Ángeles Mastretta - Mal De Amores

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Mal de amores es la historia de una pasión entretejida a la historia de un país, de una guerra, de una familia, de varias vocaciones desmesuradas. Emilia Sauri, la protagonista de esta inquietante novela, nace en una familia liberal y tiene la fortuna de aprender el mundo de quienes lo viven con ingenio, avidez y entereza. Cobijada por la certidumbre de que el valor no es tal sin la paciencia, busca su destino enfrentando las limitaciones impuestas a su género y los peligros de su amor a dos hombres: desde su infancia por Daniel Cuenca, inasible aventurero y revolucionario, y en su madurez por Antonio Zavalza, un médico cuya audacia primera está en buscar la paz en mitad de la guerra civil. Regida por la mejor tradición de las novelas costumbristas, Mal de amores es una novela cuya prosa nítida y rápida consigue arrobarnos con su maestría, mientras nos regala los delirios de una invocación amorosa cuya desmesura nos contagia de futuro y esperanza.

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Máximo Serdán y casi todos los defensores de las azoteas estaban muertos. Carmen se lo avisó a su hermano Aquiles. Él hizo una mueca que su hermana cargaría en el recuerdo el resto de su vida y dejó de disparar. Un grupo de rurales se acercó al zaguán de la casa. Fuera de sí por la muerte de su hermano Máximo, Carmen le dijo a Aquiles:

– Mira, acabaremos con todos esos.

Aquiles la miró desconsolado.

– No hay ningún jefe con ellos. Si yo supiera que con su muerte triunfaríamos los mataría a todos, pero estamos perdidos de todas maneras. Me esconderé -dijo quitándose el abrigo.

Mientras Aquiles buscaba un refugio, Carmen siguió disparando desde la ventana, hasta que Filomena, la esposa de Aquiles, la jaló por la falda y la obligó a suspender el fuego. Hablándole suave, la fue llevando hasta el cuarto en el que habían estado durante todo el combate ella, que estaba embarazada, y la madre de los Serdán.

Tras romper la puerta a tiros, los federales entraron a la casa. Buscando a Aquiles, uno de los jefes llegó hasta el cuarto en que estaban las mujeres y las tomó presas.

Escondido en un sótano frío y sudando tras el combate, Aquiles sufrió un enfriamiento que en pocas horas se volvió pulmonía. Pasada la media noche, no pudo contener la tos. Los hombres que estaban de guardia en el comedor, bajo cuyo piso quedaba el sótano cubierto por una alfombra, lo escucharon. Un oficial de gendarmes se acercó, levantó la tapa del sótano, lo encontró y disparó a quemarropa. El resultado del levantamiento: veinte muertos, cuatro heridos, siete prisioneros y una derrota.

Doscientos soldados llegaron de México en los siguientes días. Más de trescientos milicianos bajaron a la ciudad traídos desde varios pueblos en la sierra, el jefe de la zona militar compró todas las existencias de las armerías para evitar que cayeran en manos de sus enemigos, el sueldo del Batallón Zaragoza ascendió a 37 centavos por día para los soldados rasos. El gobierno ordenó a los jefes políticos que entregaran dos reportes diarios detallando cualquier actividad extraña que ocurriera en sus distritos.

Como si hiciera falta intimidar más, las autoridades exhibieron el cadáver de Aquiles Serdán. Milagros se empeñó en ir a verlo. Rivadeneira fue con ella como una sombra. Volvieron a su casa mirando las piedras de las banquetas, apoyados uno en el otro.

– Eligió la mejor parte -dijo Milagros cuando cruzaban el umbral del mundo que los cobijaría.

La revuelta en Puebla fue un fracaso, pero corrió como el fuego por el país. Para el cumpleaños de Emilia, en febrero de 1911, los rebeldes de Chihuahua habían logrado echar de su territorio al ejército federal y extendían su movimiento a la región de las minas en el oriente de Sonora. Había levantados por todas partes. Muchos fracasaban, pero otros emprendían la revuelta y muchos más celebraban en privado el éxito de sus victorias.

La primera carta de Daniel desde que se inició la guerra, llegó por correo normal, sucia y remota, a finales de abril. La había puesto en la oficina de correos de un poblado en el norte de Zacatecas. Estaba firmada con un Yo en letra grande y era una lista de te quieros y te extraños sin más detalles ni más destinatario que el corazón de la doctora Sauri.

– ¡Doctora, yo! Nada más esa mentira me faltaba en su lista -dijo Emilia. Llevaba meses maldiciendo contra la incertidumbre que le impedía ir a la universidad a estudiar para convertirse en una doctora de verdad. Su padre vivía repitiéndole que los médicos no se hacen con diplomas y que si ella sabía curar enfermos sería médico, lo quisieran o no las autoridades de la universidad. En cambio, él podía dar fe, había varios dueños de un título que no eran capaces de curar ni un raspón.

