Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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—Su nombre será Muqla, en honor del gran calígrafo —anunció el mismo día del bautizo ante Rafaela y Miguel, después de limpiar con agua caliente los óleos ungidos sobre el niño—. En esta casa deberéis llamarle así.
Rafaela bajó la vista y asintió con un murmullo imperceptible.
—¿No será peligroso? —se alarmó Miguel.
—Lo único peligroso es vivir de espaldas a Dios.
A partir de ese día decidió que había llegado el momento de explicar a sus hijos algo más que leyendas musulmanas, así que despidió al preceptor y asumió la tarea de la educación de Juan y Rosa, a quienes rebautizó como Amin y Laila. El Corán, la Suna, la poesía y la lengua árabe, la caligrafía, la historia de su pueblo y las matemáticas se convirtieron de repente en las asignaturas que impartió a sus hijos, siempre con Muqla a su lado, en la cuna, al que dormía canturreándole las suras. Amin, con ocho años, ya tenía ciertos conocimientos, pero la niña, que sólo tenía seis, se resintió del cambio.
—¿No crees que deberías esperar a que Rosa creciera algo más, darle tiempo? —trató de aconsejarle Rafaela.
—Se llama Laila —la corrigió Hernando—. Rafaela, en estas tierras, las mujeres son las llamadas a enseñar y divulgar la verdadera fe. Debe aprender. Es mucho lo que deben conocer. ¿Cuándo si no van a hacerlo? Es ésta la edad en la que deben aprender nuestras leyes. Creo..., creo que he cometido demasiados errores.
Rafaela no se dio por satisfecha con la contestación.
—Es una situación muy complicada —afirmó—. Pones en peligro a nuestra familia. Si alguien llegara a enterarse... No quiero ni pensarlo.
Hernando dejó transcurrir unos instantes, mirando fijamente a su esposa.
—Lo sabías, ¿verdad? —dijo al cabo—. Miguel te lo dijo antes de que contrajésemos matrimonio. Él te confesó que yo practicaba la fe verdadera —Rafaela asintió—. Y en consecuencia, cuando te casaste conmigo, aceptaste que nuestros hijos se educarían en las dos culturas, en las dos religiones. No pretendo que compartas mi fe, pero mis hijos...
—También son míos —replicó ella.
Rafaela no insistió, ni tampoco intervino de nuevo en la educación de los niños. Sin embargo, por las noches rezaba con ellos, como siempre había hecho, y Hernando lo consentía. Diariamente, al finalizar las clases, se lavaba y purificaba, y acudía a la mezquita para rezar frente al mihrab , a veces quieto, parado delante de allí donde debían estar aquellos grafismos sagrados cincelados en mármol, otras escondido, algo alejado, si consideraba que su permanencia podía originar sospechas. «¡Aquí estoy, Fátima! —susurraba para sí—, suceda lo que suceda.» La mezquita se lo recordaba una y otra vez: los cristianos ya se habían apropiado de ella definitivamente. La capilla mayor, el crucero y el coro acababan de ser terminados, y el cimborrio ya se elevaba por encima de los contrafuertes para mostrar al mundo entero la magnificencia del tan deseado templo. Hasta el antiguo huerto en el que se retraían los delincuentes acogidos a asilo, había sido renovado. Los sambenitos de los penados por la Inquisición seguían colgando macabramente de las paredes de las galerías, pero el huerto aparecía ahora ajardinado, con calles empedradas y fuentes entre naranjos; el Patio de los Naranjos lo llamaban ahora las gentes.
Religiosos, nobles y humildes se enorgullecían de su nueva catedral y cada expresión de asombro, cada vanidoso comentario que Hernando podía oír por parte de los fieles ante la magna obra, le reconcomía e irritaba. Aquella catedral hereje que había venido a profanar el mayor templo musulmán de Occidente no era sino un ejemplo de lo que concedía en toda la península: los cristianos les aplastaban y Hernando tenía que luchar, aun a riesgo de su vida y la de sus hijos.
