Rosa Montero - La Hija Del Canibal
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– ¡Mirad lo que hay aquí!
Era un teléfono móvil. Es decir, debía de ser el móvil de Ramón, ese aparato que yo nunca le había visto usar y con el que llamaba a los números eróticos. Estaba metido dentro de un calcetín y escondido en la puntera de una bota de mi marido. Un sitio un tanto extravagante, desde luego, para guardar un teléfono. En la otra bota, y arropado por otro calcetín, encontramos el cargador de la batería.
– ¡Qué raro que lo tuviera tan oculto! ¿No? -exclamó Adrián.
Félix no dijo nada: sólo gruñó de modo lastimero. Llevaba un buen rato a cuatro patas rebuscando entre los zapatos del armario y ahora estaba intentando ponerse de pie sin conseguirlo.
– Echadme una mano, por favor -tuvo que pedir al fin, mortificado.
– Perdona, sí, perdona -me apresuré a decir.
– Es cosa de la rodilla. Tuve un choque con una furgoneta y la articulación se me quedó algo dura -exclamó Félix, muy digno, cuando le levantamos: prefería creerse y hacernos creer que su decadencia tenía una causa externa y accidental, que no era producto de esa ignominia personal que es la vejez que nos crece dentro.
– Todavía le dura la batería. Está bajo, pero no se ha descargado del todo -dijo Adrián tras encender el móvil.
Y entonces Adrián hizo algo evidente, algo que se me acababa de ocurrir también a mí, algo en lo que hubiera pensado Félix al instante si no fuera porque Félix pertenece a otro mundo, a otra época, a una realidad sin teléfonos móviles ni memorias electrónicas: pulsó la tecla de llamada y la pantalla mostró automáticamente el último número que había sido marcado en ese aparato. Era el 91-3378146. No era una línea erótica, sino un abonado de Madrid.
– ¿Te suena ese teléfono? -dijo Félix.
– No. En absoluto.
– Entonces podríamos probar, a ver si hay suerte.
– ¿Probar a qué? -pregunté, temiéndome la respuesta.
– Podríamos llamar. A ver qué pasa. Llama tú. Y si contestan, di que es de parte de Ramón. Di que eres su mujer. Es la verdad.
Nunca me ha gustado hablar por teléfono, y resulta comprensible que aún me hiciera menos gracia hablar por el móvil que mi marido secuestrado tenía escondido en la puntera de una bota. Pero también a mí me intrigaba ese número. Tomé aire, apreté la tecla con mano temblorosa y me arrimé el aparato al oído. Un timbrazo, dos, tres. Empezaba a relajarme pensando que no contestaría nadie cuando descolgaron al otro lado:
– Qué hay.
Era una voz de hombre joven y desabrida.
– Ho… hola, soy… Llamo de parte de Ramón. Hubo un brevísimo silencio.
– Se ha equivocado.
– De Ramón Iruña. Ya sabe… Iruña.
El silencio fue mayor en esta ocasión. Cuando volvió a hablar, la voz del hombre se había tensado. Ahora era cortante, más chillona.
– No conozco a ningún Ramón.
– Creo que sí que lo conoce. Ramón me dijo que le llamara. Soy Lucía. La mujer de Ramón.
– Le he dicho que se ha equivocado. No moleste más -barbotó el tipo. Y colgó abruptamente.
Bien, la conversación no había servido de mucho. Pero yo estaba convencida de que aquel tipo mentía. Que ocultaba algo. Que por supuesto que conocía a mi marido. Estaba explicándoles esta sensación a mis amigos, y describiendo el tono de mi interlocutor y sus silencios, cuando de repente sonó el timbre del móvil. Dimos un respingo los tres y nos miramos los unos a los otros, sobrecogidos. Era como recibir una llamada telefónica del Más Allá.
– ¡Cógelo! ¡Cógelo! Terminará colgando -me instaron al fin Félix y Adrián.
Agarré el aparato con extremo cuidado, como si se tratara de un alacrán, y me lo acerqué al oído, temerosa:
– ¿Sí?
– ¿Ramón Iruña?
Era la voz. Era el mismo tipo con el que antes había hablado.
