Rosa Montero - La Hija Del Canibal
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Sin embargo, después de tanto alardear y de haberme sentido en la gloria con Durruti, yo me adaptaba bastante mal a la vida menestral del mercado del Carmen. Me humillaba verme obligado a llevar el blusón de faena, y me desesperaba tener que callar, por prudencia clandestina, mi reciente y espléndido pasado. En el mercado del Carmen yo era un aprendiz más dentro de una legión de aprendices mugrientos y famélicos. ¡Si ellos supieran que he estado en América, que he puesto bombas, que he atracado bancos con Durruti! ¡Si ellos supieran que tengo un muerto mío!, me decía por las noches, lleno de frustración, mientras daba vueltas en el jergón de la parada. Y durante el día me dedicaba a zurrarme con los compañeros. Me llamaban el Manco, y yo no lo podía consentir. Me pegué con todos, me parece, aunque mi muñón estaba todavía rosa y tierno y apenas si podía utilizar la mano. Pero no debí de hacerlo del todo mal, porque al final conseguí imponer mi sobrenombre y ser de nuevo Fortuna para todos.
Intenté tomarme ese tiempo mediocre como un castigo por mi error, como pago por el dolor causado y por mi muerto, que no dejaba de atosigarme la conciencia. Pero aun así la frustración y el tedio resultaban excesivos. Víctor me había prohibido meterme en líos políticos sin estar él cerca para controlarme, y Durruti me había hecho prometer que estudiaría. Yo cumplía con los dos, pero me desesperaba. Necesitaba hazañas, aventuras y gloria.
Una mañana, era el mes de noviembre, noviembre de 1926, sucedió algo extraordinario. Yo estaba en el puesto y vi cómo una agitación inexplicable empezaba a extenderse entre los vendedores y los parroquianos. Era como el empuje de una ola, como la brisa que va tumbando la mies conforme avanza. Al fin, el rumor alcanzó mi puesto:
«¡Un toro! ¡Un toro!»
Era un toro que llevaban al matadero; se había desviado del pastoreo y había subido por la Gran Vía, perdido en mitad de la ciudad, furioso y asustado. Todo el mundo corría hacia algún lado, los más a encerrarse en sus casas y otros, como casi todos los chicos del mercado, en dirección contraria, hacia el espectáculo y el peligro. Un puñado de hombres se arremolinaban en la esquina de Fuencarral y se decían los unos a los otros con excitación:
«¡Es Fortuna! ¡Ese de ahí es Fortuna!»
Es tal el egocentrismo de la adolescencia que, de primeras y por unos instantes, llegué a pensar que se referían a mí. Pero no. Era otro. Había otro.
Fortuna era el apodo de un matador de unos treinta y cinco años, Diego Mazquiarán, que se había casado con una bella y vivía por ahí al lado, en la calle Valverde. Este Mazquiarán era un torero veterano; hacía mucho que su mejor momento había pasado y ahora estaba instalado en la decadencia, cada vez más bajo de cartel. Esa mañana, en fin, salía en dirección al parque del Retiro para darse una vuelta, cuando se encontró con el toro perdido. Se quitó la gabardina y le dio al animal dos o tres regates, para evitar que siguiera corriendo y sembrando el pánico por la avenida arriba; y en ese momento los taxistas, que eran prácticamente los únicos conductores de vehículos a motor que transitaban entonces por Madrid, tuvieron el improvisado y tácito ingenio de bloquear la calle con sus coches, formando así una especie de plaza en la Gran Vía, frente al antiguo café Pidoux, entre las calles de Fuencarral y Peligros. Tenías que haber visto la escena: aquel torazo oscuro bufando en medio de los elegantes edificios, los taxis relucientes, las bellas asomadas a las ventanas, los mirones abajo con la boca abierta. Era un mundo mucho más ingenuo, más inocente, y casi cualquier cosa nos dejaba pasmados. Un camarero del Pidoux fue a casa de Mazquiarán a buscar el estoque, y Fortuna, ayudado de su gabardina, mató al toro. El asunto se convirtió en un acontecimiento nacional; Fortuna recibió la cruz de Beneficencia, se volvió a poner de moda como matador y firmó contratos sustanciosos durante un par de temporadas, haciendo honor a su sobrenombre. Yo quedé deslumbrado: había descubierto una manera de vivir que era legal y que podía ser tan intensa como atracar bancos, con la ventaja de que la única vida humana que ponías en riesgo era la tuya propia, cosa que resultaba para mí fundamental, perseguido como estaba por la mirada vidriosa de mi muerto. Para colmo, el torero se llamaba como yo. Me pareció un buen augurio, una coincidencia favorable. ¡Sí, una coincidencia! También a mí me pueden impresionar las casualidades, pero no veo la necesidad de inventarse rocambolescas teorías al respecto. Además, apenas si tenía doce años. De algún modo sentí que todo aquello, la fuga del toro, el oportuno paseo de Mazquiarán, el cercado de taxis, el estoque certero, había existido sólo para mí. Que el acontecimiento se había celebrado en mi beneficio.
