Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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Fue Miguel quien, siempre al tanto de lo que sucedía entre las gentes adineradas, aquellas que podían comprar los magníficos caballos que criaban en el cortijillo, comentó a Hernando el éxodo de moriscos ricos hacia Francia; lo hizo como si le advirtiera de las decisiones que tomaban sus iguales.
En enero de ese año, el Consejo de Estado, encabezado por el duque de Lerma, acordó por unanimidad proponer al rey la expulsión de España de todos los cristianos nuevos. La noticia corrió de boca en boca, y los moriscos acaudalados empezaron a vender sus propiedades e intentar adelantarse a la drástica medida. El embarque a Berbería estaba prohibido, por lo que todos ellos fijaron sus miras en el reino vecino. Francia era cristiana y estaba permitido cruzar esa frontera.
Aquella mañana, Hernando lo observó antes de desechar tal posibilidad.
—Mi sitio está aquí, Miguel —le contestó Hernando, percibiendo en el tullido un suspiro de tranquilidad—. No es la primera vez que se habla de expulsión —añadió—. Ya veremos si se ejecuta la orden. Por lo menos no proponen castrarnos, degollarnos, esclavizarnos o lanzarnos al mar. Los nobles perderían mucho dinero si nos expulsaran. ¿Quiénes cultivarían sus tierras? Los cristianos no saben hacerlo, ni están dispuestos a ello.
Durante el año de 1608, el rey Felipe no adoptó la propuesta que le recomendaba su Consejo. Salvo el patriarca Ribera y algunos otros exaltados que continuaban abogando por la muerte o la esclavitud de los moriscos, la mayor parte del clero se rasgaba las vestiduras al imaginar a miles de almas cristianas acudiendo a tierras de moros donde debían renegar de la verdadera religión. Ciertamente, los intentos de evangelización fracasaban una y otra vez. Sin embargo, ¿acaso no era cierto —como defendió el comendador de León— que se mandaban religiosos y santos a la China para llevar el mensaje de Cristo a aquellos lejanos e ignotos pueblos? Y si así se hacía, ¿por qué cejar en el empeño de convertir a los de los propios reinos?
Pero si estaba prohibido huir a tierras musulmanas, también lo estaba el extraer oro o plata de España, aunque fuera a otro reino cristiano, y el mismo Consejo de Estado acordó detener a los moriscos ricos en la frontera. El flujo de adinerados hacia Francia cesó. Las aljamas de todos los reinos vivían a la expectativa, con gran inquietud: los humildes, la gran mayoría, apegados a sus tierras; aquellos con más posibles, estudiando cómo burlar la orden real en el caso de que se produjera.
Hernando no era ajeno a la inquietud de sus hermanos en la fe. Tras el nacimiento de Muqla, Rafaela dio a luz a otro precioso varón, Musa, y luego a una niña, Salma, cuyos nombres cristianos serían Luis y Ana, ninguno de ellos de ojos azules. Tenía una gran familia y el hecho de que los moriscos ricos, aquellos que podían tener acceso a los entresijos de la corte, huyesen de España, le hacía pensar que había motivos para preocuparse. Por todo ello se dispuso a viajar a Granada para averiguar qué sucedía con los plomos.
Recuperó la cédula que le había librado el arzobispado de Granada y que guardaba celosamente. Ya nadie se interesaba por los mártires de las Alpujarras: bastantes santos y mártires de la antigüedad, discípulos del apóstol Santiago, se habían hallado en el Sacromonte como para preocuparse por unos cuantos campesinos torturados por los moriscos tan sólo cuarenta años antes. Sin embargo, ningún alguacil, alcaide o cuadrillero de la Santa Hermandad habría osado poner en duda el documento que Hernando exhibía con decisión cuando alguien se lo pedía. Junto a la cédula, escondida en una pared falsa, se hallaba el ejemplar del Corán, ya finalizado; la copia del evangelio de Bernabé de la época del caudillo Almanzor y la mano de Fátima. Como en todas las ocasiones en que abría aquel escondrijo, cogió la joya y la besó pensando en Fátima. El oro se veía ennegrecido.
