Dean Onimo - Reconquista (Legítima defensa)
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Un semestre bien organizado da para mucho.
Como no esperaba nada positivo de algunos jueces y fiscales, teniendo en cuenta su precedente actitud en situaciones similares y que tampoco confiaba en que las cosas cambiasen en un sistema judicial demasiado politizado y obediente a la voz de su amo, decidió tomarse la justicia por su mano.
Ironías del destino, la historia se volvía a repetir diez siglos más tarde.
Porque, a pesar de no ser conscientes de ello, los autores de la masacre habían declarado la guerra al adversario más peligroso que pueda existir.
Ese que no tiene nada que perder.
Demostrando con ello que no conocían la historia o que en las escuelas coránicas no se la habían explicado como Dios manda.
Por lo que estaban condenados a repetir los mismos errores que condujeron siglos atrás a su expulsión de el Al Ándalus manu militari.
Resulta que Rodrigo, apellidado Díaz de Vivar, era descendiente directo de otro famoso Rodrigo.
Más conocido como el Cid Campeador.
.
Ahmed Cheurfi, carnicero halal de tercera generación, vino al mundo a orillas del mar Mediterráneo en la ciudad argelina de Orán, en el epicentro de un barrio en el que abundaban familias formadas por republicanos españoles que se habían visto obligados a huir para salvar la vida ante la inminente victoria de las tropas nacionales comandadas por el general Franco.
Él realizó el viaje en sentido contrario.
En busca de un futuro mejor, desembarcó en el puerto de Alicante procedente de Alger tras una travesía complicada con olas de más de cuatro metros y vientos huracanados que superaban la fuerza seis.
Esto ocurrió a principios del mes de enero del año dos mil dos, pocos días después de la puesta en circulación del Euro, la nueva moneda europea.
Estuvo buscando durante cierto tiempo un lugar donde instalarse.
Finalmente optó por un local espacioso encajonado entre un colmado regentado por tres hermanos tunecinos y un bazar chino en el que todos los empleados pertenecían a la misma familia.
En el locutorio, territorio colombiano situado en la acera de enfrente, el incesante vaivén de gente de todo pelaje así como los oscuros y continuos trapicheos a plena luz del día no parecían extrañar a nadie.
Se trataba de un tramo de calle de no más de noventa metros de largo en el que estaban representados ciudadanos oriundos de cuatro continentes.
Gente diferente, ajenos a las raíces religiosas y culturales europeas.
Las fachadas pintadas, o más bien embadurnadas con todo tipo de reivindicaciones, así como la ropa tendida en las ventanas, dejaba bien a las claras que en este entorno la moda occidental no llevaba las de ganar.
Un territorio multicultural del que, vaya por Dios, la única cultura ausente era la de los nativos del lugar.
El típico cajón de sastre africano.
Todos los colores oscuros.
Ni uno blanco.
Hacía tiempo que todos los antiguos moradores nacionales, blancos, católicos y practicantes, habían emigrado a otras latitudes menos pintorescas.
—Bienvenido al mundo capitalista —saludó el mayor de los tres hermanos tunecinos, al tiempo que le ofrecía un puñado de dátiles, cuando Ahmed se presentó como el nuevo vecino.
Este último agradeció el detalle con una inclinación de cabeza al tiempo que se llevaba la mano al corazón.
Le preguntaron por su nombre y no necesitó deletrearlo.
Desde uno de los balcones que daban a la calle, un adolescente al que se le caía la baba resbalando por el mentón le dirigió una retahíla de gritos en un idioma desconocido entre risas histéricas.
Posiblemente fuese tonto de nacimiento.
O puede que, siendo bebé, resbalase de las manos de su madre y se golpeara la cabeza contra el suelo.
No se paró para averiguarlo.
Las iniciales miradas recelosas de los vecinos mutaron en tolerantes y no tardaron en volverse claramente acogedoras al comprobar que el nuevo carnicero además de buena persona era poco conflictivo.
Con el paso del tiempo se había creado una buena reputación, por lo que la clientela de la carnicería había aumentado exponencialmente.
Por otra parte, bien es verdad que cada mañana en el trayecto comprendido desde su domicilio hasta la carnicería, observaba a veces las miradas de desdén cuando no de desprecio que le lanzaban algunos de los peatones con los que se cruzaba.
Se mentalizó para ignorar las muestras de rechazo y que ello no le afectara más de lo estrictamente necesario.
Ni más ni menos que lo que le ocurre a cualquier europeo cuando pasea por ciudades del continente africano, donde por cada mirada o sonrisa amistosa recibe más de cien rencorosas, agresivas e insultantes.
Nada nuevo bajo el sol.
Eso no tendría por qué ocurrir en un mundo perfecto.
Pero ocurría por la sencilla razón de que este en el que nos ha tocado vivir no lo era.
También había formado una familia de la que se sentía orgulloso.
Su hija de trece años, estudiante modelo, soñaba con ser doctora y poder especializarse en pediatría.
A su hijo, sin embargo, los estudios le agobiaban.
Entrenaba a diario para llegar a ser, según sus propias palabras, el mejor jugador de fútbol del mundo.
Siendo su ídolo, como no podía ser de otra manera, el otrora jugador y ahora famoso entrenador.
Argelino como su padre, por más señas.
La vida de Ahmed transcurría plácidamente en un país que le había permitido realizarse y en el que podía disfrutar de una calidad de vida como en pocos otros lugares del planeta.
Mantenía el contacto con su lugar de nacimiento conectándose por Internet a varios medios de comunicación argelinos.
Sus diarios de información preferidos eran Echoroukonline y TSA (Tout sur l’Álgerie).
Cumplía con las tradiciones y los preceptos del islamismo si bien nunca adoctrinó a su familia.
Esa posibilidad jamás se le pasó por la mente.
Simplemente no formaba parte de su manera de ser.
También asistía a los rezos en la mezquita con cierta regularidad aunque lejos de compartir el fervor religioso de algunos de sus compatriotas.
Sobre todo desde la aparición de un nuevo imán recién llegado de Arabia Saudita.
Un auténtico fanático de corte yihadista radical.
.
Como todos los residentes del barrio, Ahmed había escuchado los ecos lejanos de la explosión.
Sin embargo, concentrado en preparar un pedido para el restaurante marroquí de la esquina, no prestó demasiada atención.
Instantes después los vecinos colombianos del locutorio informaron, gritando a los cuatro vientos, que se trataba de un atentado terrorista.
Con todo y con eso, Ahmed, sin darse por aludido, continuó absorto con su labor.
Lo primero es lo primero.
El sonido ensordecedor de la sirena se aproximó con rapidez inusitada.
Cuando el coche de policía detuvo su marcha tras aparcar directamente sobre la acera delante de la carnicería, Ahmed levantó la mirada intrigado.
Acto seguido comprobó cómo se abría la puerta del copiloto del coche patrulla y una joven policía penetraba a la carrera en el establecimiento.
—¿Es Usted Ahmed Chourfi? —preguntó sin más preámbulos. Ante la respuesta afirmativa, añadió—: Tiene que acompañarnos al hospital. Su hijo ha sufrido un accidente.
El carnicero depositó el cuchillo ensangrentado que llevaba en la mano sobre el mostrador, recuperó la chaqueta que colgaba de un perchero adherido a la pared y abandonó el establecimiento tras los pasos de la agente uniformada.
Al bajar la persiana metálica que cerraba el establecimiento, notó que le temblaban las manos.
—¿Cómo ha ocurrido? —inquirió con voz entrecortada, una vez instalado en el asiento trasero del vehículo policial.
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