Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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— ¿Quiénes de vosotros conocéis la primera sura, al-Fatiha? —preguntó, mientras recorría, cojeando, los pasos que lo separaban de ellos. Bastantes de ellos alzaron la mano. Hamid señaló a uno de los mayores y le indicó que la recitase. El chico se puso en pie.
— Bismillah ar-Rahman ar-Rahim, «En el nombre de Dios el Clemente, el Misericordioso...».
—No, no —le interrumpió Hamid—. Despacio, con...
El muchacho volvió a empezar, nervioso.
— Bismillah...
—No, no, no —volvió a interrumpirle pacientemente el alfaquí—. Escuchad. Ibn Hamid, recítanos la primera sura.
Susurró la palabra «recítanos».
Hernando obedeció e inició el rezo al tiempo que se mecía con suavidad:
— Bismillah...
El muchacho finalizó la sura y Hamid dejó transcurrir unos instantes con ambas manos abiertas y los dedos doblados; las giraba rítmica y pausadamente a ambos lados de su cabeza, junto a las orejas, como si aquella oración fuese música. Ninguno de los niños fue capaz de desviar la mirada de aquellas manos enjutas que acariciaban el aire.
— Sabed que el árabe —les explicó a continuación— es la lengua de todo el mundo musulmán; aquello que nos une sea cual sea nuestro origen o el lugar en el que vivimos. A través del Corán, el árabe ha alcanzado la condición de lengua divina, sagrada y sublime. Debéis aprender a recitar rítmicamente sus suras para que resuenen en vuestros oídos y en los de quienes os escuchan. Quiero que los cristianos de ahí dentro —señaló hacia la iglesia— oigan de vuestras bocas esa música celestial y se convenzan de que no hay otro Dios que Dios, ni otro profeta que Muhammad. Enséñales —finalizó dirigiéndose a Hernando.
Durante los dos días siguientes, Hernando no tuvo oportunidad de hablar con Hamid. Cumplía con sus obligaciones para con las mulas a la espera de que llegaran órdenes de Brahim, se encargaba de los pocos trabajos de la época en el campo y el resto lo dedicaba a enseñar a los niños.
El día 30 de diciembre Farax pasó por Juviles al mando de una banda de monfíes, y antes de partir de nuevo ordenó la inmediata ejecución de los cristianos retenidos en la iglesia.
Farax el tintorero, nombrado alguacil mayor por Aben Humeya, no sólo se dedicó, como le había ordenado el rey, a recoger el botín incautado a los cristianos, sino que decretó la muerte de todos aquellos mayores de diez años que todavía no hubieran sido ejecutados, añadiendo que sus cadáveres no fueran enterrados sino abandonados para que sirvieran de alimento a las alimañas. También mandó que ningún morisco, so pena de la vida, escondiera o diera asilo a cristiano alguno.
Hernando y los componentes de su improvisada escuela presenciaron cómo los cristianos de Juviles abandonaban la iglesia desnudos, renqueantes, muchos enfermos, y con las manos atadas a la espalda, en dirección a un campo cercano. Arrastrando los pies junto al cura y al beneficiado, Andrés, el sacristán, volvió el rostro hacia Hernando, que estaba sentado en el mayor de los fragmentos de la campana. El joven mantuvo su mirada fija en él hasta que un morisco empujó violentamente al sacristán con la culata de un arcabuz. Hernando sintió parte del golpe en su propia espalda. «No es una mala persona», se dijo. Siempre se había portado bien con él... La gente se sumó a la comitiva y chillaba y bailaba alrededor de los cristianos. Los niños permanecieron en silencio hasta que el grito de uno de ellos los levantó a todos al mismo tiempo. Hernando los observó correr hacia el campo como si de una fiesta se tratara.
—No te quedes ahí —escuchó.
Se volvió para encontrarse con Hamid a sus espaldas.
—No me gusta verlos morir —se sinceró el muchacho—. ¿Por qué hay que matarlos? Hemos convivido...
—A mí tampoco, pero tenemos que ir. A nosotros nos obligaron a hacernos cristianos so pena de destierro, otra forma de morir lejos de tu tierra y tu familia. Ellos no han querido reconocer al único Dios; no han aprovechado la oportunidad que se les ha brindado. Han elegido morir. Vamos —le instó Hamid. Hernando dudó—. No te arriesgues, Ibn Hamid. El próximo podrías ser tú.
