Rosa Montero - La Hija Del Canibal
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Recordaba ahora Lucía, apenas veinticuatro horas después de la muerte del delincuente, aquella vieja historia de Constantino y Regina, y sentía que con Adrián podría correr el riesgo de abrir un pantano parecido. Su relación con el muchacho era cada vez más turbia, más fangosa. Cada vez desconfiaba más de él, pero era un recelo irracional, involuntario. Adrián había bajado tarde a desayunar el día anterior, pero esto ¿le convertía acaso en un asesino? ¿Creía verdaderamente Lucía que Adrián estaba en connivencia con los terroristas? No, la verdad es que no, en el fondo Lucía no lo creía. Entonces, ¿por qué tantas suspicacias, y por qué sentía esa agresividad creciente hacia él?
Una agresividad idiota e incontrolable que hacía que se comportara como una niña. Así había sucedido esa misma tarde, después de comer, cuando Félix y Adrián se enzarzaron en una de sus discusiones habituales:
– Pues sí, por supuesto, claro que creo que hay algo más. No digo un Dios, un Dios a la antigua, me refiero, pero sí algo, no sé… Por ejemplo, la reencarnación me parece una idea de lo más sensata -estaba diciendo Adrián acaloradamente.
– Ya, la reencarnación. Pues ya ves, a mí no me cabe en la cabeza. Eso de haber sido una prostituta en el siglo XVI, pongo por caso. Absurdo -contestó Félix, displicente.
– Es que no es eso, exactamente. Lo estás ridiculizando, lo estás abaratando.
– Puede que sí. Pero es que tú no sólo crees en la reencarnación, sino que pareces dispuesto a creer casi en cualquier cosa. Tienes una credulidad universal. Eres un chico listo, pero a veces te impresionan cosas que pertenecen directamente al ámbito de la magia de feria. De verdad, sin ánimo de ofender, a veces sostienes unas tonterías irracionales que me dejan atónito. Como esa teoría tuya de las coincidencias, de los rayos sin tormentas y las muertes extrañas -dijo Félix.
– Vaya, me encanta, es comodísimo eso de decir: «sin ánimo de ofender, sin ánimo de ofender», y luego ponerse a insultar al oponente. Y además, no me llames chico listo: me revienta. En cuanto a lo otro, yo no digo que tenga una respuesta para todas esas muertes, y ni siquiera aseguro al cien por cien que sea un fenómeno paranormal; sólo digo que son unas coincidencias muy extrañas, y no soy el único en desconfiar de las coincidencias, ¿sabes? Arthur Koestler, por ejemplo, que era un intelectual muy interesante, tiene un libro que dice que las coincidencias son…
– ¡Bah! Un comunista, el Koestler ese. Menudos intelectuales, los comunistas.
– No señor, no señor, porque da la casualidad de que se salió enseguida del partido y escribió libros feroces denunciando el estalinismo, así que ya ves por dónde te estás equivocando -alardeó de erudición Adrián, encantado de haberse apuntado un tanto tan fácil.
– Da lo mismo que se saliera luego, ya sé que lo dejó. Es el haber pertenecido al partido alguna vez lo que indica el modo en que tenía organizada la cabeza. El anarquismo enseñaba a pensar, enseñaba a leer, a desarrollar el criterio individual, a ser libre intelectual y moralmente. Pero el comunismo siempre fue una secta. Allí iban a parar las mentes débiles que buscaban el alivio de los dogmas de fe y de las certidumbres.
– No pienso ponerme a discutir ahora sobre el comunismo o sobre la cuadratura del círculo. Estábamos hablando de la cantidad de cosas que no conocemos. Mira, el libro este de Koestler, El abrazo del sapo, trata de un biólogo vienes de los años veinte, Paul Kammerer, que dijo que las coincidencias no existían, sino que se debían a una ley del Universo aún no descubierta, una ley física como la de la gravedad, él la llama la ley de la serialidad, por la cual las cosas y los elementos y las formas y los hechos tienden a ordenarse por tandas de semejanza, por series homogéneas. Porque en el Universo, decía Kammerer, hay una pulsión ciega hacia la armonía y la unidad.
– No, si acabarás inventando a Dios un día de estos.
