Rosa Montero - La Hija Del Canibal
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Pero todavía temía más Lucía, en Adrián, el peligro del hombre. No hay mujer en la tierra que no conozca o no intuya el daño del varón, el dolor que el otro puede infligirte, cómo a través del amor llega la peste. Y con esto Lucía no se refería a las lágrimas del desamor y del desencanto, a que no te quieran como tú deseas ser querida, a que al final tu amado te abandone por otra. Estos son dolores simples de corazón, aunque resulten lacerantes como un cuchillo al rojo. No, lo que de verdad temía Lucía, el peligro del hombre en su sustancia, era todo lo indecible que engloba el otro sexo, era la perversión, el espejo oscuro. La capacidad que el hombre tiene de acabarte.
Todos llevamos dentro nuestro propio infierno, una posibilidad de perdición que es sólo nuestra, un dibujo personal de la catástrofe. ¿En qué momento, por qué y cómo se convierte el vagabundo en vagabundo, el fracasado en un fracaso, el alcohólico en un ser marginal? Seguramente todos ellos tuvieron padres y madres, y tal vez incluso fueron bien queridos; sin duda, todos creyeron alguna vez en la felicidad y en el futuro, y fueron niños zascandiles, y adolescentes de sonrisas tan brillantes como la de Stalin. Pero un día algo falló y venció el caos.
La perdición personal es insidiosa: se agazapa en nuestro interior como una enfermedad tropical, latente y furtiva, aguardando durante años o puede que décadas a que bajemos la guardia, a que se nos agrieten las defensas, para poner en marcha entonces el mecanismo de la demolición. Ahora bien, Lucía había observado que el amor era a menudo el caballo de Troya que permitía el triunfo del enemigo interior. Ese era el miedo principal de Lucía al hombre: miedo a perderse, a enajenarse. Pavor al varón que tiraniza y a la mujer que se deja tiranizar. A darlo todo por él, incluso la cordura, y llamar amor a ese penoso acto de vulgar destrucción. A basar la relación en el dolor y depender de ello. Por toda esa oscuridad que hay entre los sexos, Lucía temía a los hombres. Y tal vez fuera por eso por lo que sospechaba de Adrián: era peligroso porque era atractivo. Años atrás, mucho antes de que apareciera Ramón en su vida, en una época promiscua y un tanto loca, a Lucía le sucedió algo extraño. Empezó a encontrar mensajes insultantes en su contestador: «Guarra, puta, cabrona.» Era una voz de mujer, una voz joven; y desgranaba insultos muy manidos, muy poco elaborados, casi candidos en la simple rotundidad del exabrupto. En otras ocasiones alguien llamaba mientras Lucía estaba en casa, y al descolgar el auricular no se escuchaba nada, o, mejor dicho, se escuchaba ese silencio expectante y húmedo, empapado de aliento retenido, que una presencia al otro lado de la línea siempre impone. El asunto duró tres o cuatro semanas y para Lucía era un pequeño fastidio sin importancia, porque ni la voz ni el contenido de los mensajes resultaban en verdad alarmantes: tal vez fuera una adolescente estúpida, tal vez una loca inofensiva, tal vez una telefonista aburrida que fuese al mismo tiempo adolescente, estúpida y un poco loca. Salvo en el momento de escuchar los mensajes, Lucía ni se acordaba de esa voz anónima.
Una noche regresaba de cenar y estaba abriendo la puerta de la calle cuando escuchó el timbre del teléfono. Se abalanzó hacia el aparato con el sobresalto que provocan las llamadas tardías, y supongo que también con la esperanza de que fuera Hans. Pero no. Era una voz de mujer.
– ¿Lucía?
– Sí.
– Soy Regina.
– Ah, Regina -dijo Lucía, disimulando educadamente mientras rebuscaba en su memoria. El nombre no era demasiado común, pero pese a ello no le evocaba nada-. Regina… ¿Qué Regina?
– Hazte la tonta ahora… Hazte la despistada… No creí que fueras capaz de fingir que no me conoces.
Lo que más sorprendió a Lucía no fueron las palabras, sino el rencor y la amargura con que fueron dichas.
– ¿Pero qué dices? Perdona, pero ahora mismo no tengo ni idea de quién eres.
