Josefa Sauri caminaba adelante de su hermana y se detuvo de repente como si el piso se le acabara. A sus pies, metida en el camisón color de rosa de su última infancia, sorda a los gritos de sus padres y a las patadas de Milagros, yacía Emilia inmutable como un encanto. Había estado dormida desde quién sabe qué horas. Y se veía exhausta.
Exhausta de crecer, pensó Josefa.
Diego Sauri se acercó a besarle la frente para comprobar que no tenía fiebre. Después levantó los ojos hacia el rostro de su mujer. Así dormía ella cuando era joven, con la misma perdida conciencia de existir. Aunque claro, ella no había tenido un padre y una tía irresponsables. Porque tal vez tenía razón Josefa cuando lamentaba las libertades con que Milagros y Diego cansaron a su hija.
Josefa pareció descifrar su mirada.
– Hay algunos renovadores incapaces de entender lo esencial -le dijo.
– ¿Qué es lo esencial? -preguntó Milagros alzando la voz.
– Los hombres tienen pasiones, las mujeres tenemos hombres -le contestó Josefa-. Emilia no es un hombre. No la puedan tratar como si tuviera los sentimientos tan mal acomodados como ellos.
Diego terció con razones favorables a su causa subiéndose a la cama con todo y zapatos para tener más cerca la voz de su mujer. Pero ni al sentir cerca el olor a madera y tabaco que tanto la ataba a su marido Josefa dejó de culparlo.
– Ridícula estaba yo protestando mientras ustedes les tendían la cama a los muchachitos. Como si fuera un chiste que Daniel le quitara a Emilia la paz.
– La paz es para los viejos y los aburridos -dijo Milagros-. Ella quiere la dicha, que es más difícil y más breve, pero mejor.
– No hagas discursos, hermana -pidió Josefa levantándose de la cama y caminando hacia la puerta-Hace rato que no puedo con los discursos.
– Tiemblo cuando se enoja contigo -le dijo Diego a Milagros tras ver salir a su mujer.
– No te aflijas. Ella sabe que tenemos razón. Lo que pasa es que le cuesta mucho trabajo aceptarlo.
– Yo no estoy tan seguro en este momento de que hayamos hecho bien no casando a Emilia como se casan las demás. Lo nuevo angustia.
– Más angustia lo viejo. Y si quieres entrar en tema, más me angustia el viejo Díaz. No sé qué vamos a hacer. Si sigue tan terco como está con quedarse, esto se va a volver un lío de los mil demonios. La campaña electoral es un sainete. Este hombre no quiere más elección que la suya. Y entre más persiguen a la gente, más se radicaliza. Algunos ya quieren levantarse en armas.
– Líbrenos el destino de los redentores -dijo Diego.
– Mañana llegan de México unos enviados de Madero a intentar que Serdán abandone su idea de la rebelión armada y se limite a combatir con la ley.
– No creo que logren nada -dijo Diego-. ¿Quién convence a ese montón de pasiones? Quiere ser héroe. Y eso es muy peligroso. Los héroes no traen con ellos sino dictaduras. Hay que ver en qué se ha convertido ese gran héroe de la República que fue el general Díaz. ¿Me crees si te digo que tengo miedo? Una cosa es querer vivir en una sociedad digna de llamarse así, buscar justicia para otros como un modo de encontrarse con la propia justicia, y otra meterse en una guerra.
– Aseguran que sería una guerra corta -dijo Milagros.
– No hay guerras cortas. Empezar una guerra es como rasgar una almohada de plumas -opinó Josefa entrando con la charola del té-. Por eso me gusta Madero, porque es un hombre de paz.
– Se pasa de ingenuo-dijo Diego.
– Es un buen hombre. Como tú -le dijo su mujer.
– Con la diferencia de que a mí no se me ocurre acaudillar a nadie.
– Los dejo tan de acuerdo en ese tema como han estado siempre, y me voy a ver en qué va la manifestación, porque ya se me hizo muy tarde -dijo Milagros.
– No vayas, Milagros. Por un día que faltes no pasa nada -le pidió Josefa.
