Dean Onimo - Reconquista (Legítima defensa)

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Reconquista (Legítima defensa): краткое содержание, описание и аннотация

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Un atentado terrorista en el lugar equivocado.Una inesperada víctima inocente.Una venganza implacable, brutal despiadada."Con el dedo indice accionó el detonador abriendo de par en par las puertas del infierno. Y los muertos, como los huevos, se contaron por decenas"MI PAÍS MI CASA MIS REGLAS LEGÍTIMA DEFENSA

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Su extensa colección de vinilos, volatilizada.

Los libros que ocupaban varias estanterías que siempre habían permanecido perfectamente colocados por orden alfabético, también habían volado por los aires.

La vajilla antigua ribeteada de oro de veinticuatro quilates adquirida en el curso de uno de sus viajes por tierras asiáticas, en mil pedazos.

Así como el peculiar mueble bodega que mantenía a la temperatura adecuada botellas de vino seleccionadas de las mejores añadas y procedentes de varias denominaciones de origen de prestigio.

Todo ello reposaba diseminado por los suelos, en una mezcla caótica, junto con la ropa contenida en los dos exclusivos armarios comprados a precio de oro en el Rastro de Madrid a un reconocido anticuario.

Como si hubiese pasado un tornado devastador, más propio de otras latitudes, todas sus pertenencias habían desaparecido y lo poco que quedaba de ellas era prácticamente irrecuperable.

Bueno, todo no, recordó que la semana pasada había llevado a enmarcar una copia exacta de 46 x 55 centímetros del cuadro L’origine du monde obra de Gustave Courbert, cuyo original está expuesto en el Museo d’Orsay de París.

Resultaba irónico que El origen del mundo se hubiese salvado de una catástrofe apocalíptica más acorde con el final de los tiempos.

Entonces vio a Mister Miau.

Frente a él, el cuerpo sin vida de su gato reposaba en una esquina de la sala.

Rodrigo se esforzó en mantenerse en pie, todo giraba a su alrededor y le costaba recuperar el aliento.

Le temblaban las piernas.

Hiperventilando, tuvo que apoyarse en la pared para evitar una caída.

Pese a que cerró los ojos con todas sus fuerzas, las imágenes no desaparecieron.

Tras varias tentativas infructuosas decidió abandonar y enfrentarse a ellas de una vez por todas.

Mister Miau era mucho más que su gato.

Era su amigo y confidente.

Formaba parte de su existencia.

Rodrigo, desolado por dentro, no soltó ni una sola lágrima.

Era algo innato en él.

Sufría pero nunca lloraba.

Simplemente contemporizaba con el dolor.

Hasta hoy.

Hasta ahora.

De repente y contra todo pronóstico, las lágrimas brotaron imparables, empañando sus ojos al tiempo que un grito desgarrador emergía de su garganta.

La imagen de Rodrigo Díaz, sentado en el suelo, con las rodillas contra el pecho, el cuerpo inerte de su gato en su regazo y los brazos cruzados en actitud protectora, resultaba particularmente triste y conmovedora.

Rememoró el primer día en que sus vidas se cruzaron.

Cuando una tarde, al volver a casa del trabajo, vio a un gato callejero acurrucado en el rellano de la escalera.

De pelo completamente negro y mirada inteligente.

Parecía muerto de hambre.

Cuando Rodrigo abrió la puerta, en un visto y no visto, el minino ya se había colado en el piso.

Esa misma noche compartieron cena.

Y desde entonces, vivían juntos aunque no revueltos.

Cada cual disponía de su espacio personal e intransferible.

Aunque para ser sinceros, Mister Miau no solía respetar las reglas de convivencia preestablecidas.

Otro partidario incondicional de la teoría según la cual es mejor pedir perdón a posteriori que permiso con antelación.

Era un gato orgulloso, de elegantes andares felinos.

Sus movimientos eran pausados, incluso indolentes, pero ello no impedía que de repente pudiera salir disparado como un resorte para atrapar al vuelo a sus presas favoritas.

Las palomas.

Apestosas ratas con alas, que osaban invadir su territorio y se atrevían a utilizar el balcón como si de un vulgar retrete se tratara.

