Marc Levy
Mis Amigos, Mis Amores
Antoine y Mathias no han perdido el contacto desde que se conocieron de niños. Ahora, ya treintañeros, siguen compartiendo muchas cosas, pues ambos han pasado por un divorcio y por la experiencia de ser padres: Antoine, de un niño llamado Louis, y Mathias, de una niña llamada Emily. Pero mientras que Antoine se fue a vivir con su hijo a Londres, Mathias sigue residiendo en su París natal, cada vez más insatisfecho con su trabajo y teniendo que soportar que su hija viva también en la capital inglesa. Por eso cuando Antoine le propone regentar una pequeña librería en Londres, él acaba aceptando la oferta. Sin embargo, sus planes se ven trastocados por la decisión de su ex mujer de trasladarse a París por motivos laborales y de pedirle que se haga cargo él de Emily, para que la niña no tenga que adaptarse de nuevo a un cambio de hogar y colegio. Esto dará pie a que Mathias y Antoine decidan pasar de ser vecinos a vivir en la misma casa para así criar juntos a sus hijos. Eso sí, comprometiéndose a respetar dos reglas básicas de convivencia: no contratar a una canguro y no traer mujeres a casa.
– ¿Recuerdas a Caroline Leblond?
– Segundo A, se sentaba siempre al final de la clase. Fue tu primer beso. Han pasado ya algunos años…
– Caroline Leblond tenía una belleza ruda.
– ¿Qué te ha hecho pensar en ella ahora?
– Aquella mujer que está cerca del picadero me recuerda a ella.
Antoine miraba con atención a la joven madre que leía, sentada en una silla. Cuando pasaba las páginas, lanzaba una mirada rápida a su pequeño hijo que no dejaba de reír, subido a lomos de su caballo de madera.
– Esa mujer de allí debe de tener más de treinta y cinco años.
– También nosotros tenemos más de treinta y cinco años -añadió Mathias.
– ¿Crees que es ella? Tienes razón, se parece a Caroline Leblond.
– ¡Con lo enamorado que estuve de ella!
– ¿También tú eras uno de esos que le hacía los deberes de matemáticas para que te besara?
– Lo que dices es asqueroso.
– ¿Por qué? Ella besaba a todos los muchachos que sacaban más de un siete.
– ¡Te acabo de decir que estaba locamente enamorado de ella!
– Pues muy bien, pero ya va siendo hora de que te plantees pasar página.
Sentados uno junto al otro en un banco junto al carrusel, Antoine y Mathias seguían ahora con la mirada a un hombre vestido completamente de azul que estaba colocando una gran bolsa rosa al pie de una silla y que llevaba a su hijita hasta el tiovivo.
– Hará unos seis meses -dijo Antoine.
Mathias examinó el paquete. Por la abertura entreabierta, sobresalían un paquete de galletas, una botella de naranjada y el brazo de un oso de peluche.
– ¡Tres meses a lo sumo! ¿Aceptas la apuesta?
Mathias le tendió la mano; Antoine se la estrechó.
– ¡Hecho!
La niña sobre el caballo de crines doradas pareció perder un poco el equilibrio; su padre pegó un brinco, pero el encargado de la noria ya la había vuelto a colocar bien en la silla.
– Has perdido… -repuso Mathias.
Avanzó hasta el hombre de azul y se sentó cerca de él.
– Al principio es difícil, ¿verdad? -preguntó Mathias condescendiente.
– ¡Ah, sí! -respondió el hombre a la vez que dejaba escapar un suspiro.
Mathias miró furtivamente el biberón sin tapa que sobresalía de la bolsa.
– ¿Hace mucho que os separasteis?
– Tres meses…
Mathias le dio una palmadita en el hombro y volvió con aire triunfal con Antoine. Le hizo un gesto a su amigo para que lo siguiera.
– ¡Me debes veinte euros!
Los dos hombres se alejaron por uno de los caminos del jardín de Luxemburgo.
– ¿Vuelves mañana a Londres? -preguntó Mathias.
– Esta tarde.
