Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
Здесь есть возможность читать онлайн «Ildefonso Falcones - La mano de Fátima» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Старинная литература, spa. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:La mano de Fátima
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:4 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 80
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
La mano de Fátima: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La mano de Fátima»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
La mano de Fátima — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La mano de Fátima», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Los dos se retaron, con la Vieja de por medio. Hernando, con la espalda empapada en un sudor más frío que el de la temperatura de la sierra, intentaba controlar el temblor de sus manos, de todo su cuerpo, mientras apuntaba con el largo candelabro hacia el arriero de Narila. Un escabroso barranco, insondable, se abría a su costado derecho. Ubaid miró al abismo: un golpe con aquel candelabro...
—¡Atrévete! —le desafió Hernando con un chillido nervioso.
El arriero de Narila sopesó la situación y guardó el puñal en el cinto.
—Creí que te perseguían los cristianos —se excusó con cinismo antes de darle la espalda.
Hernando ni siquiera volvió la cabeza. Le costó volver a colocar el candelabro en la alforja; de repente se dio cuenta de su peso. Temblaba, mucho más de lo que lo había hecho al enfrentarse con Ubaid, y casi no podía controlar sus manos. Al final se apoyó en la grupa de la Vieja y le palmeó el anca agradecido. Continuó el camino, asegurándose de que la mula superaba cada uno de los recodos antes que él.
Jaleados por la chiquillería que salió a recibirles, ascendieron la empinada cuesta que llevaba al castillo de Juviles bien entrada la tarde del día de San Esteban. Hernando no perdía de vista a Ubaid, que iba por delante de él. A medida que se acercaban, percibieron la música y los aromas de las comidas que se preparaban en su interior. Tras las semiderruidas murallas del fuerte los esperaban las mujeres y los ancianos de Cádiar, así como muchas otras gentes de diferentes lugares de las Alpujarras, principalmente mujeres, niños y ancianos, que acudían en busca de refugio, ya que sus padres o esposos se habían sumado al levantamiento. En el interior del amplio recinto, jalonado por nueve torres defensivas —algunas destruidas, otras todavía irguiéndose con arrogancia sobre el abismo—, se abigarraban como en un bazar decenas de tiendas y chozas hechas con ramas y telas, que guardaban las pertenencias de cada familia. Las hogueras relumbraban en cualquier espacio que se abriese entre las tiendas; los animales se mezclaban con niños y ancianos, mientras las mujeres, ataviadas con coloreados trajes moriscos, se dedicaban a cocinar. La algarabía y los aromas lograron que Hernando se relajase: no se trataba de las ollas o pucheros con verduras y tocino que comían los cristianos; el aceite quemaba por doquier. Desfilaron junto a las tiendas entre la ovación general, y una mujer le ofreció un dulce de almendra y miel, otra un buñuelo y una tercera una sabrosa y trabajada confitura recubierta de alcorza. Aquí y allá, por grupos, sonaban panderos, gaitas y atabales, dulzainas y rabeles. Mordió la alcorza y en su boca se mezclaron los sabores del azúcar, el almidón y el almizcle, del ámbar, del coral rojo y las perlas, del corazón de ciervo y del agua de azahar; luego, entre fuegos y mujeres, cantos y bailes, aspiró el aroma del cordero, la liebre y el venado, y de las hierbas con las que los cocinaban: el cilantro, la hierbabuena, el tomillo y la canela, el anís, el eneldo y mil más de ellas. Las recuas de mulas cruzaron con dificultad el fuerte hasta uno de sus extremos, donde se asentaban los restos de la antigua alcazaba y se hallaba depositado el botín hecho en Cádiar. Las cautivas cristianas recién llegadas fueron asaltadas por las moriscas, quienes las despojaron de sus escasas pertenencias antes de ponerlas a trabajar.
Con la ayuda de los hombres a los que Brahim había encargado la protección del botín de Cádiar, Hernando y Ubaid empezaron a descargar las mulas y a amontonar los objetos de valor; ambos estaban tensos y se vigilaban el uno al otro. En ello estaban, transportando los frutos de la rapiña desde las alforjas al interior de la alcazaba, cuando las zambras y gritos fueron silenciándose hasta que todos pudieron escuchar la voz de Hamid que llamaba a la oración desde el campanario de Juviles, ahora convertido en minarete. El castillo disponía de dos grandes aljibes que proporcionaban agua de la sierra, limpia y pura. Cumplieron con las abluciones y la oración, y después regresaron a su tarea; en el interior de la alcazaba se acumulaba un considerable tesoro compuesto por gran cantidad de objetos de valor, joyas y todos los dineros desvalijados a los cristianos.