En Barcelona no había tenido ningún contacto con el mundillo taurino, porque además allí era prácticamente inexistente. Pero en Madrid los toros ocupaban un lugar importante de la vida pública. Empecé a frecuentar los ambientes de aficionados; toreaba de salón con mi mandil, merodeaba por los alrededores de las plazas cuando había corrida y me hacía amigo de los maletillas. Transcurrieron así un par de años con lentitud horrible. Víctor regresó, aunque permaneció en la clandestinidad. Nos veíamos a escondidas, muy de cuando en cuando. Me contó que Ascaso y Durruti estaban en Francia: eran demasiado conocidos como para atreverse a volver. Ambos se habían echado dos novias francesas, mejor dicho, dos esposas, porque convivían con ellas en toda regla y con esa absoluta seriedad que los anarquistas ponían en lo privado. Mi hermano no entendía mi súbita pasión por lo taurino:
«Tú estás chalado, Félix, tú es que estás chalado», decía Víctor, que siempre se negó a llamarme Fortuna.
Le parecía que mi vocación torera era una frivolidad, una tontería. Que me alejaría de la actividad revolucionaria y del sindicato, que era para él lo fundamental. Víctor quería que yo siguiera sus pasos y los de nuestro padre. Con más control y más cabeza que la que había demostrado tener con la bomba de México, pero sin dejar de entregarme por completo a la causa. Durruti, enterado de mi vocación y del desagrado de mi hermano, mandó un mensaje desde Francia: le parecía bien siempre que estudiara. «Déjale en paz, todavía es muy niño», le dijo a mi hermano. «Que se forme en los textos anarquistas y que se distraiga con los toros durante algunos años.» De manera que Víctor me dejó. La palabra de Durruti seguía siendo ley entre nosotros.
Conseguidos todos los beneplácitos, a los quince me convertí yo mismo en maletilla y me dejé crecer la coleta en la nuca a la manera antigua, aunque ya se estaba empezando a generalizar el uso del postizo. Pero no para mí: yo me trenzaba mi auténtico pelo en el cogote y luego lo sujetaba en lo alto de la cabeza con una horquilla, llevándolo debajo de la gorra o del sombrero. Porque me compré un sombrero de fieltro: me parecía que un torero tenía que estar en torero a todas horas, uno era torero todo el día, desde por la mañana hasta la noche. También me compré los trastros de matar, la muleta, el capote; y un traje de tercera o cuarta mano, azul y plata, que me tuvo que arreglar Paquita (eso sí, refunfuñando horriblemente todo el tiempo) porque me estaba enorme. En cuanto que cumplí los dieciséis me fui a Barcelona para hablar con mi hermano y con Durruti, que acababa de regresar del exilio. «Quiero dedicarme en serio a torear», les dije, muy nervioso. «Tengo ya dos corridas apalabradas para dentro de un mes.» Recuerdo la escena con claridad; estábamos en una mesa del bar del Paralelo: Ascaso, Buenaventura, Víctor. Ascaso sonrió chungón y despectivo: «Vaya con el pequeño Félix Roble, nunca acabará de sorprenderme. A los once años ponía bombas y era el anarquista más anarquista, y ahora resulta que todo aquello se ha olvidado y es el torero más torero. Tú lo que de verdad quieres es que te admiren las mujeres. Tú lo que quieres es ser rico y burgués y señorito.» Observé que Víctor empalidecía: supongo que pensaba de mí lo mismo que Ascaso, pero no podía soportar que se pusiera públicamente en entredicho el buen nombre de nuestra familia. Cortocircuitado entre dos sentimientos tan contradictorios, mi hermano apretaba las mandíbulas y sudaba. Me sentí una basura, menos que una basura, un rizo de serrín: porque había algo de verdad en las palabras de Ascaso, siempre tan hábil y tan certero para herir; y, por su manera de decirlo, mis ambiciones parecían sucias, traidoras, miserables. Bajé la cabeza, acongojado. Durruti me dio un cariñoso pescozón en el cogote y me obligó a mirarle: «Deja a estos pelmazos y vente conmigo, Fortuna. Vamos a darnos una vuelta.»
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