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Rosa Montero: La Hija Del Canibal

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Lucía y Ramón llevan juntos diez años, unidos más por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el Fin de Año en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ramón desaparece. Lucía emprende la búsqueda por su cuenta.

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Y Ramón no salía. Estaba empezando a preocuparme.

Pensé entonces, no sé bien por qué, en si alguien sabría identificarme si yo me perdiera. Un día, en otro aeropuerto, vi a un hombre que me recordaba a un ex amante. Había estado varios meses con él y hacía apenas un par de años que no le veía, pero en ese momento no podía estar segura de si ese hombre era Tomás o no. Lo miraba desde el otro lado de la sala y por momentos se me parecía a él como una gota de agua: el mismo cuerpo, la misma manera de moverse, el pelo liso y largo recogido en la nuca con una goma, la línea de la mandíbula, los ojos ojerosos como un panda. Pero al instante siguiente la semejanza se borraba y se me ocurría que no eran iguales, ni en el gesto, ni en la envergadura, ni en la mirada. Me acerqué un poco a él, disimulando, para salir de la agonía, y ni siquiera más cerca conseguí estar segura; tan pronto me convencía su presencia y me acordaba de mí misma pasando la punta de la lengua por sus labios golosos, como adquiría la repentina certidumbre de estar contemplando un rostro por completo ajeno. Quiero decir que, con tan sólo dos años de no verle, ya no era capaz de reconstruirle con mi mirada, como si para poder reconocer la identidad del otro, de cualquier otro, tuviéramos que mantenernos en constante contacto. Porque la identidad de cada cual es algo fugitivo y casual y cambiante, de modo que, si dejas de mirar a alguien durante un tiempo largo, puedes perderlo para siempre, igual que si estás siguiendo con la vista a un pececillo en un inmenso acuario y de repente te distraes, y cuando vuelves a mirar ya no hay quien lo distinga de entre todos los otros de su especie. Yo pensaba que a mí podría sucederme lo mismo, que si me perdiera tal vez nadie podría volver a recordarme. Menos mal que en esos casos cabe recurrir a las señas de identidad, siempre tan útiles: Lucía Romero, alta, morena, ojos grises, delgada, cuarenta y un años, cicatriz en el abdomen de apendicitis, cicatriz en la rodilla derecha en forma de media luna de una caída de bicicleta, un lunar redondo y muy coqueto en la comisura de los labios.

En ese momento empezaron a llamar para nuestro vuelo por los altavoces y la sala entera se puso de pie. Agarré la bolsa de Ramón y la mía y me dirigí enfurecida hacia la puerta batiente del servicio, a contra dirección de todo el mundo, sintiéndome una torpe fugitiva que, en el momento crucial de la huida masiva de la ciudad sitiada, pone rumbo hacia el lugar inadecuado. En todas las subidas y bajadas de un avión hay algo de éxodo frenético.

– ¡Ramón! ¡Ramón! ¡Que se va el vuelo! ¿Qué haces ahí dentro? -llamé desde la puerta.

De los urinarios salieron apresuradamente un par de adolescentes y un señor cincuentón con cara de tener problemas de próstata. Pero Ramón no aparecía. Empujé un poco la hoja batiente y atisbé hacia el interior. Parecía vacío. La desesperación y la inquietud creciente me dieron fuerzas para romper el tabú de los mingitorios masculinos (territorio prohibido, sacralizado, ajeno), y entré resueltamente en el habitáculo. Era un cuarto grande, blanco como un quirófano. A la derecha había una fila de retretes con puerta; a la izquierda, las consabidas y tripudas lozas adheridas al muro; al fondo, los lavabos. No había ni otra salida ni una sola ventana.

– Perdón -voceé, pidiendo excusas al mundo por mi atrevimiento-. ¿Ramón? ¡Ramón! ¿Dónde estás? ¡Vamos a perder el avión!

