Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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—Te mataría. —Brahim se inclinó sobre el muchacho con los ojos cerrados en dos finas líneas.

—Por eso mismo. —Hernando tuvo que esforzarse para controlar el temblor que amenazaba a su voz—. Se trata del botín de nuestro pueblo; la prueba de su victoria. No quiero problemas. ¡Revisa mis mulas!

Brahim así lo hizo. Comprobó que las alforjas estuvieran vacías, comprobó los intersticios de los arreos e incluso exigió del muchacho que se despojase de la marlota para cachearlo antes de dejarle abandonar el castillo.

Una vez libre, serpenteando entre las tiendas con las mulas en fila, Hernando volvió la mirada: Brahim registraba entonces los animales de Ubaid.

—¡Arre! —apremió a la recua.

Hernando y sus mulas llegaron a Juviles ya entrada la noche. Los cascos de las caballerías sobre el empedrado quebraban el silencio del pueblo. Algunas moriscas se asomaron a las ventanas para obtener noticias de la revuelta, pero desistieron al comprobar que quien mandaba la recua era el joven nazareno. Aisha le esperaba en la puerta: la Vieja se había adelantado. Arreó a las demás mulas para que continuaran hacia el establo y se detuvo frente a su madre. La titilante luz de la candela que alumbraba el interior de la casa jugueteaba con el perfil de su madre. En aquel momento recordó sus enormes pechos danzando en la iglesia al son de los «yu-yús»; sin embargo, al instante, la visión se convirtió en la Aisha suplicante que había ido a obtener la ayuda de Hamid.

—¿Y tu padre? —le preguntó.

—Se ha quedado en el castillo.

Aisha se limitó a abrir los brazos. Hernando sonrió y se adelantó hasta sentir su abrazo.

—Gracias, madre —susurró.

En aquel mismo instante notó el cansancio: las piernas parecieron ceder y todos sus músculos se relajaron. Aisha estrechó el abrazo y empezó a canturrear una canción de cuna, meciendo a su hijo en pie. ¡Cuántas veces había escuchado aquella melodía de niño! Después..., después vinieron los demás hijos de Brahim y él...

Una linterna parpadeó junto a las últimas casas del pueblo. Aisha se volvió hacia ella.

—¿Has cenado? —preguntó de repente, nerviosa, tratando de separarlo. Hernando se resistió. Prefería aquel abrazo a la comida—. ¡Vamos, vamos! —insistió—. Te prepararé algo.

Entró decidida en la casa. Hernando permaneció un momento parado, deleitándose en el aroma de aquella ropa y aquel cuerpo que tan pocas veces podía abrazar.

—¡Venga! —Le espetó su madre desde dentro de la casa—. Hay mucho que hacer y es tarde.

Desaparejó los animales, les echó cebada en el pesebre y Aisha le llevó una buena ración de migas de pan, huevos y una naranjada. Mulas y mulero comieron en silencio. Aisha, sentada al lado de su hijo, le acariciaba el cabello con dulzura mientras escuchaba el relato de lo acontecido desde su partida de Juviles. Le besó en la cabeza al escucharle contar, con la voz embargada por el llanto, la muerte de Gonzalico.

—Tuvo su oportunidad —trató de consolarle—. Tú se la diste. Esto es una guerra. Una guerra contra los cristianos: todos la sufriremos, no te quepa duda.

