Rosa Montero - La Hija Del Canibal
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Pegué un bufido, me puse de pie y salí arreando con la Samsonite. Y entonces sucedió: estaba retrocediendo por el pasillo en busca de otra butaca, cuando alguien salió por detrás y agarró la maleta.
– Esto es nuestro -susurró una voz en mi oído,
Fue un movimiento suave y bien ejecutado: yo sentí su mano sobre la mía y solté el asa. Vi las espaldas del hombre, envueltas en un traje oscuro, caminando por delante de mí hacia la salida. Me quedé paralizada en medio del pasillo durante unos instantes, hasta que un espectador empezó a protestar diciendo que no veía. Salí corriendo y me encontré con Félix y Adrián en la puerta del cine.
– ¿Lo habéis visto, lo habéis visto? -les grité muy excitada.
– ¿A quién?
– Al hombre de la maleta.
– No, no. Por aquí no ha pasado nadie. Debe de haber otra salida.
En realidad, me daba igual por dónde se hubiera ido: lo importante era que lo habíamos conseguido. ¡Habíamos conseguido pagar el rescate! El juego de policías y ladrones había acabado.
Regresamos a casa en silencio, agotados. Curiosamente, yo no había pensado en ningún momento en lo que pasaría después de la entrega: todas mis energías habían estado concentradas en la operación de pago del rescate. Ahora, una vez aflojada la tensión, mi cabeza se había sumido en el aturdimiento. Bien, habíamos conseguido pagar la cantidad exigida, y ahora era de suponer que Ramón sería liberado y que volvería a casa. Me aliviaba, claro que me aliviaba la idea de su liberación. Pero me acongojaba, claro que me acongojaba la idea de su regreso. Ahora que Ramón iba a volver conmigo ya no me parecía tenerle tanto cariño como en los días pasados. Me lo imaginaba entrando por la puerta con su mano maltrecha (pobrecito) y sentándose en la sala y explicando su secuestro una y otra vez, ciento cincuenta mil veces en los próximos años, ciento cincuenta mil explicaciones reiterativas y aburridísimas todas ellas, porque Ramón era lento y tedioso y un narrador horrible. Me imaginé a Ramón contando su secuestro por milésima vez y fumando de la manera que él fuma, agarrando el cigarrillo con su mano mutilada (pobrecito) y sosteniéndolo recto ante la boca mientras chupa, para después hacer ruido con los labios al echar el humo; cierra y abre los labios con un chasquido húmedo y neumático, cierra y abre los labios como si fuera un barbo boqueante. Para entonces yo ya no soportaba ese ruidito ni esa manera piscil de abrir la boca. Es curioso ver cómo se desarrollan las inquinas domésticas: al principio lo que te desespera de tu pareja es que no te escuche cuando le hablas o que no sea todo lo cariñoso que esperabas o que tenga un mal genio inaguantable, pero luego, con el tiempo, superada ya la línea de flotación de las disputas conyugales, lo que de verdad te enferma y exaspera es que tu pareja haga ruiditos al comer la sopa o que tenga la costumbre de silbar en la ducha; de modo que estas manías personales, inocentes del todo, pasan a convertirse en el núcleo del rencor y del desencuentro, en la madre de todas las furias y del gran desencanto. Y así, lo que más me espantaba del regreso de Ramón era verle y oírle boquear mientras fumaba con su mano cortada (pobrecito): porque cada vez que se ponía a barbear me entraba por él un odio tal que, por poner un ejemplo, le hubiera incrustado gustosamente un paraguas de tamaño regular entre los labios.
Pensé con inquietud, por otra parte, que esta repentina ferocidad contra Ramón podía estar de algún modo influida por la turbadora presencia de Adrián. Volvería Ramón con su hablar parsimonioso y sus cigarrillos y su dedo amputado, pobrecito, y yo regresaría a mi vida de siempre. Sin Félix y sus estupendos relatos. Y sin Adrián. No es que yo quisiera llegar a nada con Adrián, ni mucho menos; pero nuestra relación era como un juego, algo cálido y brillante que iluminaba el mundo y emborrachaba un poco. Me iba a costar bastante quedarme sin los dos, ahora me daba cuenta. Me iba a costar bastante prescindir de él.
Pensando estaba en todo esto en la cocina mientras nos tomábamos unos bocadillos y un vaso de vino, cuando Adrián dijo en tono algo solemne:
– He descubierto algo que creo que es importante.
Le miramos con expectación.
