En el retrovisor, el chófer veía llorar a su pasajera.
– ¿Está usted bien, señora?
– No -respondió Audrey sollozando.
Ella le pidió que se parara; el taxi aparcó a un lado. Audrey abrió la puerta y se lanzó, doblada en dos, sobre una barandilla. Y mientras sacaba toda su pena, el hombre que la llevaba apagó el motor y, sin decir una palabra, le puso torpemente una mano en el hombro. Él se limitó a ofrecerle su compañía. Cuando le pareció que lo peor había pasado, volvió a su sitio tras el volante, detuvo el taxímetro y la llevó a Brick Lane.
Mathias se había puesto un pantalón, una camisa y el primer par de zapatillas que había caído en sus manos. Había corrido hasta Oíd Brompton, pero había llegado demasiado tarde. Llevaba dos horas deambulando por las calles de Brick Lane, que le parecían todas iguales. No era ni aquélla, ni esta otra, ni la de allí por la que acababa de girar, y todavía menos ésta. En cada cruce, gritaba el nombre de Audrey; pero nadie se asomaba a las ventanas.
Perdido, emprendió el camino hacia el único sitio que reconocía, el mercado. Un criado lo saludó en la terraza de un café. Todo estaba lleno de gente. Llevaba dos horas recorriendo el barrio. Tras perder la esperanza, volvió a sentarse en un banco que le resultaba familiar. De repente, sintió una presencia a su espalda.
– Cuando Romain me dejó, me dijo que me amaba pero que tenía que vivir con su mujer. ¿Crees que el cinismo puede no tener límites? -dijo Audrey mientras se sentaba a su lado.
– Yo no soy Romain.
– Fui su amante durante tres años. Treinta y seis meses esperando una promesa que jamás hizo. ¿Qué problema tengo para enamorarme de un hombre que quiere a otra? Ya no tengo fuerzas, Mathias. No quiero mirar mi reloj nunca más y decirme que la persona a la que amo acaba de volver a casa, que se sienta a la mesa de otra, le dice las mismas palabras, finge que yo no existo. No puedo decirme nunca más que sólo he sido un episodio, una aventura que los habrá unido más, que él ha entendido gracias a mí que la amaba a ella. He perdido tanta dignidad que he acabado compadeciéndome de ella. Te lo juro, un día llegué a sorprenderme por estar enfadada por las mentiras que él había debido de contarle. Si ella lo hubiera oído, si hubiera visto sus ojos, su deseo, cuando se encontraba en secreto conmigo… Mira si he sido tonta. Tampoco quiero oír nunca más la voz de esa amiga que cree estar protegiéndote y te dice que el otro también se equivocó, que tal vez era sincero y que es mejor así. No quiero tener nunca más media vida. Me ha costado meses llegar a creer de nuevo que yo también merezco tener una vida entera.
– No vivo con Valentine. Sólo ha venido a buscar a su hija.
– Lo peor, Mathias, no es haberla visto besarte en la puerta, yendo tú en pijama, y ella, bella como yo no lo seré nunca…
– No me besaba, me confiaba un secreto que no quería que Emily oyera -la interrumpió Mathias-. Y si tan sólo supieras…
– No, Mathias, lo peor era cómo la mirabas tú.
Y como él no decía nada, ella lo abofeteó.
Entonces, Mathias se pasó el resto de la tarde explicándole todo lo concerniente a su nueva vida, hablándole de la amistad que lo unía a Antoine, de todas las diferencias que habían tenido que superar para conseguir una complicidad como la suya. Ella lo escuchaba sin decir nada, y más tarde todavía, cuando él le explicó sus vacaciones en Escocia, ella casi volvió a encontrar la sonrisa.
Aquella noche, prefería quedarse sola, pues estaba agotada. Mathias lo entendía. Le propuso ir a buscarla al día siguiente, irían a cenar juntos a un restaurante. Audrey aceptó la invitación, pero tenía otra idea.