– Soy la mujer de Constantino -escupió la voz.
Nueva indagación en la memoria. Constantino: ni un eco en las neuronas. Y mucho menos ya el binomio Regina y Constantino, tan de emperadores austrohúngaros. De haberlos conocido, no hubieran sido fáciles de olvidar con ese nombre.
– Pues sigo igual: no me suena ningún Constantino y no te localizo.
– ¡¿También le niegas a él?! ¡Pero qué cinismo! Eres lo… lo más bajo, eres… eres horrible.
Cualquier persona sensata que recibe una llamada de este tipo a las doce y media de la noche, no se queda con el auricular en el oído dejando que una loca anónima la insulte. Incluso Lucía, a quien no se puede definir como sensata, estaba en efecto a punto de colgar, harta de la incoherente agresividad de su interlocutora, cuando la mujer añadió algo más:
– En cambio, para ser la amante de mi marido, para alardear de él y pasearlo por todo Madrid, sí que tienes descaro, pero ahora no te atreves a admitirlo delante de mí. Eres una cobarde.
¿Amante de su marido? Nueva búsqueda frenética por los recovecos de la memoria: Constantino, o quizá Constante, o tal vez Tino, ¿conocía ella a alguien llamado así? ¿Se habría acostado con él, quizá, y lo había olvidado? Un abismo se abrió a los pies de Lucía: ¿era posible que hubiera mantenido una relación semejante sin recordarlo? ¿Podemos vivir una vida diurna paralela y amnésica, semejante a la vida nocturna del sonámbulo? La habitación, fría y todavía medio a oscuras, porque con las prisas sólo había encendido provisionalmente la luz del pasillo, empezó a convertirse bajo la mirada de Lucía en un lugar extraño, como si ya no fuera posible reconocer los conocidos muebles, como si todas las superficies hubieran sufrido una ligera pero indudable distorsión, como si el aire mismo empezara a convertirse en un aire inhumano e irrespirable.
– ¿Cómo dices? -preguntó Lucía con la boca seca.
– Y le regalas sortijas para que se las ponga y me mortifique. Ah, no, eso sí que no. Ella no recordaba haber regalado nunca una sortija a un hombre. No se le ocurriría. ¡Qué mal gusto! No entraba en su cabeza. ¡No podía ser ella, por supuesto! El aire recuperó su antigua ligereza y la habitación dejó de derivar hacia la irrealidad.
– Pero ¿con quién quieres hablar? -preguntó entonces, más tranquila.
Por primera vez, la voz del otro lado pareció algo confundida:
– Con… Con Lucía Romero, claro.
– ¿Lucía la chica morena, pequeñita, como de veintitantos años? -insistió Lucía, redefiniéndose en cada dato frente a la inquietud de un posible e indeterminado aluvión de Lucías Romero pululando por ahí y regalando sortijas a los hombres casados.
– Sí, sí, ¡claro! La que escribe cuentos para niños,-replicó la otra con impaciencia.
Lucía suspiró: pues sí, era ella. Pero no era ella.
– Pues soy yo, en efecto. Pero no soy yo. Te aseguro, te prometo, te juro que no conozco a ningún Constantino.
Regina empezó a mostrar alguna fisura en su convencimiento: enumeró sus pruebas con voz airada, pero en realidad parecía recitarlas para convencerse:
– ¡Cómo que no, si le he oído hablar contigo por teléfono, si he leído cartas tuyas, si he visto la sortija! Y dale con la sortija.
– ¿Has oído mi voz cuando se supone que él hablaba conmigo? ¿A que no has oído nada? Y las cartas se pueden falsificar muy fácilmente. Lo mismo que la sortija. Se la habrá comprado él.
– Es verdad que una vez, cuando quise coger el auricular, ya habías colgado… -murmuró Regina, pensativa-. Pero no puede ser. No puede ser que todo sea mentira, no me lo creo. Y además, él lo conoce todo de ti y de tu casa, él sabe tu dirección y tu teléfono, ¡a que te puedo describir la sala en donde estas! Tienes una mesa redonda con un paño indio sobre el tablero, y una mecedora antigua de rejilla, y un sofá rojo…
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