Rosa Montero - La Hija Del Canibal

Здесь есть возможность читать онлайн «Rosa Montero - La Hija Del Canibal» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La Hija Del Canibal: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La Hija Del Canibal»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Lucía y Ramón llevan juntos diez años, unidos más por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el Fin de Año en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ramón desaparece. Lucía emprende la búsqueda por su cuenta.

La Hija Del Canibal — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La Hija Del Canibal», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Lucía abrió la escalera de mano y subió a ella. La casa era antigua y los techos altos, de manera que tuvo que trepar hasta el último escalón, el quinto, para alcanzar la lámpara; y aun así necesitaba empinarse y estirar los brazos. Era muy incómodo y bastante inestable. Resultaba un fastidio ser tan pequeñita.

– Te vas a caer. Déjame a mí -dijo Félix. Ni pensarlo, se dijo Lucía. Pues sólo faltaba ahora que se subiera el viejo a la escalera y se descalabrara. Ni pensarlo.

– No, no. Puedo perfectamente.

Bueno, no tan perfectamente. El cable estaba pillado debajo de un reborde y era imposible liberarlo, sobre todo teniendo en cuenta que apenas si alcanzaba. Decidió descolgar la lámpara, arreglar con comodidad el desperfecto y después instalarla de nuevo. Comenzó a desatornillar trabajosamente los soportes.

– Te vas a caer. Ya te dije que eso lo iba a arreglar yo.

Era Adrián, que había aparecido junto a ella. Cierto, Adrián había dicho que él enderezaría la lámpara. Así es que para qué demonios se había metido Lucía en ese lío. Además, al muchacho le hubiera sido todo más fácil. Para empezar, era mucho más alto.

– No te molestes -respondió Lucía con voz gélida-. Ya me las arreglo sola.

Estaba furiosa. Agarró la media esfera de cristal y tiró de ella hacia fuera, sacándola de las guías metálicas. Un inmenso error, porque el vidrio, descubrió de repente, pesaba muchísimo, mucho más de lo que ella podía soportar de puntillas en el quinto peldaño de una escalera sin desnivelarse.

– ¡Que te vas a caer! -repitió Félix.

Más que una advertencia fue un grito descriptivo, pues Lucía, en efecto, se estaba ya cayendo abrazada a la lámpara.

Pero no, no llegó a golpearse. Porque Adrián, con una agilidad sólo comparable a su fuerza (y ambas parangonables a las de los héroes de las novelas románticas), se subió de un brinco a la escalera y sujetó a Lucía y su lámpara mientras se desplomaban. Acogida en el nido de sus brazos, con el pecho del muchacho de respaldo y su aliento cosquilleándole la oreja, Lucía sintió la deliciosa tentación del desfallecimiento. Puedo desmayarme, se dijo en un instante alucinado, casi sin pensarlo, no más que sintiendo las palabras. Puedo desmayarme en su regazo, y dejarle que me coja, y convertirme en una segunda piel, toda pegada a él. Como adivinando su pensamiento, Adrián la levantó en vilo y la bajó hasta el suelo. Luego, tras quitarle el cristal y depositarlo en el sofá, se la quedó mirando.

– Por qué poco… Pero mira que eres cabezota, Lucía -dijo Adrián.

Y sonrió encantador, tal vez incluso tierno.

El amor es un invento occidental, un invento reciente, quizá no más antiguo que el Romanticismo, se dijo Lucía. En la India, en China, en Etiopía, hombres y mujeres habían vivido sin amor durante cientos de años, y se casaban por medio de matrimonios de conveniencia que probablemente resultaban más felices y estables que los matrimonios apasionados. En sociedades así, los vaivenes del corazón no ocuparían ningún espacio de importancia en la vida.

– Déjame en paz -gruñó Lucía, venenosa de ira. Adrián arrugó la frente con gesto herido:

– Descuida, ya te dejo.

Tal vez fuera la ausencia de creencias, la carencia de marco, la falta de sentido a la que antes se refería Félix. En la sinsustancia de la vida moderna, en el caos de los días, el amor podía ser una luz deslumbrante, como el fanal del pescador al que acuden los peces sin saber que aquello que los embelesa va a matarlos. El amor como droga, compulsivo. El amor como abismo y como peligro. Ese amor espléndido por el que uno se pierde.

