Marc Levy - Mis Amigos, Mis Amores

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Antoine y Mathias no han perdido el contacto desde que se conocieron de niños. Ahora, ya treintañeros, siguen compartiendo muchas cosas, pues ambos han pasado por un divorcio y por la experiencia de ser padres: Antoine, de un niño llamado Louis, y Mathias, de una niña llamada Emily. Pero mientras que Antoine se fue a vivir con su hijo a Londres, Mathias sigue residiendo en su París natal, cada vez más insatisfecho con su trabajo y teniendo que soportar que su hija viva también en la capital inglesa. Por eso cuando Antoine le propone regentar una pequeña librería en Londres, él acaba aceptando la oferta. Sin embargo, sus planes se ven trastocados por la decisión de su ex mujer de trasladarse a París por motivos laborales y de pedirle que se haga cargo él de Emily, para que la niña no tenga que adaptarse de nuevo a un cambio de hogar y colegio. Esto dará pie a que Mathias y Antoine decidan pasar de ser vecinos a vivir en la misma casa para así criar juntos a sus hijos. Eso sí, comprometiéndose a respetar dos reglas básicas de convivencia: no contratar a una canguro y no traer mujeres a casa.

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– ¿Has salido?

– ¿De qué hablas? Se ha puesto enferma.

– Ah, vaya, ¿es grave?

– Ha vomitado y se ha desmayado.

– ¿Ha comido de tu espuma de chocolate?

– Una mujer que vomita y que se desmaya, ¿quieres los subtítulos?

– ¡Oh, mierda! -dijo Mathias, dejándose caer en la butaca de enfrente.

Entrada la noche, Antoine y Mathias estaban cara a cara, sentados en la mesa de la cocina. Mathias todavía no había cenado; Antoine sacó una botella de vino tinto, una cesta y un plato de diferentes quesos.

– El siglo XXI es genial -dijo Mathias-. Uno se divorcia por una nadería, las mujeres tienen sus hijos con surferos de paso y después dicen que nos encuentran menos seguros de nosotros mismos que antes.

– Sí, y luego hay también hombres que viven en pareja, bajo el mismo techo. ¿Vas a soltar todas las tonterías que se te ocurran?

– Va, pásame la mantequilla -pidió Mathias, preparándose una rebanada de pan.

Antoine descorchó la botella.

– Hay que ayudarla -dijo, sirviéndose un vaso.

Mathias cogió la botella de manos de Antoine y se sirvió a su vez.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó.

– No hay padre… Voy a reconocer al niño.

– ¿Y por qué tú? -se sublevó Mathias.

– Por obligación, y además, porque se lo he dicho primero.

– Ah, sí, dos verdaderas buenas razones.

Mathias reflexionó unos instantes y bebió de un trago el vaso de Antoine.

– De todos modos, tú no podrás ser, pues ella nunca querrá un padre ciego -dijo con una sonrisa en los labios.

Los dos amigos se miraron en silencio y, como Antoine no comprendía la alusión de su amigo, Mathias prosiguió:

– ¿Cuánto tiempo hace que te escribes cartas a ti mismo?

La puerta del despacho acababa de abrirse. Sophie apareció en pijama, con los ojos enrojecidos. Miraba a los dos compadres.

– Vuestra conversación es repugnante -dijo, mirándolos de hito en hito.

Recogió sus cosas, las hizo una bola bajo el brazo y salió a la calle.

– Ya ves, lo que yo decía, ¡estás completamente ciego! -repitió Mathias.

Antoine se precipitó detrás de ella. Sophie estaba ya lejos en la acera; corrió y al fin acabó por alcanzarla. Ella continuaba yendo hacia el bulevar.

– ¡Párrate! -dijo, tomándola entre sus brazos.

Sus labios se acercaron, hasta llegar a rozarse, y por primera vez se besaron. El beso duró, y luego Sophie levantó la cabeza y miró a Antoine.

– No quiero verte más, Antoine, nunca más, y a él tampoco.

– No digas nada -la acarició Antoine.

– Preparas cena para diez, pero jamás te sientas a la mesa; te molesta hacer equilibrios para vivir y restableces el restaurante de Yvonne; te has ido a vivir con tu mejor amigo porque se sentía solo mientras que tú no lo deseabas realmente. ¿De verdad crees que te dejaré criar a mi hijo? ¿Y sabes lo más terrible? Que es por todas estas razones por lo que estoy enamorada de ti desde siempre. Ahora ve a cumplir con tus obligaciones y déjame en paz.

Con los brazos colgando, Antoine miró a Sophie alejarse, solo, en pijama en Oíd Brompton.

De vuelta a casa, encontró a Mathias, sentado en el parapeto del jardín.