– No… No está. Soy Lucía, su mujer. Ya… ya le he dicho que le llamaba de parte de él. De nuevo una breve pausa.
– Aja. Comprenderá que tenía que comprobar la llamada -dijo al fin.
– Sí, sí, claro.
– Además, él me dijo que usted no sabía nada.
– Sí, sí, claro. O sea, no sabía. No, no, no sabía.
– ¿Estamos hablando de lo mismo?
– Sí, sí, claro -dije, más perdida que Robinsón Crusoe.
– Aja. Pues siento el susto, pero comprenderá que no era nada personal.
– Nada. Nada personal.
– Yo soy un profesional, que quede claro.
– Por supuesto.
– Aja. Bien, dígame.
– ¿Qué? -me espanté.
– ¿Qué quiere que haga?
– ¡Ah, eso! -me espanté más: se me había quedado la cabeza en blanco.
– Pero le aviso de que ahora mi precio ha subido al doble. Esta vez no quiero más sorpresas.
– Aja -asentí, mimética perdida por mi nerviosismo. Entonces se me ocurrió una idea salvadora-. Mire, no quiero hablar del tema por el móvil. Ya… ya sabe cómo son los móviles, lo que dices lo escucha todo el mundo. Mejor nos vemos.
– Bien. ¿En el sitio de siempre?
– Aja. ¡Digo no! En el sitio de siempre, no. Mejor en… En… Félix me pasó una notita garabateada a toda prisa.
– ¿En la barra del Paraíso? -aventuré-. Ya sabe, el café que está en…
– Aja. Lo conozco. Muy bien, mañana a la una de la tarde en el Paraíso. Y traiga dinero. Sin dinero no hay trato.
Corté la comunicación presa de una excitación increíble. Sudaba, me ardían las orejas, me temblaban las manos y el corazón me daba brincos en el pecho, y he de decir que todos estos síntomas resultaban enardecedores, estimulantes. Supongo que el placer ancestral del cazador es semejante a eso.
Sin embargo, a medida que se me fue pasando el vértigo del acecho y enfriando el nerviosismo hizo su aparición otra emoción que al cabo de pocos minutos ya se había adueñado por completo de mi cabeza: un ataque de terror puro, acompañado del arrepentimiento más completo por habérseme ocurrido telefonear a nadie.
– ¡Dios mío! ¿Pero cómo he podido ser tan irresponsable, cómo me habéis dejado hacer lo que he hecho? ¡Ahora he quedado con no sé quién, tal vez con un terrorista, o con un asesino, y ahora ese asesino me pide dinero por no sé qué, y sabe quién soy yo, y debe de saber también en dónde vivo, y si no aparezco mañana en el Paraíso me vendrá a buscar, y si aparezco seguro que todavía será mucho peor!
Tanto me angustié, y, a decir verdad, tenía tantas razonables razones para angustiarme, que acabamos decidiendo entre los tres que avisaríamos a la policía. De modo que llamé al inspector García, que en cuanto se enteró de lo que se trataba se vino para casa presuroso. A la media hora lo tenía sentado a la mesa de la cocina, con el móvil en la mano y su cara de hurón anoréxico algo más vivaz que de costumbre.
– Muy interesante. Importante pista. Bien hecho. La cita. La llamada. Mañana iremos todos -telegrafió en su habitual estilo.
– ¿Cómo? ¿Pretende usted que vaya al Paraíso?
– Claro. Estará protegida. No pasará nada. Muchos policías.
– ¡ Eso es precisamente lo que más me asusta! Que esté todo lleno de policías. O sea, el tipo ese se dará cuenta de que le he traicionado y me rebanará el cuello.
– No, no. Le detendremos. Seguro.
– ¿Y no podrían poner a una mujer policía en mi lugar? -aventuré, recordando alguna película.
– No. Él la conoce a usted. Me parece. Tiene que ir.
En efecto, eso también lo sabía yo: tenía que ir. Era la única pista que podía llevarnos a Ramón, que seguía sin dar señales de vida. Ramón y su dedo amputado, pobrecito; Ramón desconocido, Ramón ignorado por mí, un Ramón un poco turbio e inquietante pero que seguía siendo mi marido y que tal vez se encontrara ahora mismo en una situación de extremo peligro. Se lo debía.
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