Hernando dejó que sus ojos recorrieran el oro y la plata amontonada. Absorto en la pequeña fortuna acumulada, no se percató de la proximidad de Ubaid. Tras la oración de la noche, la oscuridad de la alcazaba sólo se veía rota por un par de antorchas. La algarabía había empezado de nuevo. Brahim charlaba con los soldados de guardia más allá de la entrada a la alcazaba.
Ubaid le empujó al pasar junto a él.
—La próxima vez no tendrás tanta suerte —masculló.
¡La próxima vez!, se repitió Hernando. ¡Aquel hombre era un ladrón y un asesino! Estaban solos. Miró al arriero. Pensó unos instantes. ¿Y si...?
—¡Perro! —le insultó entonces.
El arriero se volvió sorprendido justo en el momento en que Hernando saltaba sobre él. El muchacho salió despedido por la bofetada con que le recibió Ubaid. Hernando trastabilló más de lo necesario para dejarse caer sobre el tesoro morisco, justo donde se encontraba una pequeña cruz de oro y perlas en la que se había fijado antes. El alboroto llamó la atención de Brahim y los soldados.
—¿Qué...? —Empezó a decir Brahim, plantándose en el interior de la alcazaba en un par de zancadas—, ¿qué haces encima del botín?
— Me he caído. He tropezado —tartamudeó Hernando, al tiempo que se sacudía la ropa, con la cruz escondida en la palma de su mano derecha.
Ubaid contemplaba la escena con extrañeza. ¿A qué había venido el súbito ataque del muchacho?
—Torpe —le recriminó su padrastro acercándose al tesoro para comprobar de una ojeada que ningún objeto se hubiera roto.
—Me voy a Juviles —soltó Hernando.
—Tú te quedas... —empezó a decir Brahim.
—¿Cómo quieres que me quede? —levantó la voz y gesticuló exageradamente. Llevaba la joya al cinto, tapada por la marlota que se había procurado de entre las ropas de los cristianos de Alcútar—. ¡Sígueme! ¡Mira!
Sin más dilación salió de la alcazaba y se dirigió a las recuas de mulas. Un confundido Brahim le siguió.
— Ésta lleva suelta una herradura. —Hernando levantó la mano de una de las mulas y movió la herradura—. Aquélla empieza a tener una matadura. —Para llegar a la que señalaba, el muchacho se deslizó entre las mulas de Ubaid—. No. No es ésa —añadió desde detrás de una de las del arriero de Narila.
Se puso de puntillas con los brazos a los costados y simuló buscar cuál era la que tenía la matadura. Mientras lo hacía, escondió la cruz entre los arreos de la mula de Ubaid.
—Aquélla. Sí, aquélla. —Llegó hasta el animal y levantó su guarnición. Las manos le temblaban y sudaban, pero la pequeña matadura que había observado durante el camino apareció a la vista de su padrastro—. Y ésta debe de tener algo en la boca puesto que no ha querido comer —mintió—. ¡Tengo las herramientas y los remedios en el pueblo!
Brahim echó un vistazo a los animales.
—De acuerdo —cedió tras pensar unos instantes—. Ve a Juviles, pero estate dispuesto a volver en cuanto te lo ordene.
Hernando sonrió a Ubaid, que contemplaba la escena desde la puerta de la alcazaba junto a los soldados. El arriero frunció el ceño y entrecerró los ojos ante la sonrisa; luego le amenazó con el índice antes de perderse entre las tiendas, donde las mujeres empezaban a servir la cena. Brahim hizo ademán de seguirle.
—¿No vas a comprobar? —le detuvo su hijastro.
—¿Comprobar? ¿Qué...?
—No quiero problemas con el botín —le interrumpió con seriedad Hernando—. Si llegase a faltar algo...
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «La mano de Fátima»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La mano de Fátima» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «La mano de Fátima» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.