En Granada no le esperaban buenas noticias. Si los cristianos cordobeses se habían apropiado definitivamente de su mezquita, los granadinos habían hecho otro tanto con el Sacromonte. Como era usual, Hernando se reunió con don Pedro, Miguel de Luna y Alonso del Castillo en la Cuadra Dorada de la casa de los Tiros.
—No tiene ningún sentido que hagamos llegar el evangelio de Bernabé al sultán... —afirmó don Pedro—. Necesitamos que la Iglesia reconozca la autenticidad de los libros; sobre todo del plomo que se refiere al Libro Mudo, el que anuncia que algún día llegará un gran rey con otro texto, éste legible, que dará a conocer la revelación de la Virgen María que se recogía en aquel libro indescifrable.
—Pero las reliquias... —le interrumpió Hernando.
—Eso hemos ganado —intervino un Alonso del Castillo envejecido—; las reliquias las han dado por auténticas y las veneran como tales. El arzobispo Castro ha decidido levantar una gran colegiata en el Sacromonte. Ya se lo ha encargado a Ambrosio de Vico.
—Una colegiata —se quejó Hernando en un susurro—. No debería haber sido así. ¡La doctrina de los libros es musulmana! —llegó casi a gritar—. ¿Cómo van a levantar los cristianos una colegiata allí donde se han encontrado unos plomos que ensalzan al único Dios?
—El arzobispo —intervino en esta ocasión Luna— no permite que nadie vea esos plomos. A pesar de no saber árabe, dirige personalmente su traducción y, si algo no le gusta, él mismo lo cambia o prescinde del traductor. Yo mismo lo he vivido. Tanto la Santa Sede como el rey le reclaman que envíe los libros, pero él se niega. Los conserva en su poder como si fueran suyos.
—En ese caso —alegó Hernando—, nunca se revelará la verdad.
Su voz era la de un derrotado. Los reflejos dorados de las pinturas del techo bailaron en el silencio que se hizo entre los cuatro hombres.
—No llegaremos a tiempo —insistió, apesadumbrado—. Nos expulsarán o nos aniquilarán antes.
Nadie respondió. Hernando percibió incomodidad en sus interlocutores, que se removieron en sus asientos y evitaron su mirada. Entonces lo entendió: habían fracasado, pero a ellos no iban a expulsarlos. Eran nobles o trabajaban para el rey.
Estaba solo en su lucha.
—Podemos conseguir que tú y tu familia os salvéis de la expulsión o de las medidas que se adopten contra los nuestros, si es que estas llegan a tomarse algún día —le dijo don Pedro ante un Hernando que dio por terminada la conversación e hizo ademán de levantarse para abandonar la Cuadra Dorada.
Escrutó al noble. Se hallaba apoyado en los brazos de la silla, a medio incorporarse.
—¿Y nuestros hermanos? —inquirió sin evitar mostrar cierto resentimiento—. ¿Y los humildes? —añadió, recordando la predicción realizada por Shamir.
—Hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano —terció Miguel de Luna con sosiego—. ¿O no lo consideras así? Hemos arriesgado nuestras vidas, tú el primero.
Hernando se dejó caer en la silla. Era cierto. Había arriesgado su vida en aquel proyecto.
—De momento —prosiguió el traductor—, Dios no nos ha premiado con el éxito. Él, en su infinita sabiduría, sabrá por qué. Quizá algún día...
—Si llega la expulsión —aprovechó entonces don Pedro—, o cualquier otra medida drástica, debemos vivir y permanecer en España. Nuestra semilla debe estar siempre aquí, en estas tierras que son nuestras. Una simiente siempre en disposición de crecer, multiplicarse y recuperar al-Andalus para el islam.
Lo pensó durante unos instantes. Toda una vida de entrega y sufrimiento pasó por delante de él. ¿A qué tantas desgracias? Tenía cincuenta y cuatro años y se sintió viejo, tremendamente viejo. Sin embargo, sus hijos...
—¿Cómo me libraríais de la expulsión? —preguntó débilmente.
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