– Pues te diré que la teoría de Kammerer le pareció muy interesante a un montón de gente importante, ¿sabes? A Einstein y a Jung y gente así. Claro que para entenderla hay que tener la cabeza un poco abierta, porque tú alardeas mucho de flexibilidad intelectual, pero a mí me parece que eres un dogmático.
– ¿Dogmático yo? Ahora sí que eres tú el que está insultando. ¿Dogmático yo, que he combatido toda mi vida contra el totalitarismo intelectual y político? ¿Pero tú tienes alguna idea de lo que es el anarquismo? Mira, te voy a decir lo que sucede. Lo que sucede es que los de vuestra generación no tenéis cojones para ver el mundo como es, un mundo sin Dios y sin paraíso y sin Más Allá; no hay más mundo que este y eso es duro de tragar, eso amarga, hay que ser muy persona para aguantar el miedo, y eso te lo digo yo, que tengo ochenta años y casi estoy ya en el agujero; y que he visto cómo casi todos mis conocidos, a medida que iban envejeciendo, se iban haciendo creyentes como por milagro, de jóvenes eran ateos furiosos y luego se convirtieron en meapilas; porque la oscuridad acojona, te lo aseguro. Pero hoy los jóvenes sois tan cobardicas, tan insustancíales y poco sólidos, que ni siquiera de jóvenes aguantáis el vacío, y así os va, que estáis dispuestos a creer hasta en los cuentos de hadas, hasta en el Imperio de las Galaxias, vamos, con tal de creer en algo. Los de mi generación, por lo menos, supimos aguantar el vértigo de vivir sin apoyarnos en ninguna creencia. En realidad, Lucía no estaba de acuerdo con el viejo; en realidad, pensaba que en los años de juventud de Félix el mundo estaba lleno de creencias, tal vez no divinas pero sí religiosas, creencias en la victoria final del proletariado, o en la revolución futurista de las máquinas, o en la refundación nacional-socialista; incluso el propio Félix había sido un hombre de fe, un apóstol de la buena nueva, un predicador de la humanidad feliz y libertaria. En realidad, era ella, Lucía, ella y su generación de cuarentones, quienes se habían quedado de verdad en tierra de nadie, en un mundo desprovisto de fe y de trascendencia, en una sociedad mediocre y sin grandeza en la que nada parecía tener ningún sentido. ¡Qué sabía Félix de vivir en la inclemencia y sin abrigo! Todo esto era lo que hubiera debido contestarle a Félix, pero eso hubiera supuesto un apoyo, un refuerzo para Adrián, y Lucía no estaba dispuesta a concederle al muchacho ni una brizna de aprecio aquella noche. Antes al contrario, quería hacerle daño y vengarse de las heridas aún no recibidas, de las cicatrices del porvenir. De manera que dijo:
– Estoy de acuerdo contigo, Félix.
Y lanzó a su vecino una sonrisa encantadora que en realidad estaba dedicada sólo a Adrián. El muchacho frunció el ceño:
– Está bien, si os ponéis ya los dos en contra de mí, entonces no quiero seguir con esta discusión absurda -dijo, y se levantó y salió de la cocina.
Lucía le echó de menos al instante. Pero qué me sucede, pensó con turbación, por qué me comporto de este modo. Porque por entonces Lucía sabía mucho menos de sí misma que lo que yo sé ahora sobre ella, y todas estas cosas que acabo de escribir sobre el miedo a los hombres, y el peligro, y el daño, aunque ya las barruntaba Lucía por entonces, no las tenía tan claras. Así es que echó de menos a Adrián y se sintió furiosa por añorarlo. Entonces decidió reparar la lámpara de la sala, que llevaba rota un par de meses. Sí, repararía la lámpara y así arreglaría cuando menos una diezmillonésima parte de este jodido mundo. Cogió la escalera plegable, los destornilladores, los alicates. Era una lámpara halógena, un grueso cuenco de vidrio y metal. Podía ponerse a mayor o menor altura, subiéndola o bajándola del techo por medio de un sistema de poleas, pero uno de los cables se había salido de su riel y la lámpara había quedado arriba del todo, escorada y atrancada. Desasosegaba verla, lo mismo que desasosiega un cuadro torcido.
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