Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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—Agradezcámoselo, pues, a los cristianos de Órgiva —rió un monfí que debía de haberse unido al grupo y al que Hernando descubrió montado en otro de los caballos que había logrado curar.

Hicieron noche ya en la cima del cerro que se alzaba sobre el puente de Tablate. Por debajo del puente se abría una profunda y abismal garganta, y al otro lado, las tierras del valle de Lecrín. El Gironcillo le premió con una negra sonrisa y una tremenda palmada en la espalda al echar pie a tierra y comprobar que las suturas de seda habían resistido el arduo camino. Durante la noche, Hernando se ocupó y curó de nuevo a los caballos.

Al amanecer los espías anunciaron la próxima llegada del ejército cristiano, y Aben Humeya ordenó destruir el puente. Hernando observó cómo descendía una partida de moriscos que desarboló la estructura de madera hasta dejarla reducida a las cimbras y a algunos tablones sueltos, que usaron para volver junto a su ejército. Tres de ellos se despeñaron durante el regreso, y sus gritos se apagaron a medida que los cuerpos desaparecían en la profunda garganta del barranco.

—Vamos —le dijo el Gironcillo, obligándole a apartar la mirada de la sima en la que acababa de perderse el último morisco despeñado—. Ocupemos posiciones para recibir a esos mal nacidos como se merecen.

—Pero... —Hernando señaló hacia los caballos.

—Ya los cuidarán los niños. Tu padrastro tiene razón: estás en edad de pelear y quiero que permanezcas a mi lado. Creo que me traes suerte.

Descendió hacia el puente tras el Gironcillo, rodeado por una multitud de moriscos. En poco rato, la ladera del cerro se pobló con más de tres mil hombres que, eufóricos y confiados, aguardaban la llegada del ejército del marqués. A sus pies se abría el barranco de Tablate, y al frente tenían la ladera del cerro por el que debían aparecer los cristianos.

Alguien entonó las primeras notas de una canción y al instante retumbó un atabal. Otro morisco se alzó en la pendiente e hizo ondear una gran bandera blanca; más allá apareció una colorada, y otra... ¡Y cien más! Hernando sintió que se le erizaba el vello cuando los tres mil moriscos cantaron al unísono: al son de los atabales, cientos de banderas ondeantes cubrieron la ladera de blanco y rojo.

Así recibieron al ejército comandado por el marqués de Mondéjar, capitán general del reino de Granada. Hernando se dejó arrastrar por el entusiasmo general y, con el inmenso Gironcillo a su lado, cantó a voz en grito en abierto desafío a las tropas cristianas.

El marqués, con reluciente armadura, se puso al frente de las tropas; estableció que la caballería permaneciera en la retaguardia, dispuso a la infantería en la ladera opuesta y ordenó la carga de los arcabuceros. Mientras tanto, los moriscos tomaron sus respectivas posiciones.

Por encima del angosto barranco, los moriscos respondieron al ataque enemigo disparando sus escasos arcabuces y ballestas, pero, sobre todo, provocando con sus hondas una intensa lluvia de piedras sobre los cristianos. Hernando respiró el olor a pólvora que emanaba del arcabuz del Gironcillo. Él no disponía de honda con la que lanzar piedras, y lo hizo a mano, gritando exaltado. Tenía buena puntería: había lanzado piedras contra los animales, y en sus ratos perdidos se había entrenado en los campos. Acertó a darle a un infante y ello le llevó a arriesgarse más y más con cada pedrada: obcecado, se exponía al fuego enemigo.

—¡Resguárdate! —El monfí le agarró del brazo y lo sentó de un violento tirón. Luego se dedicó a baquetear el cañón de su arcabuz. Hernando hizo ademán de volver a lanzar una piedra, pero el Gironcillo no se lo permitió—. Entre los miles de moriscos que somos, yo soy su blanco. Mi arcabuz les llama a disparar contra mí. —Introdujo una pelota de plomo por el cañón y volvió a baquetear con fuerza—. No quiero que te maten por mi causa. ¡Lánzalas sin levantarte!