– Ya falté. Voy sólo a ver en qué acaba.
– Quiero ir contigo -dijo Emilia levantándose del suelo, despierta como un gallo.
– Y tú de dónde sales? -le preguntó Josefa con una sonrisa.
Diego había tomado una almohada de la cama, y le estaba quitando la funda para sentir las plumas. Se tocaban tan suaves, tan sumisas. Comparar a la guerra con una almohada rota. Eso sólo podía ocurrírsele a su mujer.
Milagros se despidió y corrió a la escalera. Diez segundos después, la oyeron azotar el portón de la entrada.
– Cierra las puertas como si quisiera sellarlas para siempre -dijo su hermana.
– Como si quisiera tirarlas -dijo Diego.
Emilia pidió una sopa y un pan con queso. Josefa le ofreció alubias. Nada le hubiera podido parecer mejor. Las iba comiendo y la cara le cambiaba de a poco. Cuando terminó su segunda ración, era otra.
– ¿Hasta cuándo vas a confundir el hambre con la tristeza? -le preguntó Diego-. Llevas dos días llorando y uno y medio has llorado de hambre.
– No te quites culpas, Diego -le advirtió Josefa.
– No las tengo. ¿Tú crees Emilia que yo tengo la culpa de que adores a Daniel?
– ¿A quién se le ocurrió eso?
– A tu mamá.
– Qué cosas se te ocurren -dijo Emilia-. Él sólo tiene la cuarta parte de la culpa. Otra cuarta la tiene mi tía Milagros por presentármelo cuando nací. Y de la mitad que queda, una parte es tuya porque me gustó que no te gustara y otra mía porque soy necia.
– Esa repartición me gusta -dijo Diego-. Con la cuarta parte estoy dispuesto a cargar.
– Faltaba menos -murmuró Josefa sirviéndole café a su marido.
El agua de tila se parecía esa tarde al té de la India. Emilia le puso un poco de leche y lo sorbió. Un ángel cruzó la mesa y tras el silencio de su paso se oyeron golpes en la puerta de abajo. Diego diagnosticó que ésa no podría ser otra sino Milagros y siguió a su mujer que fue a comprobarlo espiando desde el balcón. Un desorden de cabezas se apretujaba contra el quicio de la puerta. Los Sauri no entendieron qué pasaba, pero temblaron imaginándolo. Emilia bajó corriendo y abrió la puerta sin pensarlo dos veces. Entraron por ella dos hombres heridos que aún podían tenerse en pie, un joven cargando a otro y su tía Milagros como la pastora de aquella desgracia.
Las tropas habían marchado sobre la manifestación cuando estaba a punto de terminar. Cada quien había huido hacia donde le había llevado el instinto. Ellos llegaron hasta ahí con su olor a pólvora y su pánico a cuestas, guiados por Milagros y su certeza de que no había en el mundo un cobijo mejor que aquella familia.
Como si los hubiera presentido, sin la más mínima muestra de sorpresa, Emilia los condujo al cuarto lleno de libros que Diego Sauri tenía junto a su laboratorio en la planta baja de la casa. Se acercó al muchacho malherido mientras Milagros se ponía las manos en la cara, descompuesta por primera vez frente a su sobrina.
El muchacho se apretaba el vientre. Emilia le separó los brazos para hurgar entre su ropa. Segura de que se necesitaría morfina, se la pidió a su padre que en ese momento entraba en el estudio. Diego la oyó pedir sin aprobar su demanda, pero la contundencia adulta con que su hija volvió a urgirle que preparara la droga hizo al hombre dar vuelta y obedecerla sin más.
Emilia estaba apretando el puño del muchacho para contarle los latidos del corazón cuando él volvió con una jeringa, la droga y la seguridad de que su hija no sabría cómo ponerla. Pero ella, que había rasgado la orilla de su fondo para atarla en el brazo del muchacho, extendió su mano hacia él sin detenerse a verlo dudar. Encontró la vena que necesitaba y le inyectó la morfina como lo hubiera hecho una profesional. Luego se quedó un rato hincada junto al desconocido, pasándole la mano por la frente y hablándole al oído.
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