– Veréis, un tipo de veintiocho años ha sido fulminado por un rayo en el zoo de Madrid. Y lo más curioso es que ese día no hubo ni una nube en toda la ciudad, ni una gota de lluvia, ni una tormenta, y desde luego ese rayo fue el único que cayó en toda la Comunidad.
Le miramos desconcertados.
– Otro chico, de veintitrés años, se estrelló con su coche en la carretera de Guadalajara. Resulta que el coche salió volando por una racha de viento fortísima que le sacó de la carretera. Pero ese día no había viento, y menos de la velocidad que hubiera sido necesaria para que desplazara el coche. El chico murió, naturalmente. Y otra cosa más: dos días más tarde, otro tipo de veinticinco años, que también iba conduciendo por una autopista madrileña, sufrió un accidente fatal cuando una piedra atravesó el parabrisas. Han analizado la piedra y era ¡un meteorito! ¡Un pedazo de materia estelar, un trozo de asteroide, un fragmento del cosmos! Que un meteorito atraviese tu parabrisas es algo tan improbable, por lo visto, que es casi imposible. Pero sucedió. ¿Qué os parece?
Le miramos un poco irritados.
– No sé. ¿Qué nos tiene que parecer? -dije.
– ¡Pues muy raro, extremadamente raro, eso, es lo que es!
– ¿Adonde quieres ir a parar con todo esto?
– Bueno, es que… Ya sé que suena paranoico, o estúpido, o incluso ambas cosas a la vez, pero ¿no parecería algo así como una especie de conspiración para matar gente joven? Desde luego, se diría que hay algo paranormal en todo esto. Ya sabéis que no creo en las coincidencias.
Le miramos desconsolados. O quizá el desconsuelo fuera sólo mío: Félix se sonreía burlonamente. Ese chico inmaduro, ese muchacho absurdo, capaz de soltar apasionados disparates sin dejar de comer su bocadillo, me parecía hoy mucho más atractivo, más delicioso y más deseable que Ramón, mi marido (el pobrecito). De quedarme con Adrián, de convivir con él, probablemente llegaría un momento en el que le odiaría por hablar y masticar al mismo tiempo, como ahora mismo estaba haciendo, llenándolo todo de perdigones de pan y de saliva. Pero hoy incluso esa porquería me resultaba enternecedora. No hay en el mundo arbitrariedad mayor ni injusticia más atroz que la del sentimiento.
Pero no volvió. Me refiero a Ramón: no volvió esa noche, ni al día siguiente, ni el día de después del día siguiente. No volvió con su boca de barbo y su dedo cortado, el pobrecito. A medida que el tiempo transcurría sin saber nada de él, la culpabilidad empezó a roerme las entrañas. Pensé que, en efecto, la maleta se la había debido de llevar un vulgar ratero. Pensé que tal vez los secuestradores habían cambiado de parecer y ahora planeaban reclamar aún más dinero. Pero sobre todo pensé que mi marido no volvía porque yo había deseado que no volviera; que mi mal amor era la causa mágica y fatal de su desgracia; que quizá Ramón hubiera muerto, ejecutado por el desdén de mis sentimientos. Entonces tuve fiebre, me mareé, se me llenaron los labios de calenturas. Pero ni siquiera estos castigos consiguieron que Ramón apareciera.
Quien apareció fue una juez llamada María Martina. Al segundo día recibí una llamada sorprendente: se me pedía que acudiera a ver a la magistrada esa misma tarde. Era una visita informal, no una citación obligatoria; pero se trataba de un asunto concerniente a la desaparición de mi marido y me convenía acudir, explicó con altivez administrativa el secretario.
Llegué al juzgado un tanto intimidada: para cuando me introdujeron en el despacho de María Martina mi culpabilidad había adquirido dimensiones tan monumentales que hubiera podido admitir fácilmente la autoría del robo al tren-correo de Glasgow. Para mi sorpresa, yo no era la única convocada: en una silla, con aire modoso y aburrido, las rodillas muy juntas, como se suelen sentar las señoras talludas, estaba el inspector José García. Me saludó con un pequeño cabezazo e indicó con la mano la otra silla sobrante. Estábamos solos. El cuarto era pequeño y miserable, un perfecto ejemplo de oficina siniestra, con las paredes llenas de lamparones y una mesa de trabajo desvencijada y enorme que ocupaba casi todo el espacio disponible. No había más detalle personal que un cojín que cubría el sillón de madera de la juez; pero era desde luego un cojín llamativo, hinchado como un globo, amarillo rabioso, satinado, con una gallina blanca bordada en todo lo alto, una gallinita con tacones y falda de lunares. Mi sino parecía estar marcado por las gallinitas repugnantes.
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