselo dos veces, cruzó la plaza a la carrera, sorteando los restos de los tenderetes desperdigados del mercadillo.

Evitó fijar su mirada en los cuerpos mutilados que yacían por doquier.

Tenía otras prioridades.

El pesado portón del inmueble había desaparecido parcialmente.

Divisó algunos trozos al fondo del portal.

Subió las escaleras de dos en dos sin aflojar el ritmo.

Con mano temblorosa logró al tercer intento introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta.

De su apartamento diáfano, lo más parecido a un loft neoyorquino, no quedaba nada que se pudiera aprovechar.

El ventanal que daba a la plaza, arrancado de cuajo y los cristales hechos añicos.

Del mobiliario solo quedaban trozos desvencijados esparcidos por todas partes.

Algunas paredes estaban agrietadas.

Lanzó una ojeada a su alrededor y solamente encontró desolación.

Todos los cuadros que colgaban de las paredes, arrasados.

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