Además, le había regalado, como la única propiedad que su profesión sin ahorros podía regalarle, los más de cien privadísimos descubrimientos de su larga entrega a la medicina y sus enigmas. Emilia sabía dónde quedaba cada tornillo de los que arman el cuerpo humano. Sabía de qué color era por dentro, cómo corría la sangre y por qué arterias, qué sonidos internos explicaban qué penas. Sabía sacar a los niños de las panzas azules en que los guardan sus madres nueve meses, sabía coser heridas, desinflamar chichones, detener diarreas. Sabía ya que los caminos del dolor humano carecen de rumbo fijo y a veces no tienen fin. Pero sabía también que podían detenerse, que desde el principio de los tiempos la humanidad había encontrado formas para detenerlos, que no había una sola verdad médica y que siempre podría encontrar algo nuevo en las búsquedas de otros.
– Los médicos no sabemos nada, más que lo vamos sabiendo -le dijo Cuenca separándose de ella sin decirle adiós.
Daniel lo tomó del brazo y volvió a perder los ojos en Emilia.
– Ya tú sabes -le dijo.
– ¿Irás a la guerra? -preguntó Emilia.
– No habrá guerra -dijo Daniel. Emilia quiso creerle cada palabra.
Las siguientes semanas fueron difíciles para todos. Después de las elecciones, Milagros Veytia llegó a estar tan exhausta y desesperada que durante varios días no fue capaz ni de peinarse. Se mudó a vivir de lleno en la casa de su hermana, porque la soledad que había adorado empezó a pesarle como una sartén golpeándole la cabeza. En los días previos, el poeta Rivadeneira se había dolido tanto cuando ella no quiso irse de viaje con él, que tuvo a bien emprender el viaje de cualquier modo, en un intento más de los muchos que hacía a diario para vivir sin ella.
Desde antes de las elecciones ya estaba claro que serían un fraude. Ni Diego, ni Josefa, ni Milagros, aparecieron en las listas que por ley se publicaban en los periódicos ocho días antes de las votaciones primarias. Como ellos, muchos otros nunca recibieron las tarjetas que los autorizarían a votar.
En las cárceles habían desaparecido los guardianes "amigos". Desde su secuestro, Milagros no podía salir sola sin correr el riesgo de quedar otra vez detenida. Los tres Sauri la suplían en el trabajo de comprar libertades para los maderistas. Pero ni Emilia, intentando los caminos cortos con los cuales había salvado a Daniel, logró conseguir más de una libertad.
Un día se llevaron preso al único hijo de la mujer que cada semana iba a la Casa de la Estrella por las camisas de Diego y cada semana las devolvía planchadas y almidonadas como si fueran de azúcar. Parecía que el cielo le hubiera prestado todas sus aguas la tarde en que se presentó llorando porque su hijo ya estaba en la estación de trenes y eso sólo significaba que lo enviarían a morirse.
Como sus padres estaban ocupados escuchando una de las disertaciones de Milagros, Emilia tomó a la mujer de un brazo y se fue con ella a la estación de trenes en busca de quién sabía quién. Oscurecía cuando entraron al andén. Una hermosa máquina empezó a rugir soltando al aire un humo denso. Emilia respiró el aire aquel, lo dejó vagar y repetirse en sus pulmones y sintió volver el eco de un viaje sagrado. No le pesaron los pies ni la lengua ni la garganta para caminar de prisa en busca del hombre que tenía a su cargo el vagón lleno de presos. Subió la escalerilla y golpeó la puerta ajetreando su boca con los gritos de una patrona exigente. Se puso el apellido con que adornaba su nombre el esposo de Sol y se acogió sin dudarlo a la influencia de la familia que poseía más de medio estado. Dijo que el muchacho de doña Silvina la lavandera era peón de su casa y que no veía el motivo por el cual lo tenían preso. Cuando le contestaron que porque había participado liderando una huelga, ella actuó un gesto sorprendido. Miró al encargado con los ojos de superioridad que le horrorizaban en las cuñadas de Sol y alegó que eso era imposible: ella había tenido al preso bajo su mirada noche y día durante los últimos cinco meses. Luego, ayudada por la autoridad que le concedía haber convencido de su alcurnia al militar bajo cuyas órdenes estaba el cuidado de la estación de trenes, se llevó consigo al muchacho tras firmar con su nombre prestado unos papeles que la hacían responsable de su vida y su fidelidad a la patria.
