Rosa Montero - La Hija Del Canibal
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Cualquier persona sensata a la que llama una mujer anónima a las doce y media de la noche para contarle una historia tan peregrina como esta hubiera decidido a estas alturas que ya había tenido suficiente, y habría cortado la comunicación sin más demora. Pero Lucía tal vez no esté del todo en sus cabales, y además era cierto que tenía una mesa redonda con un paño indio, y una mecedora de madera. El sofá, en cambio, era azul oscuro, pero en la penumbra alucinada de la habitación el color empezó a virar rápidamente hacia un rojo sangrante. Lucía hizo un esfuerzo para controlarse:
– Sí, que el tal Constantino conozca algunos datos míos es inquietante, y me gustaría saber por qué es así. Pero te aseguro que no sé quién es, y que no tenemos ninguna relación, y que yo no le he regalado una sortija a nadie.
Eso, la sortija, era el principio de realidad, el detalle tranquilizador e inamovible.
– Y si no me crees, estoy dispuesta a encontrarme con ese tal Constantino ahora mismo, a ver si es capaz de mantener su historia. Mira, a mí me da lo mismo, pero lo digo por ti, porque ten por seguro que ese hombre te está engañando.
Cualquier persona sensata, etcétera; pero Lucía, en vez de etcétera, es decir, en vez de colgar, empezaba a sentirse imbuida de un afán clarificador irresistible. Es por esta chica, es por esta pobre víctima, por la tal Regina, por solidaridad con la esposa engañada, se decía Lucía mientras intentaba convencer a la mujer de que se vieran. Pero en realidad era por la inquietud que le producía la existencia de esa otra Lucía Romero fantasmal. Necesitaba acabar con ella, asesinarla, saberse definitivamente a salvo de esa otra vida suya. Bastante barullo era ya tener que convivir con las personalidades interiores como para tener que afrontarlas además en la superficie.
De modo que Lucía consiguió convencer a la angustiada y dubitativa Regina, que para entonces ya estaba francamente histérica, de la conveniencia de hacer una cita.
– Pero él no querrá venir, estoy segura…
– No le digas que has hablado conmigo. Llévatelo a algún bar al que vayáis normalmente, y ahí aparezco yo.
El lugar elegido fue un mísero barecito en la calle de la Victoria, porque los Emperadores Austrohúngaros vivían cerca. Regina iría a recoger a su marido, que trabajaba en la cocina de un restaurante y salía a la una y media de la mañana (antes había sido repartidor de pizzas, y se supone que fue así como conoció a Lucía, eso contó la chica: un día salió Lucía en televisión y Constantino dijo: «a esa mujer la conozco, ésa es clienta mía, la he llevado algunas pizzas, es una coqueta, quiere ligar conmigo), y le convencería para acercarse al bar.
Cuando Lucía llegó al cafetucho de la cita no había nadie. Eran las dos menos veinte de la madrugada y el malencarado camarero se negó a servirla:
– Estamos cerrando.
Tuvo que salir y esperar en la puerta: el efecto sorpresa quedaba estropeado. Era el mes de febrero, hacía frío, las estrechas calles estaban desiertas. Los vetustos edificios, desconchados y sucios, parecían más pobres y más tristes a la luz desapacible de las farolas. El camarero arisco echó estruendosamente el cierre y se marchó. Lucía siguió esperando, cada vez más inquieta. No le gustaba estar allí, en el viejo centro de Madrid, sola y de noche. Estaba empezando a pensar en marcharse cuando vio llegar corriendo a una muchacha.
Porque era una muchacha: no aparentaba más de veinte años.
– Hola… Soy Regina… -dijo sin aliento.
Era verdaderamente guapa, una belleza, pese a su pelo mal teñido de rubio, y a sus pantalones baratos muy apretados, y a la horrorosa chaqueta vaquera forrada de borrego sintético y con tachuelas doradas sobre los hombros. Pero tenía unos ojos verdosos espectaculares, la expresión fina y viva, una boca perfecta; y era alta, mucho más alta que Lucía, una chica grande y bien formada.
– No he podido traerle… Ha sospechado algo… Se ha ido corriendo en dirección a casa… Si nos damos prisa, lo alcanzamos.