Después de despedazar a sus trofeos de caza, a menudo empezaba a toser de manera intermitente y al cabo de un rato acababa vomitando, cosa que preocupaba a su dueño sobremanera.

Sin embargo, la veterinaria le había tranquilizado al confirmarle en más de una ocasión que no se trataba de algo grave.

—Todavía le quedan muchos cojines por destripar.

Según ella, ese era el diagnóstico apropiado tras consultar las radiografías y los resultados de los análisis de sangre.

Además de excelente cazador, como buen sibarita, Mister Miau adoraba que le pasasen la mano por el lomo, que deslizasen los dedos por el espinazo, que le rascaran detrás de las orejas y debajo de la barbilla.

No era capaz de disimularlo.

Un ruidoso a la vez que ronco ronroneo delataba su estado de felicidad.

—Chico, jamás serás un buen jugador de póquer, tienes que aprender a camuflar mejor tus alegrías —solía recordarle a menudo Rodrigo.

También es verdad que si alguien tenía la mala idea de intentar tocarle la tripa, en una milésima de segundo el lindo gatito mutaba en feroz pantera de la selva tropical, mostraba los colmillos con un rugido amenazador al tiempo que sacaba a pasear sus garras afiladas.

Y ahora, algún desalmado había acabado con su vida.

Rodrigo, sobreponiéndose al dolor que le embargaba, decidió llevar sus restos al cementerio para darle sepultura en el diminuto jardín de rocalla que se encontraba adosado al panteón familiar.

Al fin y al cabo, para él, su gato formaba parte de la familia.

Incluso más, si cabe, que alguno de sus parientes lejanos.

De los cercanos, ya no quedaba nadie.

Abandonó el apartamento con lo puesto.

Llevaba el cuerpo aún caliente de Mr. Miau bien sujeto bajo el brazo enrollado en un retal de cortina que milagrosamente se había salvado de la quema.

Al salir del portal camino del camposanto, se detuvo un instante y lanzó una ojeada a la plaza.

Había gente depositando ramos de flores y velas encendidas en medio de un silencio respetuoso interrumpido por algún que otro lamento esporádico.

Rodrigo tuvo por cierto que antes del anochecer no tardarían en presentarse grupos de rumanas o búlgaras, nunca lograba distinguirlas, para arramblar con todo y vender las flores a los clientes de las terrazas de bares y restaurantes.

Las velas servirían para iluminar las chozas de los poblados chabolistas en los que malviven hacinados miles de sin papeles con el visto bueno de las autoridades encargadas de controlar la inmigración ilegal que, bien sea de motu propio o por indicación de sus superiores, optaban por mirar hacia otro lado.

Para unos, pillaje y profanación.

Para otros, reciclaje y beneficio.

También observó abochornado la presencia de los primeros «despreciables turistas carroñeros», la mayoría enfermos patológicos adictos a un turismo tétrico, que acudían prestos a satisfacer su curiosidad morbosa y a grabar con sus móviles las imágenes más truculentas para el recuerdo.

Y lo qué es aún peor, para compartirlas en las redes sociales como si fuesen trofeos de caza.

Rodrigo Díaz, contrariado, molesto y entristecido abandonó el lugar con la cabeza gacha.

Las escenas impactantes de la masacre abrieron la parrilla de los telediarios y acapararon la totalidad de las portadas de la prensa escrita.

Horas más tarde, haciéndose eco de rumores procedentes del Ministerio del Interior, los medios de comunicación informaron de que el terrorista suicida responsable de la masacre era un conflictivo joven argelino de veintitrés años bien conocido por sus desmanes en el barrio y que solía frecuentar la mezquita situada a escasa distancia del lugar del atentado.

Rodrigo, tomando buena nota de ello, se limitó a levantar acta.

De golpe, con la muerte de Mister Miau, su existencia, que hasta esta mañana había sido perfecta, acabó desmoronándose por completo.

El odio visceral que experimentaba le corroía las entrañas.

Alguien tendría que pagar por ello.

La venganza le pareció la mejor opción para dar una razón de ser a sus últimos meses de vida.

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