– Entonces, ¿no cenamos juntos?
– A menos que cojas el tren conmigo…
– ¡Mañana trabajo!
– Vente a trabajar allí.
– No empieces otra vez. ¿Qué quieres que haga yo en Londres?
– ¡Ser feliz!
Londres, algunos días después
Sentado en su despacho, Antoine redactaba las últimas líneas de una carta. La releyó y, satisfecho, la dobló cuidadosamente untes de deslizaría en su bolsillo.
Las persianas de las ventanas que daban a Bute Street filtraban la luz de un bello día de otoño, bañando los entarimados de madera clara del gabinete de arquitectura.
Antoine cogió la chaqueta colgada en el respaldo de su silla, se ajustó las mangas de su jersey y se puso a caminar con paso rápido hacia la recepción. Se paró por el camino y se inclinó por encima del hombro de su jefe de agencia para estudiar el plan que estaba trazando. Antoine movió la escuadra y corrigió una línea. McKenzie se lo agradeció asintiendo con la cabeza; Antoine lo saludó con una sonrisa y volvió a dirigirse a recepción sin dejar de mirar su reloj.
En las paredes colgaban fotografías y dibujos de los proyectos realizados por la agencia desde que ésta se había creado.
– ¿Esta tarde coge usted la baja? -preguntó él a la recepcionista.
– Eh, sí, ya es hora de traer al mundo a este bebé.
– ¿Niño o niña?
La joven esbozó una mueca a la vez que se ponía la mano sobre su vientre redondo.
– ¡Futbolista!
Antoine rodeó el escritorio, la abrazó y la apretó contra él.
– Vuelva pronto…, no demasiado, ¡pero rápido, no obstante! En fin, vuelva cuando quiera.
Él se alejó a la vez que le hacía una pequeña señal con la mano y empujó las puertas de vidrio que conducían a los ascensores.
París, el mismo día
Las puertas de vidrio de una gran librería parisina se abrieron al paso de un cliente visiblemente con prisas. Llevaba un sombrero que le cubría la cabeza, un fular anudado alrededor del cuello y se dirigía hacia el estante de los libros escolares. Encaramada a una escalera, una dependienta leía en voz alta los títulos y cantidades de las obras colocadas en las estanterías, mientras que Mathias anotaba las referencias en un cuaderno. Sin ningún preámbulo, el cliente le preguntó con un tono poco agradable dónde estaban las obras completas de Víctor Hugo de la Pléiade.
– ¿Qué volumen? -preguntó Mathias tras levantar la vista de su cuaderno.
– El primero -respondió el hombre con un tono de voz todavía más seco.
La joven dependienta se contorsionó, atrapó el libro con la punta de sus dedos y se inclinó para dárselo a Mathias. El hombre del sombrero lo agarró rápidamente y se dirigió hacia la caja. La dependienta intercambió una mirada con Mathias. Con las mandíbulas apretadas, dejó el cuaderno sobre el mostrador y corrió tras el cliente.
– ¡Buenos días, por favor, gracias, hasta la vista!
Estupefacto, el cliente intentó rodearlo; Mathias le arrancó el libro de las manos antes de volver a su trabajo y repetir a voz en grito: «¡Buenos días, por favor, gracias, hasta la vista!». Algunos clientes presenciaron azorados la escena. El hombre del sombrero abandonó furioso la tienda; la cajera se encogió de hombros; a la dependienta, que seguía en la escalera, le costó mantener su compostura, y el propietario de la librería le pidió a Mathias que pasara a verlo antes del final del día.
Londres
Antoine, que subía por Bute Street a pie, se dispuso a cruzar por el paso de peatones; un black cab aminoró la marcha y se paró. Antoine le dirigió una señal de agradecimiento al conductor y avanzó hacia la plaza de enfrente del Liceo francés. Tras sonar la campana, el patio de la escuela primaria se vio invadido por una multitud de niños. Emily y Louis, con la cartera en la espalda, caminaban juntos. El niño saltó a los brazos de su padre. Emily sonrió y se alejó hacia la verja.
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