Hernando terminó de cenar y su madre se retiró. Entonces él se dedicó a curar a las mulas. Las inspeccionó: ya saciadas, todas, incluso las nuevas, descansaban con el cuello colgando y las orejas gachas. Por un momento cerró los ojos, vencido por el cansancio, pero se obligó a levantarse; Brahim podía mandarle llamar en cualquier momento. Herró a aquella que lo necesitaba. En la noche, el martilleo resonó por cañadas y barrancos mientras rectificaba la herradura de hierro dulce sobre el yunque para lograr darle la forma casi cuadrangular propia de los berberiscos. Brahim insistía en continuar con la técnica árabe, renegando de las herraduras semicirculares de los cristianos. Y Hernando estaba de acuerdo con él: el reborde saliente que quedaba en las herraduras debido a las características de los clavos que utilizaban permitía a las caballerías andar con seguridad por caminos escarpados. Luego, una vez herrada la mula y al contrario de como lo hacían los cristianos, cortó la parte del casco que sobresalía de la herradura. Terminó de herrar, comprobó los cascos de todas las demás mulas, y al final se volcó en curar las mataduras de la que había señalado en el castillo. Le había pedido a su madre que encendiera el fuego antes de retirarse. Entró en la casa sin preocuparse por sus cuatro hermanastros que dormían revueltos en la pequeña estancia que hacía las veces de cocina y comedor. Pronto recuperarían sus habitaciones del piso superior, junto a la de su madre y Brahim, cuando los casi dos mil capullos de seda que se agarraban a las andanas de zarzos dispuestas en las paredes fueran desembojados; mientras tanto, los capullos debían cosecharse en silencio y tranquilidad, y sus hermanastros se veían obligados a cederles sus habitaciones. Calentó agua y puso a cocer miel y euforbio, que dejó en el fuego mientras iba a masajear con el agua caliente la zona herida de la mula. Volvió al fuego y mejoró la cocción con sal envuelta en un paño. Cuando consideró que el remedio estaba listo, lo aplicó a la rozadura. Aquella mula no podría trabajar en algunos días por mucho que eso disgustara a Brahim. Contempló los animales con satisfacción, llenó sus pulmones del aire helado de la sierra y llevó su mirada hacia los perfiles de las montañas que rodeaban Juviles: todos contorneados en las sombras salvo el cerro del castillo, alumbrado por el fulgor de las hogueras de su interior. «¿Qué le habrá sucedido a Ubaid?», pensó, mientras se encaminaba al cobertizo para dormir lo poco que restaba de la noche.

8

A la mañana siguiente Hernando se levantó al alba. Hizo sus abluciones y atendió a la llamada de Hamid a la primera oración del día. Se inclinó dos veces y recitó el primer capítulo del Corán y la oración del conut antes de sentarse en tierra apoyando el costado derecho para continuar con la bendición y terminar entonando la paz. Sus hermanastros, también levantados, trataron de imitarle, balbuceando unas oraciones que no dominaban. Luego volvió a curar las mataduras de la mula y tras desayunar se encaminó a casa de Hamid. ¡Tenía tantas cosas que contarle! ¡Tantas preguntas que formularle! Los cristianos de Juviles todavía permanecían encerrados en la iglesia a pan y agua; Hamid insistía en procurar su conversión al islam. Sin embargo, al llegar a las cercanías de la iglesia, encontró a mujeres, niños y ancianos alborotados. Se unió a un grupo que se había reunido alrededor de los restos de la destrozada campana de la iglesia.

—Hamid conoce bien nuestras leyes —sostenía uno de los ancianos.

—Hace muchos años —musitó otro— que no se juzga a ningún musulmán conforme a nuestras leyes. En Ugíjar...

—¡En Ugíjar nunca se nos ha hecho justicia! —le interrumpió el primero.

Un murmullo de asentimiento recorrió el grupo. Hernando observó a la gente del pueblo: a los ancianos, a los niños y a las mujeres que no habían participado en la revuelta y que ahora caminaban en dirección al castillo. Aisha iba entre ellos.

—¿Qué sucede, madre? —le preguntó cuando llegó hasta ella.

—Tu padre ha llamado al castillo a Hamid —le contestó Aisha sin detenerse—. Van a juzgar a un arriero de Narila que ha robado una joya.

—¿Qué le harán?

—Unos dicen que le azotarán. Otros que le cortarán la mano derecha y algunos que lo matarán. No sé, hijo. Hagan lo que hagan —escuchó que decía su madre sin dejar de andar—, se merece cualquier cosa. Tu padrastro siempre me hablaba de él: hurtaba de las mercaderías que transportaba. Había tenido bastantes problemas y pleitos con moriscos, pero el alcalde mayor de Ugíjar siempre salía en su defensa. ¡Qué vergüenza! ¡Una cosa es robar a los cristianos, y otra a los de tu raza! Se cuenta que era amigo de...

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