A principios de mayo de 1911, Diego Sauri recibió una carta del doctor Cuenca, que leyó mientras sentía girar en torno suyo las paredes de la botica con todo y sus frascos de porcelana dibujada. Con su letra garigoleada y temblorosa, Cuenca le comunicaba su temor de que Daniel estuviera preso o muerto. Diego corrió a contárselo a Josefa y con ella acordó que de eso a Emilia no le dirían ni una palabra. Pasaron varias noches en vela hasta la tarde en que Milagros y el poeta Rivadeneira volvieron de un complicado viaje a San Antonio cargando con ellos las disculpas de Cuenca por haberlos alarmado en falso. Daniel estaba sano y los rebeldes ganaban una ciudad tras otra.
Esa noche durmieron nueve horas seguidas, pero Diego amaneció exhausto como si él mismo hubiera tenido que asaltar Ciudad Juárez, de cuya toma Milagros había dejado en sus oídos una descripción que hizo correr por sus sueños tanta sangre, como debía estar corriendo por el país sin remedio y sin freno.
– Defenderse también es asesinar -dijo al amanecer en el oído de Josefa-. Al monstruo le encantan las máscaras.
Josefa giró sobre sí misma y lo besó despacio en la frente húmeda y en la boca reseca. A ella también le aterraba la guerra, esa almohada rasgada en la que se habían convertido sus anhelos democráticos.
Milagros y Rivadeneira volvieron de San Antonio dueños de un aplomo que habían perdido durante la represión de noviembre. Pasaban los días ocupados en la escritura de un periódico clandestino. Josefa intuía que también trabajaban como mediadores entre los grupos revolucionarios y los atrevidos que les vendían armas y monturas.
Se sabía por rumores de los levantamientos en algunas fábricas textiles, de las huelgas en los molinos de algodón, de haciendas y pueblos cruzados por enfrentamientos y muertos. Emiliano Zapata, jefe de los insurrectos en Morelos, encontró en Puebla seguidores apasionados que en bandas de varios cientos de hombres cada una, luchaban por el control de los pueblos y por la línea del Ferrocarril Interoceánico. A diario el gobierno trataba de empequeñecer los disturbios diciendo que se trataba de asesinos y ladrones comunes, no de alzados.
La iglesia se colocó íntegra al lado del gobierno y no hubo púlpito desde el cual no se predicara contra la revuelta. Zavalza y su tío el arzobispo tuvieron un altercado que los Sauri celebraron invitando al doctor a una cena. Bebieron la última copa de oporto a las cuatro de la mañana, con Diego volviendo a sus discursos pacificadores, Josefa canturreando un corrido maderista y Emilia bailando con Zavalza, desmemoriada y feliz.
Una tarde a finales de mayo, Milagros entró con la noticia revoloteándole en la lengua. Porfirio Díaz había renunciado al gobierno. No se cansaba de repetirlo, como si repitiéndolo quisiera hacérselo creíble por fin.
Al día siguiente, el viejo dictador se embarcó en Veracruz rumbo a Europa.
– Han soltado un tigre -sentenció en público antes de subir al barco que lo llevaría al exilio.
– Sólo va a faltar que yo acabe coincidiendo
con él -se dijo Diego Sauri mientras trajinaba entre los frascos y los goteros de su trastienda.
Unas semanas después, Emilia encontró a su padre abrazado a los periódicos del desayuno con más fervor que de costumbre. Habría tregua. La revolución había triunfado y se firmarían unos acuerdos de paz que preveían la formación de un gobierno provisional.
Emilia le pasó la mano por la cabeza y se acomodó cerca de él a beber café y oír sus pronósticos. No había nada como su padre a esas horas de la mañana, nada como el olor de su cuello recién enjabonado, como la luz entre sus ojos de presagio.
– Tendrás que decidirte -le dijo Diego para concluir una larga disertación sobre las posibilidades del gobierno que encabezaría Madero. No tuvo que aclarar nada más.
