Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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—Un pleito de hidalguía —contestó don Pedro.

No pudo reprimir el replicarle con una cínica carcajada.

—¿Hidalgo yo? ¿Un morisco de Juviles? ¿El hijo de una condenada por la Inquisición?

—Tenemos muchos amigos, Hernando —insistió el noble—. Hoy en día se puede comprar todo, hasta la hidalguía. Se falsifican declaraciones de pueblos enteros. Tú tienes unos excelentes antecedentes en la Iglesia de Granada. Has colaborado con ella. ¡Salvaste a cristianos en la guerra de las Alpujarras! Eso es público y notorio.

—¿No eres hijo de un sacerdote? —intervino Castillo, a sabiendas de que era un tema delicado—. La hidalguía se transmite por línea paterna, nunca materna.

Hernando resopló y negó con la cabeza. ¡Sólo faltaba que aquel perro sacerdote que había violado a su madre, fuera ahora la causa de su salvación y la de su familia!

—Hay muchas limpiezas de sangre que son falsas —trató de convencerle Luna—. Todo el mundo sabe que el abuelo de Teresa de Jesús, la fundadora de las carmelitas descalzas, era judío. ¡Y pretenden beatificarla! Como ella los hay a cientos, a miles. Cristianos de toda condición pretenden que se les conceda la hidalguía para evitar el pago de impuestos y ahora, muchos moriscos han acudido a esos pleitos para evitar la expulsión; mientras se tramitan los procedimientos, no les molestarán, y el proceso puede demorarse durante años.

—¿Y si al final los pierden? —inquirió Hernando.

—Los tiempos habrán cambiado —contestó Castillo.

—Confía en nosotros —insistió don Pedro—. Nos ocuparemos de todo.

Antes de partir de Granada, Hernando otorgó poderes a un procurador para litigar en la Sala de Hidalgos.

Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron. Los moriscos, desesperados ante los rumores de expulsión, acudieron en solicitud de ayuda al rey de Marruecos, Muley Zaidan. Una embajada de cincuenta hombres se desplazó hasta Berbería y le propuso invadir España con la ayuda de los holandeses, ya comprometidos a aportar los suficientes barcos como para tender un puente sobre el estrecho. La oferta era similar a todas las que proponían: Muley Zaidan sólo tenía que apoderarse de una ciudad costera con puerto, aportar veinte mil soldados y ellos levantarían a otros doscientos mil para hacerse con unos reinos debilitados.

El marroquí, pese a ser acérrimo enemigo de España, se rió de la propuesta morisca y despidió a la embajada. Quien no rió fue Felipe III, harto ya de conjuras y preocupado por el hecho de que alguna de ellas llegara a materializarse y sus dominios fueran efectivamente invadidos por una potencia extranjera con la ayuda de los moriscos. En abril de 1609, el propio rey remitió un memorial al Consejo en el que emplazaba a sus miembros a adoptar medidas definitivas contra esa comunidad, «sin reparar en el rigor de degollarlos», escribió el monarca.

Cinco meses después se publicaba en la ciudad de Valencia el bando de expulsión de los moriscos de aquel reino. Por fin se impusieron las tesis intransigentes del patriarca Ribera y otros exaltados; la única oposición a la expulsión que podía preverse, la de los nobles que temían el empobrecimiento de sus tierras a falta de mano de obra tan barata y cualificada como la de los moriscos, fue acallada bajo promesa de entrega de la propiedad de las tierras y de todos los bienes que los moriscos no pudieran llevar consigo. Lo único que se les autorizó a extraer de España eran los bienes que fueran capaces de transportar a sus espaldas hasta los puertos de embarque que se les señalaron, en los que deberían presentarse en el plazo de tres días; todo lo demás debían dejarlo en beneficio de sus señores, bajo pena de muerte para aquel que destruyese o escondiese cualquier propiedad.

Cincuenta galeras reales con cuatro mil soldados; la caballería castellana, la milicia del reino de Valencia y la armada del Océano fueron las encargadas de controlar y ejecutar la expulsión de los moriscos valencianos.