Para no discutir con su padre ni con los rigores de la vida en la república, Emilia había vuelto a trabajar en la botica todas las mañanas. Por las tardes, acudía como el agua a su nuevo maestro. El recién llegado doctor Zavalza puso a sus pequeños pies su persona y sus conocimientos y le pidió que lo acompañara durante las consultas.

A cambio del Daniel que centelleaba de vez en cuando, y que estaba perdido desde el año anterior, Emilia encontró en esa presencia menos drástica pero más generosa, a un hombre inteligente y bueno de esos que, como decía Josefa, no abundan en el mundo.

Además no hubiera podido dar con mejor maestro. Zavalza sabía un montón de cosas y las compartía sin ostentación. Le gustaban las enseñanzas que Emilia traía del doctor Cuenca y se divertía escuchando los argumentos éticos que ella le aprendió de memoria al viejo maestro. Entre enfermo y enfermo, Emilia regaba el consultorio de aforismos y Zavalza la oía como quien oye una sonata de Bach. Su voz lo había encantado desde la primera vez, tanto que en las noches, cuando su muda recámara de soltero no lo dejaba dormir en paz, él cerraba los ojos y la oía como al eco de un deseo. Tenía voz de cristales y de ruina, canturreaba el final de las palabras como sólo hace la gente que ha vivido cada hora de su vida entre campanarios. Para colmo, vivía fascinada por la misma ciencia furiosa que había llevado a Zavalza a olvidarse de las finanzas y el comercio, de los viajes y las tierras, el poder y la herencia que estaban para él. Su padre le había concedido el capricho de convertirse en médico, pero siempre creyó que al terminar la carrera su hijo preferiría la comodidad de administrar una herencia al purgatorio de sobrevivir entre la podredumbre y el desánimo que puede ser la vida de un médico. La verdadera fortuna de aquel padre fue morirse antes de que la batalla con la contundencia profesional de su hijo resultara necesaria. Dejó encargado de darla a su hermano el obispo de Puebla, clérigo al que Zavalza ni respetaba del todo, ni hubiera obedecido jamás. Prefería dedicar su talento y sus horas a llevarle la contra y aprender todo lo que aún no sabía del vicio que era en él la medicina. Además, en los últimos meses podía disfrutar el tono en que Emilia le contaba cosas viejas con la fiebre de quien las descubre como la más preciada novedad.

Mirando a Zavalza, Emilia afianzaba las convicciones que había obtenido de Cuenca. Descubría cada tarde que no hay un ser humano igual a otro y le daba sorpresas a su amigo aconsejándole remedios para curar lo que su ciencia no curaba. Era intuitiva y contundente, sencilla y alerta. Hablaba de Maimónides, el antiguo médico que escribió los libros venerados por su padre, como de un viejo conocido, y de las yerbas curativas que vendía doña Nastasia en el suelo del mercado, con el mismo fervor con que escuchaba de Zavalza los más recientes descubrimientos de médicos austriacos y norteamericanos.

Toda la medicina, acordó con Zavalza, incluso la que funda sus doctrinas en abstracciones y sus razonamientos en inferencias, tiene algo que enseñar. Desde la metafísica hasta la observación, cualquier camino les parecía bueno. Emilia aprendió a no despreciar nada. Menos que nada el lenguaje de los hechos, el que mira en cada peripecia algo único, aunque derive su conocimiento de doctrinas generales. Para curar -pensaba- desde las manos del médico sobre la cabeza del enfermo hasta las pastillas de Tolú o los chiquiadores de papa. Para curar, desde una larga conversación hasta unas cápsulas de opio. Para curar, desde el agua y el jabón hasta el ácido tártrico. Para curar, desde el polvo de raíz de Altea hasta los trabajos y descubrimientos del doctor Liceaga, un amigo con quien Zavalza se carteaba cada semana, lo mismo desde la ciudad de México que desde Saint Nazaire, a donde hizo un viaje con la intención de estudiar todo lo que se sabía entonces sobre el virus de la rabia. Para curar, desde las infusiones de Ombligo de Venus recomendadas por doña Casilda la partera indígena que no hablaba castellano más que para decir insultos, hasta la imprescindible Pulsatilla de los homeópatas. Desde el xtabentún que Diego Sauri encargaba a sus islas cuando le aparecía un parroquiano con piedras en el riñón, hasta las pequeñas dosis de arsénico o los masajes chinos en los dedos de los pies.

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