Daban un último trago de café cuando Josefa irrumpió con la noticia de que Madero entraría a la ciudad de México el día siete de junio. Milagros y Rivadeneira irían a ver el espectáculo que sería la recepción y querían permiso para llevarse a Emilia con ellos.
– Esta niña ya se manda sola -respondió Diego, con la certeza de que su hija iría lo mismo si ellos cometían la imprudencia de negarse.
Salieron el día cinco en un tren perseguido por sobresaltos. Cuando no lo detenían unos montados pretendiendo subirse con todo y caballos, lo detenían los dueños de una hacienda pretendiendo subirse con todo y hacienda.
– Acuérdate bien de este espectáculo porque no vas a volver a verlo en toda tu vida -le dijo Milagros a Emilia.
El poeta Rivadeneira estrenaba una máquina para tomar fotografías y oía las admoniciones de Milagros como la mejor música para acompañar las imágenes que iba guardando tras el ojo de su cámara.
Se alojaron en la pequeña casa que un inglés amigo del poeta dejó puesta en la colonia Roma antes de irse a Europa, el noviembre anterior, cuando había visto venir lo que le esperaba al régimen con el que tan buenos negocios había hecho. Al despedirse de Rivadeneira y Milagros, el inglés les prometió que regresaría en cuanto todo acabara y se fue de un día para otro como si se fuera de vacaciones.
Les dejó la casa para que la trataran como suya y como suya la cuidaban y vivían de vez en cuando. Era una pequeña belleza afrancesada como gran parte de las casas en esa zona. Para aumentar sus excesos decorativos, en los últimos meses Milagros había salpicado la sala de ídolos prehispánicos y artesanías.
Amaneciendo ahí, los despertó un temblor de tierra que estremeció a la ciudad a las cuatro de la mañana con veintiséis minutos del siete de junio.
Emilia dormía sola en una recámara cuyo candil de cristal color de rosa empezó a sonar como un diminuto campanario enloquecido. Milagros entró a pedirle que no tuviera miedo y la encontró aún metida bajo las sábanas, presa del regodeo extraño que era ver aquello columpiándose mientras su cama de latón se mecía como una cuna. Desde niña la sedujeron los temblores. No les temía. Había heredado su inconciencia de Milagros, quien durante los tres minutos que duró el temblor, anduvo por la casa dejándose sentirlo y riéndose de la furia con que Rivadeneira la regañaba por no bajar cuanto antes a la calle.
– ¿No entiendes que esta ciudad está sobre el agua? Es una aberración. Se puede caer de golpe y matarnos -le repitió diez veces Rivadeneira cuando la tierra y él dejaron de temblar. No volvieron a dormirse. La llegada de Madero estaba anunciada para las diez, pero salieron de la casa desde las siete. Compraron los periódicos y se instalaron a leerlos en un café de chinos cercano a la avenida Reforma. Frente a sus tazones de leche y una canasta con panes dulces, leyeron y platicaron más de dos horas. Luego trataron de acercarse a la estación, pero unos hombres a caballo, mezcla de rebeldes recientes y peones eternos, les impidieron el paso. Fueron a la Alameda Central y caminaron por sus alrededores hasta que cerca de las once, les llegó a la banca en que descansaban la noticia de que el tren del señor Madero ya estaba cerca de los andenes. Total, por ahí de las doce y media lograron acomodarse sobre Reforma cerca de la estatua de Colón.
La gente se había encaramado a los monumentos y ya no se sabía bien cuál héroe yacía bajo los cuerpos amontonados sobre sus hombros o sus rodillas, colgados de sus brazos o pisándole los pies. Los vivas a Madero corrían como un jolgorio y todo era un bullicio sin orden y sin tregua.
Dos horas después de estar ahí bajo un sol de escándalo, Rivadeneira tuvo la peregrina idea de que volvieran a la casa. En lugar de escucharlo Emilia trepó a la estatua de Colón. La mano felina de un muchacho la levantó del suelo y ella escaló la estatua levantándose la falda con la boca para que no le estorbara y enseñando las piernas en mitad de una rechifla.
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