Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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—Ahora —indicó Hernando a su hijo.

En pocos pasos se plantaron en el interior de la capilla. Hernando se dirigió a la cabecera del sarcófago del adelantado, escondida a la vista por la pared. El sarcófago no estaba sellado, como había creído ver el día anterior, pero cuando extrajo la palanca y apoyó su filo bajo la gran tapa, le pareció imposible alzarla. Envolvió el extremo de la herramienta con sus ropas para amortiguar el ruido y golpeó con la maza. La cubierta se descascarilló, pero al final el filo se introdujo lo suficiente como para hacer palanca. Pesaba demasiado. No podría. El griterío continuaba y él se dio cuenta entonces de la edad que tenía: cincuenta y seis años. No era más que un viejo pretendiendo levantar la enorme y pesada tapa de un sarcófago. Amin esperaba a su lado, quieto, con los papeles en la mano. Hernando creyó que no podría alzarla jamás.

—Alá es grande —masculló.

Empujó cuanto pudo, pero la tapa ni siquiera se movió. Amin contemplaba el esfuerzo de su padre.

—Alá es grande —susurró también.

Entonces el muchacho volcó su cuerpo sobre el hierro.

—Tú que otorgas poder —invocó Hernando—, el Fuerte y el Firme, ¡ayúdanos!

La tapa se alzó la escasa anchura de un dedo.

—¡Mételos! —instó a su hijo con los dientes apretados y la cara congestionada.

Tal y como estaba, sobre la palanca, Amin empezó a introducir pequeños paquetes de folios; por la estrecha ranura no cabía todo el legajo a la vez.

—¡Continúa! —le animaba Hernando—. ¡Rápido!

Faltaban pocas hojas y ahora ya sólo resonaban los gritos de Miguel en un alarde de imaginación.

—¡Padre! —se oyó casi junto a las rejas.

Hernando estuvo a punto de dejar caer la tapa. Amin se quedó a mitad de introducir unas páginas. ¡Era la voz de Rafaela!

—¡Padre! —volvió a escucharse casi en la entrada de la capilla. Rafaela se hincó de rodillas delante del sacerdote que retornaba y se agarró a los bajos de su sotana para detenerlo—. ¡Salvad a mi esposo y a mis hijos de la deportación! —gritó. Hernando apremió a Amin. Sólo restaban unas hojas. Las manos del muchacho temblaron y no acertó a introducirlas—. ¡Son buenos cristianos! —suplicaba Rafaela.

—¿De qué me hablas, mujer?

El religioso hizo ademán de continuar pero Rafaela se lanzó a sus pies y los besó.

—¡Por Dios! —sollozaba—. ¡Salvadlos!

La mujer pugnó por impedir que el sacerdote continuara su camino hasta que éste logró zafarse violentamente y entró en la capilla seguido de una Rafaela que saltó tras él y que cerró los ojos nada más superar las rejas.

—¿Qué hacéis aquí?

Con el estómago encogido, Rafaela abrió los ojos: Hernando y Amin estaban arrodillados, rezando frente al altar y al retablo que descansaba sobre él, en la cabecera del sarcófago. De espaldas al cura, Hernando aferraba las herramientas entre sus ropas, mientras con la otra mano trataba de esconder bajo el sarcófago los pequeños cascajos de la tapa que habían caído al suelo. Amin se dio cuenta de lo que pretendía y le imitó.

—¿Qué significa esto? —insistió el sacerdote.

—Son buenos cristianos —repitió Rafaela tras él.

Hernando se levantó.

—Padre —arguyó, empujando el último de los cascajos con el pie—, rezábamos pidiendo la intercesión del Señor. No merecemos la expulsión. Nosotros, mi hijo y yo...

—No es mi problema —le contestó secamente el sacerdote, al tiempo que comprobaba que no faltara nada del altar—. Fuera de aquí —les ordenó cuando se dio por satisfecho.

Salieron los tres. A unos pasos de la capilla, Hernando se dio cuenta de que temblaba. Cerró los ojos con fuerza, respiró hondo y trató de controlarse. Al abrirlos se topó con los de su esposa.