– Los dos os deberíais dar una segunda oportunidad.

– Las segundas oportunidades nunca funcionan -gruñó Antoine.

Mathias sacó un cigarro de su bolsillo, hizo rodar la capa entre los dedos y lo encendió.

– Es verdad -respondió-, pero en nuestro caso no es lo mismo, ¡no nos acostamos!

– Tienes razón, ¡realmente eso es un incentivo! -respondió Antoine con ironía.

– ¿Qué arriesgáis? -preguntó Mathias, mirando las volutas de humo.

Antoine se levantó, cogió el cigarro de Mathias. Se dirigió hacia la casa y se volvió en el umbral de la puerta.

– ¡Nada, aparte de equivocarse!

Y entró en el salón dando una enorme calada al cigarro.

Los buenos propósitos fueron puestos en práctica desde el día siguiente. Con los cabellos llenos de espuma, Mathias cantaba a grito pelado en la bañera el aria de La Traviata , aunque no ponía el corazón. Con un dedo del pie hizo girar el grifo para subir la temperatura de su baño. El hilillo de agua que corría era glacial. Al otro lado del muro, Antoine, con su gorro en la cabeza, se frotaba la espalda con un cepillo de crin, bajo la ducha ardiente. Mathias entró en el baño de Antoine, abrió la puerta de la ducha, cortó el agua caliente y volvió a su bañera, dejando una estela de nubéculas de espuma en el parqué.

Una hora más tarde, los dos amigos se reunieron en el rellano del piso, los dos vestidos con una bata idéntica, cerrada hasta el cuello.

Cada uno entró en la habitación de su hijo para acostarlo. De vuelta a lo alto de las escaleras, dejaron caer al suelo las batas y bajaron los peldaños con un paso sincrónico; pero esta vez en calzoncillos, calcetines, camisa blanca y pajarita. Se pusieron los pantalones, que estaban plegados sobre los brazos de la gran butaca, ataron los cordones de sus zapatos y fueron a sentarse en el canapé del salón, uno a cada lado de la canguro que había sido llamada para la ocasión.

Inmersa en sus crucigramas, Daniéle hizo resbalar la montura de sus gafas hasta la punta de la nariz y los miró por turnos.

– ¡No más tarde de la una!

Los dos hombres se levantaron de un salto y se dirigieron hacia la puerta de entrada. Mientras se disponían a salir, Daniéle divisó las batas que habían resbalado por los peldaños y les preguntó si «poner orden» de siete letras les decía algo.

La discoteca estaba abarrotada. Mathias se encontró aplastado contra la barra del bar que Antoine se esforzaba en alcanzar. Una criatura que parecía salida de las páginas de una revista levantaba la mano para atraer la atención de un camarero. Mathias y Antoine intercambiaron una mirada, pero en vano. Si uno u otro hubiera tenido el valor de hablarle, el volumen de la música habría vuelto imposible cualquier conversación. El barman preguntó por fin a la joven qué deseaba beber.

– No importa, con tal de que lleve una sombrilla en el vaso -respondió.

– ¿Nos vamos? -gritó Antoine a la oreja de Mathias.

– El último que llegue al guardarropa invita al otro a cenar-respondió Mathias, tratando desesperadamente de cubrir la voz de Puff Daddy.

Necesitaron casi media hora para atravesar la sala. Una vez en la calle, Antoine se preguntó cuánto tiempo tardaría en desaparecer el zumbido que le silbaba en la cabeza. Por su parte, Mathias estaba casi afónico. Saltaron al interior de un taxi en dirección a un club que acababan de abrir en el barrio de Mayfair.

Una larga fila se extendía delante de la puerta. La juventud dorada londinense se empujaba para entrar en aquel sitio. Un gorila localizó a Antoine y le hizo una seña indicándole que pasara delante de todo el mundo. Muy orgulloso, arrastró a Mathias en su estela, abriéndose paso entre la multitud.

Cuando llegó a la entrada, el mismo gorila le pidió que señalara a los adolescentes que los acompañaban. El club les daba preferencia en la entrada cuando los padres venían con ellos.

– ¡Vamonos! -dijo enseguida Mathias a Antoine.

Otro taxi, ahora en dirección al Soho, donde un DJ de música house daba un concierto hacia las once en un lounge trena. Mathias se encontró sentado en un bafle, y Antoine, en un cuarto de traspuntín, el tiempo justo para cambiar una mirada y enfilar hacia la salida. El black cab rodaba ahora hacia el East End River, uno de los barrios más de moda del momento.

– Tengo hambre -dijo Mathias.

– Conozco un restaurante japonés no muy lejos de aquí.

– Vamos donde tú quieras, pero no despidamos al taxi, por si acaso.

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