Rosa Montero - La Hija Del Canibal
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Rosa Montero
La Hija Del Canibal
UNAS PALABRAS PREVIAS
Quiero dejar constancia de las principales fuentes en las que he documentado el trasfondo histórico de esta novela: el magnífico artículo de Marcelo Mendoza-Prado sobre las andanzas de Durruti en América, publicado en El País el 27 de noviembre de 1994; el bellísimo libro de Hans Magnus Enzensberger El corto verano de la anarquía; los dos volúmenes de Los anarquistas editados por Irving Louis Horowitz, y los tres de la Crónica del antifranquismo, de Fernando Jáuregui y Pedro Vega; La España del siglo XX, de Tuñón de Lara; Durruti, de Abel Paz; Anarquismo y revolución en la sociedad rural aragonesa, de Julián Casanova, y la Historia de España de Tamames.
Añadiré una obviedad: aunque los datos históricos son sustancialmente fieles, me he permitido, como es natural, unas cuantas licencias. Por ejemplo, es cierto que, durante la posguerra, uno de los líderes catalanes de la CNT era un infiltrado de la policía, y que al ser descubierto fue ejecutado por dos pistoleros anarquistas venidos expresamente desde Francia; pero la escena en sí es por completo imaginaria, y además he cambiado los nombres de los tres implicados para no herir la posible susceptibilidad de los familiares.
También es verdad que el famoso José Sabater murió en noviembre de 1949 en un tiroteo con la policía; pero el pobre Germinal que les delata es un invento mío de arriba abajo. Me interesa que esto quede bien claro, porque la realidad es una materia vidriosa que a menudo se empeña en imitar a la ficción; de modo que a lo peor luego aparece por ahí algún Germinal (nombre libertario por excelencia) y sus descendientes se sienten impelidos a defender la buena fama del abuelo. La vida, como diría Adrián, uno de los personajes de este libro, está llena de extrañas coincidencias.
Aunque en el ambiente anarquista he cambiado prudentemente algunas identidades, en el taurino, por el contrario, todos los citados existieron. Si doy aquí los nombres verdaderos de Crespito, de Teófilo Hidalgo y de Primitivo Ruiz es precisamente para rescatarlos del olvido negro de la muerte, como un modesto tributo a sus vidas épicas y terribles.
La mayor revelación que he tenido en mi vida comenzó con la contemplación de la puerta batiente de unos urinarios. He observado que la realidad tiende a manifestarse así, insensata, inconcebible y paradójica, de manera que a menudo de lo grosero nace lo sublime; del horror, la belleza, y de lo trascendental, la idiotez más completa. Y así, cuando aquel día mi vida cambió para siempre yo no estaba estudiando la analítica trascendental de Kant, ni descubriendo en un laboratorio la curación del sida, ni cerrando una gigantesca compra de acciones en la Bolsa de Tokio, sino que simplemente miraba con ojos distraídos la puerta color crema de un vulgar retrete de caballeros situado en el aeropuerto de Barajas.
Al principio ni siquiera me di cuenta de que estaba sucediendo algo fuera de lo normal. Era el 28 de diciembre y Ramón y yo nos íbamos a pasar el fin de año a Viena. Ramón era mi marido: llevábamos un año casados y nueve años más viviendo juntos. Ya habíamos pasado el control de pasaportes y estábamos en la sala de embarque, esperando la salida de nuestro vuelo, cuando a Ramón se le ocurrió ir al servicio. Yo debo de tener algún antepasado pastor en mi oculta genealogía de plebeya, porque no soporto que la gente que va conmigo se disperse y, lo mismo que mi Perra-Foca, que siempre se afana en mantener unida a la manada, yo procuro pastorear a los amigos con los que salgo. Soy ese tipo de persona que recuenta con frecuencia a la gente de su grupo, que pide que aviven el paso a los que van atrás y que no corran tanto a los que van delante, y que, cuando entra con otros en un bar abarrotado, no se queda tranquila hasta que no ha instalado a sus acompañantes en un rinconcíto del local, todos bien juntos. Es de comprender que, con semejante talante, no me hiciera mucha gracia que Ramón se marchase justo cuando estábamos esperando el embarque. Pero faltaba todavía bastante para la hora del vuelo y los servicios estaban enfrente, muy cerca, a la vista, apenas a treinta metros de mi asiento. De modo que me lo tomé con calma y sólo le pedí dos veces que no se retrasara:
– No tardes, ¿eh? No tardes.