Poco duró sin embargo el intercambio de disparos y pedradas: los moriscos se vieron incapaces de soportar la superioridad de las armas de los cristianos, que cargaban y disparaban sin cesar provocando numerosas bajas. El Gironcillo ordenó la retirada hacia posiciones más elevadas, a las que no llegaran las pelotas de plomo cristianas.

—No podrán cruzar el puente —decían los rebeldes mientras se replegaban.

El marqués dio la orden de alto el fuego ante la inutilidad de los disparos. Los moriscos volvieron a cantar y gritar. Muchos todavía intentaban llegar con sus hondas allí donde no lo conseguían los arcabuces; algunos lo consiguieron, aunque con escasos resultados, lanzando las piedras al cielo para que la parábola les ayudase a salvar la distancia. Hernando contempló cómo el marqués, celada en mano, y sus capitanes uniformados se acercaban a examinar el puente destrozado. ¡Era imposible que por allí cruzase un ejército!

El silencio se hizo en las filas de ambos bandos hasta que todos vieron que el marqués negaba con la cabeza. Entonces los moriscos volvieron a estallar en vítores y a hacer ondear sus banderas. Hernando gritó también, elevando el puño al cielo. El capitán general cristiano se disponía a retirarse cabizbajo, cuando de las filas de la infantería surgió un fraile franciscano que, empuñando una cruz en la mano derecha y con el hábito recogido al cinto, se lanzó a caminar por el peligroso puente, sin tan siquiera mirar al marqués. Cesó el griterío. El marqués reaccionó y ordenó fuego a discreción para proteger al religioso. Durante unos instantes todos estuvieron pendientes de aquel fraile que andaba con paso vacilante y en la cruz que orgullosamente exhibía a los musulmanes.

Dos infantes más se atrevieron a cruzar el puente antes de que el fraile alcanzara la otra orilla. Uno de ellos pisó en falso y cayó al vacío, pero antes de que su cuerpo llegara a estrellarse contra las paredes del barranco, como si su muerte fuera una llamada al valor de sus compañeros, se escuchó un grito en la columna de la infantería cristiana:

—¡Santiago!

El grito de guerra rugió entre la tropa al tiempo que una larga fila de soldados se acercaba a la cabecera del destrozado puente, dispuesta a cruzarlo. El fraile estaba llegando ya al otro lado. Los cabos y sargentos acuciaban a los arcabuceros a que cargasen y disparasen con rapidez para impedir que los moriscos descendieran de nuevo de los cerros y atacaran a quienes cruzaban. Muchos lo intentaron, pero el fuego del ejército cristiano, concentrado en la cabecera del puente, fue efectivo. No mucho después, un cuerpo de infantes, entre los que se hallaba el fraile rezando a gritos con la cruz en alto, defendía ya el puente desde el lado de las Alpujarras.

Aben Humeya ordenó la retirada. Ciento cincuenta moriscos perdieron la vida en Tablate.

— Monta —dijo el Gironcillo a Hernando señalándole otro caballo, una vez en la cima del cerro—. El jinete ha muerto — añadió al ver dudar al muchacho—. No vamos a dejarles el caballo a los cristianos. Apóyate en el cuello y déjate llevar —le aconsejó iniciando el galope.

10

Aben Humeya huyó con sus hombres en dirección a Juviles. El marqués de Mondéjar le persiguió y tomó todos los pueblos ubicados en el camino entre Tablate y Juviles, saqueando las casas, esclavizando a las mujeres y niños que quedaban atrás y haciéndose con un cuantioso botín.

En el castillo de Juviles, los moriscos discutieron acerca de su situación y posibilidades. Algunos apostaban por la rendición; los monfíes, seguros de su castigo y de que con respecto a ellos no cabría esperar medida de gracia alguna, lo hacían por el enfrentamiento a muerte; otros proponían huir a las sierras.

Con urgencia, puesto que los espías anunciaban ya que el ejército cristiano se hallaba tan sólo a una jornada de Juviles, los moriscos adoptaron una solución intermedia: los hombres de guerra huirían con el botín, si bien antes liberarían a las más de cuatrocientas cautivas cristianas como muestra de buena voluntad a fin de continuar con unas negociaciones de paz que algunos principales ya habían iniciado. Entretanto, sus mujeres, aterradas, se veían obligadas a despedirse de sus maridos y esperar la temida llegada de los cristianos.

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