—Gracias —le susurró—. ¿Cómo sabías lo que me proponía?

—Miguel creyó que no sería suficiente con su ayuda y me aconsejó que estuviera por aquí.

En la capilla de San Pedro, el cura pisó el polvillo que restaba sobre el suelo y renegó de aquellos sucios moriscos. Fuera, rodeado de sacerdotes y un corro cada vez mayor de feligreses, algunos arrodillados, otros rezando y santiguándose sin cesar, Miguel continuaba con su inacabable historia, gesticulando con la cabeza a falta de manos con las que señalar dónde había visto la imponente espada de fuego con la que Cristo celebraba la expulsión de los herejes de tierras cristianas. En cuanto el tullido vislumbró a Hernando, a Rafaela y a Amin, se dejó caer al suelo como si le hubiera dado un vahído. En tierra, aovillado, continuó con su pantomima y se convulsionó violentamente.

Cruzaron la mezquita hacia el Patio de los Naranjos. Quizá los cristianos lograran expulsarles de España, de las tierras que habían sido suyas durante más de ocho siglos, pero en la mezquita de Córdoba, frente a su mihrab , todavía obraba la palabra revelada en honor del único Dios.

Nada más superar la puerta del Perdón, entre la gente, Rafaela se detuvo e hizo ademán de dirigirse a él.

—Ya sabes dónde está escondido —se le adelantó su esposo.

—¿Cómo va a conseguir Muqla extraer ese libro?

—Dios dispondrá —la interrumpió antes de tomarla cariñosamente del antebrazo y encaminarse hacia su casa—. Ahora, la Palabra está donde tiene que permanecer hasta que nuestro hijo se haga cargo de mi labor.

media tarde, Miguel regresó.

—Al despertar en la sacristía —explicó con un guiño simpático—, les he dicho que no recordaba nada.

—¿Y? —inquirió Hernando.

—Han enloquecido. Me han repetido todo cuanto expliqué. ¡Qué poca imaginación tienen estos sacerdotes! Ni siquiera habiendo escuchado la historia son capaces de reproducirla. ¡Una espada de oro!, sostenían. He estado a punto de corregirles, decirles que era de fuego y descubrirme. ¡Sólo piensan en el oro! Pero me han dado buen vino para reanimarme y ver si recordaba algo.

—Gracias, Miguel. —Hernando fue a decirle que la próxima vez no se lo contase a Rafaela, pero se detuvo. ¿Qué otra vez?, se lamentó para sí—. Gracias —repitió.

Como si Dios hubiera querido premiar aquella obra, una noche Miguel apareció en la casa con medio cabrito, verduras frescas, aceite, unos pellizcos de especias, hierbas, sal, pimienta y pan blanco.

—¿Qué...? ¿De dónde has sacado todo esto? —inquirió Hernando curioseando en el zurrón que cargaba a su espalda el tullido.

Rafaela y los niños lo rodearon también.

—Parece que algo de esa suerte esquiva ha decidido sonreímos —contestó Miguel.

Los deportados necesitaban medios de transporte para las mercancías que podían llevar y para sus mujeres, hijos o ancianos en lo que se les presentaba como un largo viaje. Pocos quedaban ya de los cerca de cuatro mil arrieros moriscos que recorrían los caminos por España; la mayoría de ellos habían sido expulsados, y los que aún seguían por allí permanecían en sus casas a la espera de la expulsión o incluso habían vendido aquellas mulas o asnos que no podían llevarse.

—Se están pagando barbaridades por una simple mula —explicó con la mirada puesta en Rafaela y los niños, que ya corrían con las viandas en dirección a la cocina.

Mientras mendigaba, Miguel había presenciado cómo pujaban varios hombres por contratar el porte de una simple mula. ¡Ellos disponían de dieciséis buenos caballos!, pensó entonces. Eran animales grandes y fuertes, capaces de transportar mucho más peso que un asno o una mula.

—Nunca han servido como bestias de carga —dudó Hernando.

—Lo harán, ¡por Dios que lo harán!

—Se encabritarán —objetó Hernando.

—No les daré de comer. Los mantendré unos días sólo a base de agua y si se encabritan...

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