Cuando llegó a Clareville Grove, vio el taxi de Valentine desaparecer al doblar la esquina. Antoine y los niños esperaban en el salón. Louis había pasado un día genial con Sophie. Emily estaba un poco melancólica, pero disfrutó de toda la ternura del mundo en los brazos de su padre. Toda la noche la dedicaron a pegar las fotos de las vacaciones en los álbumes. Mathias esperó a que Antoine se hubiera acostado, llamó a la puerta de su habitación y entró.
– Te voy a pedir que hagas una pequeña excepción a la regla número dos: no me harás pregunta alguna y me dirás que sí.
Reinaba un silencio insólito en la casa. Los niños revisaban sus deberes; Mathias ponía la mesa, y Antoine arreglaba la cocina. Emily dejó su libro en la mesa y recitó en voz baja la página de historia que acababa de aprenderse de memoria. Al dudar en un párrafo, le dio un golpecito en el hombro a Louis, que estaba haciendo sin ganas su ejercicio.
– ¿Quién venía justo después de Enrique IV? -susurró ella.
– Ravaillac -respondió Antoine mientras abría el frigorífico.
– ¡Ah, en absoluto! -dijo Louis con seguridad.
– Pregúntale a Mathias y verás.
Los dos niños intercambiaron una mirada cómplice y volvieron a concentrarse enseguida en sus cuadernos. Mathias dejó la botella de vino que acababa de descorchar y se acercó a Antoine.
– ¿Qué delicia nos has preparado para cenar? -preguntó con voz dulzona.
Empezaron a caer truenos, y una lluvia pesada empezó a golpear los cristales de la casa.
– ¡Menudo chaparrón! -dijo Antoine.
Más tarde, Emily le confiaría a su diario íntimo que el plato que más detestaba su padre en el mundo entero era el gratinado de calabacín, y Louis añadiría al margen que, aquella tarde, su papá había preparado, gratinado de calabacín.
Llamaron a la puerta. Mathias revisó por última vez su aspecto en el pequeño espejo de la entrada y le abrió la puerta a Audrey.
– Entra rápido, estás empapada.
Ella se quitó el abrigo y se lo dio a Mathias. Antoine se ajustó el delantal y fue a recibirla también. Ella estaba irresistible con su vestido negro.
Habían colocado elegantemente cubiertos para tres. Mathias sirvió el gratinado, y empezaron una animada conversación. Por deformación profesional, Audrey tenía la costumbre de dirigir los debates; para no hablar de sí misma, lo mejor era hacer muchas preguntas a los demás; esta estrategia resultaba mucho más eficaz si tu interlocutor no reparaba en ella. Al final de la comida, Audrey se había enterado de muchas cosas sobre la arquitectura; Antoine, por su parte, habría tenido dificultades para definir el oficio de periodista reportero independiente.
Cuando Audrey le preguntó sobre sus vacaciones en Escocia, Antoine se deleitó enseñándole las fotos. Se levantó y cogió hasta tres álbumes de la biblioteca antes de volver a sentarse tras acercar su silla.
Cada vez que pasaba una página, las anécdotas que contaba terminaban todas con una mirada a su mejor amigo y con un invariable: «¡Eh, Mathias!».
Este último luchaba por reprimir su irritación, pues prefería permanecer en un segundo plano y no perturbar la complicidad que se había establecido entre Antoine y Audrey.
Al final de la cena, Emily y Louis bajaron en pijama para dar las buenas noches. Fue imposible evitar que se quedaran en la mesa. Emily se sentó junto a Audrey y enseguida tomó el relevo de Antoine. Así, se aplicó en el comentario de todas las fotos, en este caso de las que habían tomado haciendo deportes de invierno el año anterior. En aquella época, explicaron Emily y Louis por turnos, papá y papá no vivían todavía juntos; pero todos pasaban juntos las vacaciones, excepto las de Navidad, en las que se veían cada dos años, tal y como dijo la pequeña.
Audrey hojeaba el tercer álbum; desde la cocina, Mathias no le quitaba ojo. Cuando su hija puso una mano sobre el brazo de Audrey, una sonrisa había iluminado su rostro. Estaba seguro de ello.
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