En lo que yo creía de verdad cuando regresé a España, a los doce años recién cumplidos, con unos cuantos huesos y pellejos y uñas menos, era en la absoluta, completa veracidad de mi sobrenombre -dijo Félix Roble un día, retomando el hilo de su relato-. Yo era Fortuna porque era auténticamente afortunado, y pensaba comerme el mundo ayudado por mi buena estrella. De aquella época recuerdo sobre todo eso, el hambre de vivir, la confianza. Y el tiempo, el tiempo tan lento, tan enorme, horas que parecían días y minutos que parecían horas. ¡Cuánto dura el tiempo en la niñez! Justo cuando no lo necesitas. Un desperdicio.

Llegué a Madrid en marzo de 1926 y me pareció una ciudad fría y gris, una ciudad del Norte, aunque estuviera más al sur que mi Barcelona natal. La dictadura de Primo de Rivera estaba en su apogeo y la situación de los compañeros era muy penosa. Las cárceles se encontraban atestadas de anarquistas, y hay que recordar cómo eran las cárceles de la época: sucias y ruinosas, infrahumanas. Allí dentro la gente se moría de frío y de hambre. Paquita, la prima de Jover que había ofrecido hacerse cargo de mí, era una mujer de edad indefinida, muy fea y muy robusta. Regentaba un diminuto puesto de frutas y verduras en el mercado de la plaza del Carmen, en el centro de Madrid, y se las apañaba para sacar ella sola adelante su negocio y para cuidar de sus cuatro hijos pequeños, el mayor apenas si tendría siete años, a los que dejaba todo el día encerrados bajo llave en la mísera casa en la que vivían, un único cuarto con estufa a modo de calefacción y de cocina. Del padre nunca supe: tal vez se hubiera muerto, tal vez se hubiera ido, quizá era un anarquista encarcelado o quizá incluso hubiera varios padres que se repartieran la responsabilidad de la prole. Porque los niños, pese a ser tan iguales de edad, eran físicamente muy distintos: uno moreno, otro pelirrojo, otro con la nariz demasiado larga. Nunca me atreví a preguntarle nada a Paquita: sobrecogía porque siempre estaba de muy mal humor, era áspera y cortante y más callada que una piedra. Trabajaba todo el día como una bestia y supongo que en su vida no había tenido muchas razones para sentirse alegre. Paquita poseía unas enormes manos de pelotari con las que era capaz de partir en dos una manzana, proeza que no he vuelto a ver en toda mi vida. Esto, partir manzanas en público, era su única debilidad, el único momento de placer que se permitía. De cuando en cuando venían a solicitarle una exhibición los chicos del barrio, o los clientes, o algún forastero que había escuchado hablar de la extraordinaria gesta. Ella siempre se hacía de rogar, sacudiendo con enfado la cabeza:

«¡Bobadas! ¡Bobadas! ¡Ahora no tengo tiempo! ¡Ahora no tengo tiempo!»

Pero al final cogía una manzana, le daba dos o tres vueltas entre sus gruesos dedos para encontrar el agarre adecuado y luego, zas, de una sola y en apariencia facilísima torsión la rompía limpiamente en dos mitades. Y entonces sonreía, un relámpago de sonrisa diminuta y desdentada en la comisura de sus labios. En el mercado la llamaban la Sansona. Era una buena mujer. Parte del dinero que ganaba con tan enconado esfuerzo se esfumaba en manos de los compañeros anarquistas.

«Los hombres, ja… Todos son iguales. O detrás de una mujer o detrás de una imaginación, pero nunca trabajan», refunfuñaba a veces.

O bien:

«Ya podían dejarse de tanta pamplina anarquista y tanta pamparrucha [por paparrucha] y arrimar el hombro como es debido.»

Pero a pesar de todas sus protestas, luego daba para la causa todo lo que podía: era tan generosa como sólo pueden serlo los pobres. Paquita pertenecía a esa clase de mujeres que se han ido haciendo cargo de la vida cotidiana a lo largo de la historia, mientras los hombres guerreaban y descubrían continentes e inventaban la pólvora y la trigonometría. Si no llega a ser por ellas, que se ocuparon de gestionar cosas tan vulgares y nimias como la alimentación y la procreación y la realidad, la Humanidad se habría acabado hace milenios.

Yo dormía en el puesto de verduras, cosa que tomé como un cumplido, porque demostraba que Paquita me consideraba un hombre, o al menos lo suficiente hombre como para que no durmiera con ella en el mismo cuarto. Por lo demás, me trataba igual que a sus hijos, con el mismo malhumor y torpísimo cariño, e incluso me pagaba un salario de aprendiz siempre que podía.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La Hija Del Canibal»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La Hija Del Canibal» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «La Hija Del Canibal»

Обсуждение, отзывы о книге «La Hija Del Canibal» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x