En el silencio sólo se escuchaba un tintineo de agua. Avancé hacia la pared de los lavabos, abriendo las puertas de los reservados y temiendo encontrarme a Ramón tumbado en el suelo de alguno de ellos: un infarto, una embolia, un desmayo. Pero no. No había nadie. ¿Cómo era posible? Estaba convencida de no haber dejado de vigilar la entrada de los servicios durante todo el tiempo. Bueno, estaba casi convencida: era evidente que Ramón había salido, así es que tenía que haberme distraído en algún momento; seguro que Ramón estaría ahora esperándome fuera, tal vez hasta se sentiría irritado por no encontrarme, a fin de cuentas era yo quien tenía los billetes. Salí corriendo de los urinarios y me dirigí a la puerta de embarque, frente a la que se apelotonaba aún un buen número de gente, y busqué a Ramón con la mirada entre la masa abigarrada de viajeros. Nada. Entonces le odié, cómo le odié, uno de esos odios de repetición, secos y fulminantes, que tanto abundan en el devenir de la conyugalidad.

– Pero qué cabrón, dónde demonios estará, seguro que se ha ido al free shop a comprar más tabaco, siempre me hace lo mismo, como si no supiera lo nerviosa que me pongo con los viajes -mascullé en tono casi audible.

Y me retiré a un lado de la cola, en un sitio bien visible, depositando las pesadas bolsas en el suelo y esperando desesperadamente su regreso.

Las horas siguientes fueron de las más amargas de mi vida. Primero el aluvión de pasajeros que se agolpaba ante la puerta fue disminuyendo y disminuyendo de la misma manera, fluida e implacable, con que un reloj de arena vacía su copa, y al rato ya no quedaba nadie frente al mostrador. La empleada de Iberia me dijo que pasara, yo le expliqué que estaba esperando a mi marido, ella me pidió que lo buscara porque el vuelo estaba ya muy retrasado.

– Sí, claro, buscarlo, pero ¿dónde?-gemí desconsolada.

Y sin embargo lo busqué, dejé las bolsas a la empleada y corrí alocadamente por el aeropuerto, me asomé alfree shop, al bar, a las tiendas, al quiosco de prensa, mientras oía cómo empezaban a llamarle por los altavoces:

«Don Ramón Iruña Díaz, pasajero del vuelo de Iberia 349 con destino Viena, acuda urgentemente a la puerta de embarque B26.»

Regresé sin aliento y empapada de sudor dentro de mis ropas invernales, con la esperanza de encontrármelo, contrito y con alguna explicación plausible, junto a la puerta. Pero desde lejos pude ver que no estaba. Eso sí, había aumentado el número de empleados de la compañía. Ahora había dos hombres y dos mujeres uniformados.

– Señora, el vuelo tiene que salir, no podemos esperar más a su marido.

Siempre me ha deprimido que me llamen señora, pero en aquel momento deseé morirme.

– No se preocupe, pasa muchas veces. Luego resulta que aparecen bebidos, por ejemplo -decía una de las mujeres, supongo que con la pretensión de consolarme.

Y yo tenía que balbucir que Ramón era abstemio.

– O se han marchado porque sí, tan tranquilamente. ¿Te acuerdas de aquel tipo que se cogió otro vuelo para escaparse de fin de semana con su secretaria? -comentó con su compañero uno de los hombres.

Y yo intentaba reunir algún fragmento de dignidad para decir que no, que Ramón desde luego jamás haría eso.

Me pareció advertir, aun dentro de mi tribulación, que en los comentarios de los empleados de Iberia se agazapaba una irritación considerable, cosa en cierto modo natural si tenemos en cuenta que tuvieron que sacar nuestras maletas de la bodega del avión y que, entre unas cosas y otras, el vuelo salió con cerca de hora y media de retraso. Una supervisora de Iberia y un señor de civil que luego resultó ser policía se quedaron hablando conmigo durante unos minutos. Conté por enésima vez lo de los urinarios y el policía entró a inspeccionarlos.

– No parece haber nada raro. Mire, señora, yo que usted me marchaba a casa, seguro que luego acaba apareciendo, estas cosas ocurren en los matrimonios más a menudo de lo que usted piensa.

¿Pero qué cosas ocurrían en los matrimonios? La frase del policía sonaba críptica, ominosa. De repente me sentí como una adolescente ingenua y boba que ignora las más básicas realidades de la vida adulta: cómo, ¿pero no sabes que los maridos siempre muestran una curiosa tendencia a volatilizarse cuando entran en los retretes públicos? El rubor me subió a las mejillas y me sentí culpable, como si la responsabilidad de la desaparición de Ramón fuera de algún modo mía.

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