No por esperada, la orden real dejó de suponer un golpe tremendo para Hernando y para todos los moriscos de los diferentes reinos de España. Valencia sólo era el primero de ellos; después vendrían los demás reinos. Todos los cristianos nuevos debían ser expulsados y sus bienes requisados en favor de los señores, como en Valencia, o en favor de la Corona.

Hernando aún no había llegado a asimilar la orden de expulsión, cuando comprobó que frente a su casa se hallaban apostados dos soldados. La primera vez no le dio importancia: «Una coincidencia», pensó, pero tras encontrarse con ellos día tras día, llegó a la conclusión de que vigilaban sus movimientos.

—Son órdenes del jurado don Gil Ulloa —le contestó socarronamente uno de los soldados cuando se decidió a preguntarles.

«¡Gil Ulloa!», masculló al dar la espalda a un par de sonrientes soldados. El hermano de Rafaela que había heredado la juraduría de su padre. Mal enemigo, se lamentó.

Los cristianos de Córdoba celebraron la medida real y el cabildo municipal, ante el peligro de algaradas, amenazó a las exultantes gentes con penas de cien azotes y cuatro años de galeras a quien maltratara a los cristianos nuevos. Al mismo tiempo, en lugar de cien azotes y cuatro años de galeras, amenazó a los moriscos de la ciudad con doscientos azotes y seis años de galeras si se reunían más de tres de ellos a la vez.

Sin embargo, la decisión que más afectó a los intereses de Hernando y que fue adoptada de inmediato, consistió en prohibir a los moriscos la venta de sus casas y tierras.

—Tampoco se venden los caballos —le comunicó un día Miguel—. Tenía acordada un par de ventas, pero los compradores se han echado atrás.

—Esperan que tengamos que malvenderlos.

El tullido asintió en silencio.

—Los arrendatarios se niegan a pagar las rentas —añadió haciendo un esfuerzo.

Miguel sabía que aquellos dineros eran imprescindibles para la familia. El mismo, el año anterior, había logrado convencer a Hernando de que efectuase mejoras en el cortijillo. Necesitaban cuadras nuevas, un picadero, un pajar; todo se caía de viejo. Y Hernando atendió su consejo e invirtió gran parte de sus ahorros en la ganadería. Lo que no sabía Miguel era que el resto del dinero del que disponía el morisco lo había tenido que destinar al pleito de hidalguía, a los honorarios del procurador y del abogado granadino y al pago de los muchos informes necesarios para plantear la cuestión ante la Sala de Hidalgos.

—Las pagarán —afirmó—. A mí no me van a expulsar. He iniciado un pleito de hidalguía —explicó ante la expresión de sorpresa de Miguel—. Díselo a los arrendatarios. Lo único que conseguirán será perder las tierras si no pagan. Díselo también a los compradores de los caballos. —Había hablado con firmeza, pero de repente el cansancio se apodero de su rostro y de su voz—. Necesito dinero, Miguel —musitó.

Mientras, las noticias acerca del proceso de expulsión de los valencianos iban llegando a Córdoba. Las aljamas valencianas se convirtieron en zocos a los que acudieron especuladores de todos los reinos para comprar a bajo precio los bienes de los moriscos. El odio entre las comunidades, hasta entonces latente y reprimido por los señores que defendían a sus trabajadores y que ahora, salvo raras excepciones, se despreocuparon de ellos, estalló con violencia. De nada sirvieron las amenazas del rey contra quienes atacasen o robasen a los moriscos; los caminos por los que transitaban en dirección a los puertos de embarque se sembraron de cadáveres. Largas filas de hombres y mujeres, niños y ancianos —enfermos algunos, todos cargados con sus enseres cual una inmensa comitiva de buhoneros derrotados— se encaminaron al exilio. Los cristianos les cobraron por sentarse a la sombra de los árboles o por beber el agua de unos ríos que habían sido suyos durante siglos. El hambre hizo mella en muchos de ellos y algunos vendieron a sus hijos para conseguir algo de alimento con el que mantener al resto de la familia. ¡Más de cien mil moriscos valencianos, fuertemente vigilados, empezaron a concentrarse en los puertos del Grao, Denia, Vinaroz o Moncófar!

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