Ángeles Mastretta - Mal De Amores

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Mal de amores es la historia de una pasión entretejida a la historia de un país, de una guerra, de una familia, de varias vocaciones desmesuradas. Emilia Sauri, la protagonista de esta inquietante novela, nace en una familia liberal y tiene la fortuna de aprender el mundo de quienes lo viven con ingenio, avidez y entereza. Cobijada por la certidumbre de que el valor no es tal sin la paciencia, busca su destino enfrentando las limitaciones impuestas a su género y los peligros de su amor a dos hombres: desde su infancia por Daniel Cuenca, inasible aventurero y revolucionario, y en su madurez por Antonio Zavalza, un médico cuya audacia primera está en buscar la paz en mitad de la guerra civil. Regida por la mejor tradición de las novelas costumbristas, Mal de amores es una novela cuya prosa nítida y rápida consigue arrobarnos con su maestría, mientras nos regala los delirios de una invocación amorosa cuya desmesura nos contagia de futuro y esperanza.

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– Tu héroe -dijo Emilia.

– Uno de ellos -contestó Diego dejando aquel libro sobre la mesa central del laboratorio.

Emilia jaló un banco alto y se puso a hojearlo.

– Ya conocían los usos del aceite de liquidámbar -dijo levantando la cabeza en busca de su padre-. ¿Por qué me habías dicho que ésa era una preparación original de la botica Sauri?

– Es original nuestra porque ya nadie la usaba. Y el tiempo es el mejor amigo de la originalidad.

– Dice Monardes que calienta, conforta, resuelve y mitiga el dolor. Tal vez me sirva untármelo.

– Todo sirve para el mal de amores, golondrina -le dijo Diego-. Mientras haya inteligencia en el enfermo, cualquier aceite cura, y tú eres una enferma muy inteligente. Tanto, que muchas veces nos engañas. Hasta parece que ni te acuerdas de tu mal.

– De loca pongo cara de pena frente a Josefa Sauri. Si así le sobran discursos, imagínate si me nota la tristeza. No se le acaba el odio por Daniel en todo lo que le queda de vida -dijo Emilia.

– Tu mamá tiene debilidad por Daniel -inventó Diego, a quien lo aterraba la sola idea de una brecha entre su mujer y su hija.

– Eres fantasioso, papá. Te pareces a Monardes -dijo Emilia guiñándole un ojo-. ¿Ya viste para cuántas cosas dice que usaban el tabaco? Para cerrar heridas, para dolores de cabeza, reumas, males de pecho, dolor de estómago, ahíto, lombrices, hinchazones, dolores ventosos y de muelas, carbúnculos, llagas… Con razón no hay cosa que mi tía Milagros no resuelva liando un cigarrillo.

Pasaron la tarde leyendo y transcribiendo todo acerca del tabaco y sus utilidades. Cuando cerraron la botica para subir a cenar se llevaron el libro a la casa y abrumaron a Josefa con las más extrañas anécdotas sobre el opio y los fantasmas e imaginaciones que provoca.

– ¿Sabes lo que escribió Monardes? -le preguntó Emilia a su madre siguiéndose de largo a la cita-: "A los españoles cinco granos de opio nos matan cuando sesenta les dan a los indios salud y descanso".

– ¿De casualidad no dice cuántos trastornan a los mestizos? Porque yo a veces quisiera privarme de juicio y ver cosas y visiones que me den contentamiento -rió Josefa parodiando las descripciones del libro.

– Tú te mueres con los cinco granos de los españoles -le dijo su marido.

– ¿Ahora me vas a presumir de indio, diciendo que tú aguantas cincuenta? -preguntó Josefa irónica y divertida.

– Te lo demuestro -le dijo Diego.

– No inventes desperdiciar -dijo Emilia-. Con ese tanto aliviamos a cinco moribundos, y a ti puede matarte.

– ¿Matarme? Tú no sabes de qué estoy hecho -presumió Diego regodeándose en la paz de su sillón predilecto.

El poeta Rivadeneira irrumpió en esa paz, entrando a la sala exhausto y pálido como un cabo de vela.

– Se llevaron presa a Milagros -dijo. Y pareció que fuera lo último que podría decir.

– Vamos por ella -respondió Emilia, creyendo que sería cosa de repetir los trucos de unos días antes.

– Esta vez no va a ser fácil -dijo Rivadeneira-. A ella la conocen bien en las cárceles, no podemos inventar que es extranjera. Además el gobernador la detesta desde la noche en que le preguntó a su esposa de dónde sacaba estómago para vivir con un asesino. La detuvieron por orden suya, no de cualquier policía. Por supuesto, en ninguna cárcel hay registro de su entrada -explicó Rivadeneira. Nunca se había sentido mejor informado ni más inútil.

