Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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Los niños le esperaban como si su sola presencia pudiera llegar a arreglar todos aquellos problemas vividos durante el largo y tedioso día de infructuoso mercado. Y Hernando se obligaba a sonreír y a permitir que saltaran a sus brazos, tratando de convertir los impulsos de estallar en llanto en palabras de ánimo y de cariño, escuchando sus apremiantes conversaciones, inocentes y atropelladas. Los mayores debían saberlo, pensaba entre el griterío; los mayores no podían ser ajenos a la tensión y nerviosismo que vivía la ciudad entera, pero eran incapaces de imaginar las consecuencias de aquella expulsión para una familia como la suya. Luego esperaban los desechos que traería Miguel para cenar y, con los niños ya dormidos y el tullido discreta y voluntariamente retirado, Hernando y Rafaela se hablaban en silencio, sin que ninguno de los dos se atreviese a plantear la situación con crudeza.

—Mañana lo conseguiré —afirmaba Hernando.

—Seguro que lo harás —le contestaba Rafaela buscando el contacto de su mano.

Amanecía y volvían a sacar a la calle los muebles y los libros. Los niños, arremolinados en derredor de su madre, les contemplaban marchar: Miguel a mendigar, Hernando al palacio del obispo.

—¡Por los clavos de Jesucristo, ayudadme!

Hernando saltó del grupo de moriscos y se hincó de rodillas en el patio al paso del deán catedralicio. El prebendado se detuvo y le miró. Las ropas de Hernando delataban de quién se trataba; sus problemas con el cabildo municipal le precedían.

—Tú eres el que excusó las matanzas de los mártires de las Alpujarras e hijo de una hereje, ¿no? —le espetó el deán.

Hernando trató de acercarse al hombre, arrastrándose sobre las rodillas, con los brazos extendidos. El preboste reculó. Los porteros corrieron hacia él.

—Yo... —llegó a balbucear antes de que los porteros le agarraran de las axilas y lo devolviesen al grupo.

—¿Por qué no buscas ayuda en tu falso profeta? —escuchó que gritaba a sus espaldas el deán—. ¿Por qué no lo hacéis todos? —chilló hacia los demás moriscos—. ¡Herejes!

67

El domingo 17 de enero de 1610, festividad de San Antón, se publicó y pregonó en la ciudad de Córdoba el bando de expulsión de los moriscos de Murcia, Granada, Jaén, Andalucía y la villa de Hornachos. El rey prohibió que los cristianos nuevos extrajesen de sus reinos cualquier tipo de moneda, oro, plata, joyas o letras de cambio, excluyendo los dineros necesarios para su manutención durante el viaje al puerto de Sevilla —en el caso de los cordobeses—, y el precio del pasaje del barco, que deberían costearse ellos mismos, atendiendo los más ricos al costo de los humildes. Después de malbaratar sus enseres y herramientas de trabajo, los moriscos se lanzaron a la compra, en esta ocasión a precios superiores a los de mercado, de mercancías ligeras que pudieran transportar: paños, sedas o especias.

Reunidos en el comedor, alrededor de mendrugos de pan ácimo a los que Rafaela trataba de rascar el verdín del moho, Hernando se dispuso a explicar a sus hijos qué era lo que sucedería con su familia a partir del pregón que todos habían escuchado.

—Hijos...

La voz se le quebró. Los miró uno a uno: Amin, Laila, Muqla, Musa y Salma. Intentó hablar, pero le venció la tensión acumulada durante meses, se llevó las manos al rostro y estalló en llanto. Durante un rato nadie se movió, los niños asustados con los ojos clavados en su padre. Laila y la pequeña Salma empezaron a llorar también. Entonces Miguel se levantó con torpeza e hizo ademán de llevarse a los dos más pequeños.

—No —se opuso Rafaela. Su semblante denotaba una inmensa fatiga, pero su voz conservaba la calma—. Sentaos todos. Debéis saber —continuó una vez que Miguel volvió a dejarse caer en la silla— que dentro de poco vuestro padre, Amin y Laila partirán de Córdoba. Los demás os quedaréis aquí, conmigo.