A veces se quedaba absorto a las puertas del sagrario de la catedral y contemplaba la Santa Cena de Arbasia. Entonces recordaba los días allí transcurridos mientras era la biblioteca, con don Julián, engañando a los sacerdotes y trabajando para sus hermanos en la fe. ¿Qué habría sido del pintor italiano? Miraba a la que él imaginaba mujer y que acompañaba a Jesucristo. Él también había elegido una mujer, la Virgen, en la trama de los plomos del Sacromonte. Una trama que parecía estancada, sin dar los frutos deseados, tal y como le informaban desde Granada.
Y cuando no se hallaba rezando o instruyendo a sus hijos, montaba a caballo. Miguel hacía un trabajo excelente y los potros que nacían en el cortijillo eran cada vez más cotizados entre los ricos y la nobleza de toda Andalucía. Incluso llegaron a vender algunos ejemplares a cortesanos de Madrid. Periódicamente, el tullido mandaba a Córdoba un par de potros ya domados por el personal que contrataba. Elegía los mejores, aquellos que consideraba merecedores del aprendizaje que les podía proporcionar su señor. Durante un tiempo, Hernando montaba en ellos y salía al campo, donde perfeccionaba la técnica de los animales. También enseñaba a montar a Amin, que lo acompañaba a lomos de un Estudiante ya viejo y dócil que parecía entender que no debía mover un solo músculo de más con el niño encima de él. Y en presencia de un entusiasmado Amin que gritaba y aplaudía al ver a su padre sorteando las astas de los morlacos, volvió a correr los toros en las dehesas; atrás quedaba la triste experiencia con Azirat. Luego, en el momento en que consideraba que los potros estaban convenientemente domados, los devolvía a Miguel para que éste los pusiera a la venta. Hernando presenció con orgullo cómo algunos de ellos se enfrentaban a los toros en la Corredera con motivo de alguna fiesta, con mayor o menor fortuna según el arte de los señores cordobeses que los montaban, pero siempre mostrando nobleza y buenas maneras.
Por las noches se encerraba en la biblioteca y tras disfrutar caligrafiando en colores y con letras surgidas de su unión con Dios alguna nueva sura en su Corán, copiaba nuevos ejemplares con letra rápida, interlineando su traducción aljamiada, igual que había hecho junto a don Julián en la biblioteca. Había vuelto a ello. Remitía los libros a Munir, gratuitamente, quien pese a la fría despedida de Jarafuel y su negativa a mandar la carta a Fátima, los aceptaba en bien de la comunidad, como así le hizo saber Miguel a través del arriero que llevó al alfaquí las primeras copias. ¡Luchaba! Continuaba luchando, susurraba Hernando a Fátima a centenares de leguas de distancia; estaba en paz con Dios, consigo mismo y con cuantos lo rodeaban. Y la imaginaba bella y altiva, como siempre lo había sido, enardeciendo su religiosidad y animándole a proseguir.
66
Al virrey de Cataluña se podrá escribir que en lo que toca a los moriscos que pasaren a Francia, ordene que se reconozcan, y si entre ellos fuesen algunos que sean ricos y acreditados entre ellos, se les detenga y ponga a buen recaudo para procurar sacar de ellos sus intentos, y que con la gente común disimulen y los dexen pasar, porque cuantos menos quedaren mejor.
Dictamen del Consejo de Estado,
24 de junio de 1608
Miguel ya pasaba de los treinta años, pero su aspecto y su condición de tullido parecían cargarle con más edad. Le faltaban los dientes y las piernas parecían haberse negado a seguir el crecimiento de su cuerpo cintura arriba. A lo largo de su vida, los huesos que le habían machacado de recién nacido fueron articulándose por el lugar en el que se los quebraron, pero carecía de musculatura capaz de moverlos, lo que le presentaba como un grotesco títere, más y más a medida que pasaba el tiempo. Sin embargo, continuaba con sus cuentos e historias, haciendo reír a los niños o encandilando a Rafaela en los únicos momentos de asueto que la mujer se permitía, como si Dios, el que fuere, hubiera trocado su capacidad de andar o correr por una fuente inagotable de imaginación y fantasía.
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