Diego Sauri abandonó su sillón para ir a sentarse junto a Josefa quien, muda desde que entró Rivadeneira, lloraba sin alardes, pero sin tregua. En su cabeza daban vueltas las mil veces en que le habló a su hermana de los claros beneficios de una vida regida por el sosiego. Y temblaba recordando los labios de Milagros al repetirle siempre como un edicto implacable: "Para que tú me veas quieta, tendrán que enterrarme."

Durante unos minutos, Rivadeneira caminó en silencio de un lado a otro de la sala, mirando a Josefa hacer el inútil esfuerzo de abandonar el llanto, a Diego hundir los dedos entre su despeinada cabeza para jalarse los pelos, a Emilia morder la uña de su pulgar izquierdo, moviendo los labios en un silencioso repetir algo que él descifró como un insulto impronunciable. Después empezó a hablar en desorden, como se habla en los sueños, como si oyéndose pudiera encontrar una respuesta. Los Sauri no entendían su soliloquio, lo escuchaban como a un loco peinando sus locuras, pero lo escucharon un buen rato con esa paciencia que sólo procura la angustia.

Ninguno de los tres se atrevió a interrumpir aquel discurso tan incoherente y, sin embargo, no menos coherente que cualquiera de los que cada uno de ellos dejaba pasar por su cabeza. Así estuvieron durante un tiempo que pareció brevísimo y eterno. Un tiempo regido por el anhelo común de ver a Milagros entrar en la estancia para solucionarlo todo con su presencia como un conjuro. Luego pasó el silencio entre ellos, largo como una legión de ángeles ociosos.

Sólo entonces Rivadeneira detuvo su desorden, se puso el saco, caminó hacia el espejo que le ofrecía un paragüero alto, se acomodó el pelo y descolgó su sombrero.

– Lo que tengo que hacer es sacarla de donde esté y llevármela de una vez por todas a un mundo que la ensordezca menos que éste -dijo poniéndose el sombrero-. No se lo voy a preguntar. Estoy harto de condescender, harto de que me trate como si no existiera, de que me tome y me deje como si yo fuera la esposa de un general en campaña -sentenció mientras volvía a ir y venir por la sala de los Sauri, enmudeciéndolos con aquella beligerancia que le desconocían.

Josefa lo escudriñaba como si por primera vez pudiese atisbar la índole de aquella relación casi secreta entre su hermana y el único hombre que le había dado la medida a su ambición de libertad.

– Eso haz. Me parece una idea prodigiosa -dijo levantándose de un brinco y pasándose las manos por la cara como si así pudiera cambiar el paisaje de sus sentimientos-. ¿Cómo vas a sacarla?

– Pidiéndosela al infame que la tiene -contestó el poeta, dueño por completo de una firmeza que sin duda poseía desde siempre, aunque no acostumbrara mostrarla-. Espero no tardar demasiado. Gracias por aclararme las cosas.

– ¿Qué te aclaramos? -preguntó Emilia.

– Todo -le contestó Rivadeneira yendo hacia la puerta seguido por Diego Sauri, que se propuso escoltarlo a donde quiera que se le ocurriese ir.

Eran las diez de la noche cuando se presentaron en la casa del gobernador, acompañados por un notario tembloroso, amigo de Rivadeneira. Dos guardias les impidieron la entrada y uno de ellos tocó un silbato. A su llamado acudieron, en menos de un minuto, treinta hombres armados como para repeler un asalto. Rivadeneira se ajustó el saco, esgrimió su tono elegante y pidió ver al gobernador.

Los guardias lo miraron de la frente a los zapatos como si fuera un loco. Dijeron que el gobernador no estaba y que ésas no eran horas para buscarlo. Como si no los hubiera escuchado, Rivadeneira sacó una tarjeta con su nombre y se la dio al que parecía más importante. Al mismo tiempo, con el tono más afable que Diego le conocía a su noble trato, dijo que el asunto era urgente y que esperarían el tiempo que fuera necesario.

Cinco minutos después, un hombre de traje oscuro con chaleco debajo, se presentó como el secretario privado del señor gobernador, y tras consultar ceremonioso la hora exacta en su reloj de leontina, preguntó si se les había tratado bien y le participó a Rivadeneira que para su jefe sería un honor recibirlo. Escoltado por Diego Sauri y el notario, un hombre bajito que parpadeaba nervioso como si en los ojos tuviera un par de colibrís, Rivadeneira subió las escaleras del palacio en que vivía el repartidor de bienes y desgracias en el estado de Puebla.

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