Los hombres acuchillaron al beneficiado y al sacerdote. Algo alejado, desde un pequeño bancal, Hernando se estremeció al ver a su madre dirigirse lentamente hacia don Martín, que agonizaba en el suelo. ¿Qué hacía? Sintió que Hamid le pasaba el brazo por los hombros. A gritos y empujones, las mujeres del pueblo obligaron a los hombres a apartarse de los clérigos. En silencio, casi con reverencia, un morisco puso un puñal en la mano de Aisha. Hernando la observó arrodillarse junto al sacerdote, alzar el arma por encima de su cabeza y clavarla con fuerza en su corazón. Los «yu-yús» estallaron de nuevo. Hamid apretó con fuerza el hombro del muchacho mientras su madre se ensañaba con el cadáver del sacerdote. Poco después el orondo cuerpo del clérigo aparecía convertido en una masa sanguinolenta, pero su madre, de rodillas, seguía clavando el cuchillo una y otra vez, como si con cada puñalada vengara parte del destino al que otro cura la había condenado. Entonces las mujeres se acercaron y la separaron del cadáver, alzándola por las axilas. Hernando alcanzó a ver su rostro desencajado, cubierto de sangre y lágrimas. Aisha se zafó de las mujeres, dejó caer el cuchillo, levantó ambos brazos al cielo y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Alá es grande!
Luego los moriscos acabaron con dos cristianos más, los principales del pueblo, pero antes de que pudieran continuar con los que faltaban, entre los que se hallaba Andrés, el sacristán, se presentó el Zaguer, alguacil de Cádiar, con sus hombres y detuvo la matanza.
Hernando tan sólo intuyó las discusiones entre los soldados del Zaguer y los moriscos ávidos de sangre. Su atención se alternaba entre su madre, ahora sentada en el suelo, abrazada a las piernas y con la cabeza escondida entre las rodillas, toda ella temblorosa, y Andrés, el siguiente en la fila.
—Ve con ella —le dijo Hamid, empujándole por la espalda—. Lo ha hecho por ti, muchacho —añadió al notar su resistencia—. Ha sido por ti. Tu madre ha obtenido su venganza en uno de los hombres de Cristo, y parte de esa venganza también es tuya.
Sólo fue capaz de acercarse a su madre y permanecer en pie a su lado, a cierta distancia. El campo se despobló y algunos animales empezaron a aproximarse a los cuatro cadáveres que yacían en él. Hernando miraba a un par de perros que olisqueaban el cuerpo del beneficiado, dudando si espantarlos, cuando Aisha se levantó.
—Vamos, hijo —se limitó a decir.
A partir de aquel momento Aisha no mostró el menor cambio en su comportamiento usual; ese día ni siquiera se cambió de ropa, como si la sangre que la manchaba fuera algo natural. Quien no pudo concentrarse en sus quehaceres fue Hernando: Ubaid le esperaría en el castillo, eso si no decidía venir a por él. En el cobertizo, con las mulas, miraba a un lado y otro. Debía estar prevenido. Hamid sabía que había sido él quien había tendido una trampa al arriero. «Confío en ti», le había dicho, pero ¿qué pensaría de él? «Un juez nunca actúa con injusticia. Si altera la verdad, es para hacerse útil.» Y el alfaquí le había asegurado que se había sentido así. El joven volvió a inspeccionar las cercanías del cobertizo, atento a cualquier ruido.
Durmió mal, y al día siguiente hasta los niños notaron su distracción al recitar el Corán. Era el primero de año del calendario cristiano; ese día no hubo clase. Según era costumbre, las mujeres habían salido a hilar bajo los morales. Se habían pintado las manos con alheña, con la que también untaban las puertas de sus casas; habían preparado unas tortas de pan seco con ajo y partieron al campo, donde sobre hornos de ladrillo y lodo construidos al efecto ahogaron los capullos en un caldero de cobre y los cocieron con jabón para que perdieran la grasa. Mientras removían los capullos en el caldero con una escobita de tomillo, hilaban la seda en toscos tornos que montaban bajo los morales. Las moriscas tenían mucha destreza y la paciencia necesaria para hilar. Agrupaban los capullos en tres grupos: los capullos almendra, de los que obtenían seda joyante, la más valiosa; los capullos ocal, de los que se hilaba seda redonda, más fuerte y basta; y aquellos que estaban deteriorados, cuya seda se utilizaba para cordones y tejidos de poca calidad.
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