Y se dieron en efecto tanta prisa que Lucía no pudo pararse a pensar en lo que estaba haciendo. Salió Regina disparada y Lucía fue detrás, torciendo esquinas del laberinto urbano, escurriéndose entre coches mal aparcados, enfilando calleja tras calleja, cada vez más oscuras, más estrechas, negros callejones húmedos y relucientes por la cercana lluvia, abandonados pasadizos de una ciudad fantasma, hasta que Regina se internó en un pasaje comercial, una decrépita galería que debía de resultar sórdida incluso a plena luz, pero que ahora, con las tiendas cerradas y en penumbra (ruines pañerías, mercerías polvorientas, destartaladas casas de ortopedia), era el escenario de una pesadilla. Adonde me lleva, qué quiere verdaderamente de mí esta mujer, por qué me he metido en esta trampa, se dijo Lucía con terror súbito mientras cruzaba el corredor infame, ensordecida por el eco de sus propios pasos y con la cabeza llena de vagas imágenes sangrientas. Pero no, ya acababan de atravesar la galería, ya salían al otro lado, de nuevo la calle y la noche y la lluvia y las farolas de luz mortecina. El pasaje comercial había sido un atajo, porque allí, unos metros más arriba, en la otra acera, una figura cabizbaja y oscura caminaba con rapidez entre las sombras.
– Es él -gimió la muchacha-. Es Constantino. Salió corriendo en pos del hombre con fuerte zancada de valquiria, mientras Lucía la seguía al paso y sin aliento. Les vio juntarse en lo alto de la cuesta, dos cabezas inclinadas susurrando inaudibles murmullos, y el fatigado corazón le dio un brinco en el pecho. Era el final de la búsqueda, la solución del enigma, el espejo encantado. Hizo un esfuerzo por avivar el paso y cubrió los últimos metros de la subida. Cayó sobre la pareja por la espalda; estaban a poca distancia de un farol y pudo verle bien la cara cuando se volvió. Era también joven, tal vez veinticinco. Menudo, muy bajito, apenas un palmo más alto que Lucía; feo y dentón, con cara de roedor y cuatro pelos lacios y rubiatos que ya dejaban entrever los estragos de una calvicie prematura. Pero lo más llamativo eran sus ojos, agrandados por unas gruesas gafas de astigmático, unos ojos despavoridos que parecían enormes y bulbosos tras los lentes, sus ojos como peces espantados moviéndose dentro de la pecera de las gafas. -Perdón… perdón -balbució el roedor medio desfallecido. No le conocía, pensó Lucía con alivio triunfante, era verdad que no le conocía, la otra Lucía Romero no existía, sólo había una Lucía Romero y era ella. Y también pensó: de modo que era esto. Un hombre extraordinariamente feo y una mujer bellísima. Un hombre inseguro que tortura a su amada para retenerla. Y una mujer masoquista que ama a quien le daña. Reconocía Lucía esa materia abisal, magma caliente. Los infiernos acaban siendo parecidos. En alguna de sus vidas, presentía Lucía, ella podría haber sido Regina, o Constantino, o la amante que regalaba anillos. En el daño hay una zona oscura, indeterminada, en donde todos los papeles son intercambiables.
– Bueno, no… No te preocupes -respondió Lucía al hombrecito de los desencajados ojos-peces-. No importa, está perdonado, por mí no pasa nada; ahora tienes que cuidarte tú y ver por qué haces eso, porque no es muy normal.
No, no era normal, o tal vez fuera lo más normal del mundo, propio de la locura general que nos habita, que Constantino se inventara una vida falsa, que Regina telefoneara anónimos insultos a la supuesta rival, que Lucía saliera a todo correr a perseguir espejeantes quimeras de madrugada. Y todo esto, el dolor, la inquietud, la indigna dependencia, la miseria de los días y las noches, todo esto por amor, o así denominaban a esta patología, a la necesidad del otro que destruye, a la ferocidad antropofágica, son caníbales aquellos que para amar devoran. Si lo siniestro es la irrupción del horror en lo cotidiano y lo apacible, no hay nada más siniestro que el amor que envilece; y por ese agujero negro, rugiendo como un dragón y echando fuego, emerge la perdición de cada cual.
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