Rafaela sacó fuerzas de su interior para esbozar un amago de sonrisa. Salma, incapaz de entender lo que sucedía, sonrió también.

—¿Cuándo volverán? —preguntó el pequeño Musa.

Hernando alzó por fin el rostro y cruzó la mirada con Rafaela.

—Pues será un viaje muy largo —contestó ésta—. Irán a un lugar muy, muy lejano...

—Madre. —La voz del mayor rompió el silencio que siguió a las palabras de Rafaela. Él sí había escuchado atentamente el pregón y entendía su significado; sabía que los expulsaban de España, que no se trataba de un viaje del que pudieran regresar, «so pena», había gritado el pregonero, «que si no lo hicieren y cumplieren así, y fueren hallados en los dichos mis reinos y señoríos, de cualquier manera que sea, pasado el dicho término, incurran en pena de muerte y confiscación de todos sus bienes, en las cuales penas les doy por condenados por el simple hecho, sin otro proceso, sentencia, ni declaración». ¡Los matarían si volvían! Lo había entendido perfectamente: cualquier cristiano podía matarlos si volvían, sin juicio, sin tener que dar explicación alguna—. ¿Por qué no podéis venir con nosotros, vos, el tío Miguel y los demás?

—¡Eso! Nos vamos todos —apuntó Musa.

Rafaela suspiró. La inocencia de su hijo pequeño la enternecía. ¿Cómo iba a explicarles esto? Buscó ayuda en su marido, pero Hernando seguía en silencio, con la mirada perdida, como si no estuviera allí.

—Dios así lo ha dispuesto —contestó a Amin.

—¡Ha sido el rey! —la contradijo Laila.

—No. —Todos se volvieron hacia Hernando—. Ha sido Dios, como bien dice vuestra madre.

Rafaela lo miró, agradecida.

—Hijos —continuó él, recuperando la entereza—, Dios ha dispuesto que debemos separarnos. Vosotros, los pequeños, os quedaréis aquí, en Córdoba, con vuestra madre y el tío Miguel. Los mayores vendréis conmigo a Berbería. Recemos todos —Hernando fijó entonces su mirada en Rafaela—, hagámoslo al Dios de Abraham, al Dios que nos une, para que algún día, en su bondad y misericordia, nos permita reencontrarnos. Rezad también a la Virgen María; encomendaos siempre a ella en vuestras oraciones.

Al terminar de hablar se encontró con los ojos azules de Muqla clavados en él. Sólo tenía cinco años, pero parecía comprender.

Al anochecer, Hernando se sentó junto a Rafaela en el centro del patio, junto a la fuente, bajo un frío cielo estrellado, y llamó a los dos mayores para explicarles el porqué de la separación:

—Los cristianos no permiten que tu madre, cristiana vieja, o que tus hermanos, los menores de seis años que han sido bautizados, vayan a Berbería. Consideran que los mayores de esa edad son irrecuperables para el cristianismo y por eso los expulsan junto a sus padres. De ahí la separación.

—¡Huyamos todos! —insistió Amin con lágrimas en los ojos—. Venid con nosotros, madre —suplicó.

—El hermano de tu madre, el jurado, nunca lo permitirá —alegó Hernando.

—¿Por qué?

—Hijo, hay cosas que no puedes entender.

Amin no dijo nada más. Intentó retener una lágrima, era el mayor de los hermanos, pero se acercó a su madre y buscó su cariño. Laila se había sentado a los pies de Rafaela. Hernando los miró: Rafaela tomó la mano de su hijo mayor al tiempo que acariciaba el cabello de Laila. Ese momento no volvería a repetirse. ¿Cuántos momentos como aquéllos se habría perdido a lo largo de los años, siempre encerrado en la biblioteca, estudiando, escribiendo y luchando por la ansiada convivencia religiosa? Entonces recordó las canciones de cuna que canturreaba su madre en las escasas ocasiones en las que podía demostrarle su amor y entonó las primeras notas. Amin y Laila se volvieron hacia él, sorprendidos; Rafaela procuró controlar el temblor de sus labios. Hernando sonrió a sus hijos, levantó la mirada al cielo y volvió a canturrear aquellas canciones de cuna entre el constante rumor del agua que brotaba de la fuente.

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