Le miré mientras cruzaba la sala: alto pero rollizo, demasiado redondeado por en medio, sobrado de nalgas y barriga, con la coronilla algo pelona asomando entre un lecho de cabellos castaños y finos. No era feo: era blando. Cuando lo conocí, diez años atrás, estaba más delgado, y yo aproveché la apariencia de enjundia que le daban los huesos para creer que su blandura interior era pura sensibilidad. De estas confusiones irreparables están hechas las cuatro quintas partes de las parejas. Con el tiempo le fue engordando el culo y el aburrimiento, y cuando ya apenas si podíamos estar juntos una hora sin desencajarnos la mandíbula a bostezos, se nos ocurrió casarnos para ver si así la cosa mejoraba. Pero a decir verdad no mejoró.
Me entretuve pensando en todo esto mientras contemplaba el batir de la puerta de los urinarios, si bien lo pensaba sin pensar, quiero decir sin ponerle mucho interés a lo pensado, sino dejando resbalar la cabeza de aquí para allá. Y así, pensaba en Ramón, y en que tenía que hablar con el ilustrador de mi último cuento para decirle que cambiara los bocetos del Burrito Hablador porque parecía más bien una Vaquita Vociferante, y en que estaba empezando a sentir hambre. Pensé en ir a ver la Venus de Willendorf en Viena, y la imagen de esa estatuilla oronda me trajo de nuevo a la cabeza a Ramón, que tardaba demasiado, como siempre. Del servicio de caballeros entraban y salían de cuando en cuando los caballeros, todos más diligentes que mi marido. Ese muchacho que ahora empujaba la puerta, por ejemplo, había entrado mucho después que Ramón. Empecé a odiar a Ramón, como tantas veces. Era un odio normal, doméstico, tedioso.
Ahora un chaqueta roja sacaba de los urinarios a un viejo medio calvo que iba en silla de ruedas. Dediqué unos minutos de reflexión a lo llenos que están los aeropuertos últimamente de ancianos en carritos. Muchos viejos, sí, pero sobre todo muchísimas viejas. Ancianas sarmentosas y matusalénicas atrapadas por la edad en el encierro de sus sillas y trasladadas de acá para allá como un paquete: en los ascensores las colocan de cara a la pared y ellas contemplan estoicamente el lienzo de metal durante todo el viaje. Pero, por otro lado, son ancianas triunfadoras que han vencido a la muerte, a los maridos, a las penurias probables de su pasada vida; viejas viajeras, zascandiles, supersónicas, que están en un aeropuerto porque van de acá para allá como cohetes y que probablemente se sienten encantadas de ser transportadas por un chaqueta roja; qué digo encantadas, más aún que eso, probablemente se sientan vengadas: ellas, que llevaron a multitud de niños durante tantos años, ahora son llevadas, como reinas, en el trono duramente conquistado de sus sillas de ruedas. Una vez coincidí con una de estas ancianas volanderas en el ascensor de no sé qué aeropuerto. Estaba encajada en su silla como una ostra en su concha y era una pizca de persona, una mínima momia de boca desdentada y ojos encapotados por el velo lluvioso de la edad. Yo la estaba contemplando a hurtadillas, a medio camino entre la compasión y la curiosidad, cuando la anciana levantó la cabeza súbitamente y clavó en mí su mirada lechosa: «Hay que disfrutar de la vida mientras se pueda», dijo con una vocecita fina pero firme; y luego sonrió con evidente y casi feroz satisfacción. Es la victoria final de las decrépitas.
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