El guardia llamó a control.
Ella estaría ausente unas horas, y el reglamento impedía comunicar el lugar en el que se encontraba.
– ¿Está al menos en Francia? -había preguntado con la voz vacilante.
– No se puede decir nada… Ya sabes, el reglamento -había repetido el guardia-. De todos modos, eso no está apuntado -había añadido al consultar su gran cuaderno-. Volverá la próxima semana. -Era todo lo que sabía.
– ¿Podría decirle al menos que Mathias ha venido a verla?
Un técnico que atravesaba el pórtico prestó atención al oír un nombre que le era familiar.
Sí, se llamaba Mathias, ¿por qué? ¿Cómo conocía su nombre?…Lo había reconocido, ella lo había descrito tantas veces, había hablado tan a menudo de él, respondió el joven. Había tenido que escucharla a menudo para consolarla cuando había vuelto de Londres. Así que tanto peor para el reglamento, había dicho Nathan mientras lo apartaba lejos. Ella era su amiga; las reglas estaban bien a condición de poder infringirlas cuando la situación lo imponía… Si Mathias se apresuraba, quizá la encontraría en el Champ-de-Mars ; en principio, rodaba allí.
Los neumáticos del taxi rechinaron cuando dieron la vuelta en la avenida Voltaire.
Desde las calles ribereñas, la hilera de puentes ofrecía una perspectiva única. A la derecha, los cristales azulados del Grand Palais acababan de iluminarse; ante él centelleaba la torre Eiffel. París era realmente la ciudad más bella del mundo, todavía más cuando uno se alejaba de ella.
Eran las ocho pasadas. Dieron una última media vuelta a la altura del puente del Alma, y el taxi aparcó junto a la acera.
Mathias se arregló la chaqueta, verificó en el espejo retrovisor que sus cabellos no estaban demasiado desordenados. Metiéndose la propina en el bolsillo, el chófer lo tranquilizó: su porte era impecable.
Estaba terminando su reportaje y charlaba con algunos colegas. Cuando lo vio en la explanada, se le cambió la expresión de la cara. Cruzó la plaza corriendo para ir a su encuentro.
Él llevaba un traje elegante. Audrey miró las manos de Mathias, que temblaban ligeramente. Se dio cuenta de que se había olvidado de ponerse los gemelos.
– Nunca sé dónde los guardo -dijo él, mirándose los puños.
– He traído tu taza de té conmigo, pero no tus gemelos.
– Ya no tengo vértigo, ¿sabes?
– ¿Qué quieres, Mathias?
Él la miró a los ojos.
– He madurado, démonos una segunda oportunidad.
– Las segundas oportunidades no funcionan.
– Sí, lo sé, pero nos acostábamos juntos.
– Lo recuerdo.
– ¿Crees que podrías querer a mi hija, si viviera en París?
Ella lo miró fijamente durante un buen rato, lo cogió de la mano y se puso a sonreír.
– Ven, quiero verificar una cosa.
Y Audrey se lo llevó corriendo al último piso de la torre Eiffel.
En la primavera siguiente, una rosa se llevó el gran premio de la fiesta de Chelsea. Había sido bautizada con el nombre de Yvonne. En el cementerio de Old Brompton, ya florecía en su tumba.
Años más tarde, un joven y su mejor amiga se encontraban tal y como solían hacer cuando podían.
– Perdona, mi tren llevaba retraso. ¿Llevas mucho tiempo aquí? -preguntó Emily, sentándose en el banco.
– Acabo de llegar. He ido al aeropuerto a buscar a mamá, que ha vuelto de una misión. Me la llevo de fin de semana. ¿Y Oxford? ¿Qué tal te han ido los exámenes?
– Papá se pondrá contento, porque me han dado un pequeño premio.
Sentados en un banco junto al carrusel del parque, vieron a un hombre vestido por completo de azul que acababa de instalarse frente a ellos. Éste dejó una gran bolsa al pie de una silla y acompañó a su hija pequeña hasta el tiovivo.
– Seis meses -dijo Louis.
– ¡Tres como mucho! -respondió Emily.
Ella le tendió la mano, y Louis le dio una palmada.
– ¡Se acepta la apuesta!.
Mathias sigue sin saber quién es Popinot.
[1]sándwich de jamón y queso.
[2]*Nombre de un típico plato francés que consiste en puré de patata gratinado sobre carne picada guisada. (N. de la T.)