Doña Silvina quedó tan agradecida que al día siguiente se presentó en la casa de Emilia con una de sus nueve hijas. Como retribución por el regreso de su único hombre, le parecía justo entregar a una de sus mujeres. Era una criatura de trece años, mal comida y pálida, que sonreía con una mezcla de timidez y satisfacción mientras su madre explicaba las razones de su regalo. Emilia no supo qué decir. Había aprendido que era una gran ofensa no aceptar el regalo de un pobre. Pero de ahí a quedarse con la hija de aquella mujer como si fuera una gallina, debía haber un abismo.
Durante un rato perdió la locuacidad que tan útil le había sido el día anterior. Miraba a doña Silvina corno si quisiera indagar de qué estaba hecha, miraba a su hija buscándole la voz con una respuesta, y se clavaba las uñas en el interior del puño apretado. Hasta que la niña interrumpió con su duda ronca la divagación justiciera del dolor con el que Emilia ya no podía lidiar.
– ¿No me quiere usted? -la oyó preguntarle.
Emilia respondió que no era eso y vio cómo la sonrisa tensa de la niña se volvía complacencia mientras le decía a su madre que se fuera ya. La mujer dio las gracias otra vez y se disponía a desaparecer sin más cuando Emilia la detuvo del mandil diciéndole que no podía hacerle eso. Sacó un encaje de palabras con las que explicarle por qué ella no podía quedarse con su hija. La mujer no entendió sus razones, pero terminó aceptándolas convencida más por sus ojos húmedos que por el palabrerío dulzón en que la veía perderse.
Cuando por fin se fueron, Emilia salió corriendo en busca de Milagros que redactaba un manifiesto llamando al mitin en protesta por las trampas electorales. Escribir era ya lo único que la consolaba y escribía manifiestos todos los días y a todas horas, se publicaran o no, salieran o no de su confuso escritorio.
– Le hubieras hecho un bien quedándotela -dijo Milagros-. Ha de estar muerta de hambre.
Emilia recordó a la niña, a su gesto de súplica y coquetería y pensó que tal vez Milagros tuviera razón. Pero afirmó que de todos modos ella estaba más en paz con su negativa.
– Paz es lo que no hay por ninguna parte -dijo Milagros dejándose acariciar por el cepillo con que Emilia se propuso peinarla.
Trenzó primero su melena a la que se le habían multiplicado las canas y después le prendió la trenza en un chongo casi perfecto. Había pasado el tiempo y su ardor sobre Milagros, pero la belleza de sus facciones seguía siendo excepcional, arrogante y noble como en su desaforada juventud.
Decía Josefa que la inteligencia había sido siempre el lienzo sobre el cual la vida pintaba el gesto de su hermana. Y mirando sus ojos aquella mañana, Emilia comprobó esa verdad por encima de cualquier otra que hablara de su tía.
Pero la inteligencia descorazonada es peligrosa, y daba pena escuchar a Milagros prediciendo catástrofes. Cruzaba por su voz el Apocalipsis y una desolación de abismo que Emilia no estaba dispuesta a asumir como su único futuro. Así que se empeñó en corregir las predicciones que Milagros veía contundente en su privadísima bola de cristal.
Dedicó el resto de la mañana a escucharla con una frescura con la que hacía tiempo que nadie la escuchaba y le apostó los cincuenta y seis centímetros de su estrepitosa melena oscura a que Madero sería presidente de México aunque ni ella ni su padre ni al parecer Dios padre y la Coatlicue lo creyeran posible.
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