Josefa entró con trapos y agua caliente, avisó que Milagros había salido en busca del doctor Cuenca, y obtuvo de su hija una respuesta lacónica que dudaba por completo de que algo pudiera hacerse por aquel muchacho.
Los jóvenes que entraron con él a cuestas no tenían la menor idea de quién sería. Dijeron sólo que lo habían visto correr junto a ellos y luego caerse. No sabían ni cómo alcanzaron a recogerlo. Habían oído sus gritos sobre los tiros que les perseguían el cuerpo y la voz de Milagros pidiéndoles ayuda. A ese muchacho lo habían recogido porque gritaba, pero en el suelo había otros y ahí los dejaron.
Diego quiso saber si hubo muertos, pero ellos le contestaron que no habían estado las cosas como para andar investigando el destino ajeno. Después volvieron al mutismo pálido que aún los dominaba.
Milagros entró con el doctor Cuenca. Los últimos años habían apresurado la pendiente de su vejez, pero sus manos aún eran diestras. Se empeñó en buscar la bala en el cuerpo del muchacho.
– Se va a morir igual -le susurró Emilia-. ¿Para qué lo torturas?
– Eso nunca se dice -censuró el doctor Cuenca-. Ayúdame.
Emilia obedeció. Sabía con cuánta obsesión Cuenca llevaba adelante la consigna médica de pelearse con la muerte hasta el último momento. Pero había visto el cuerpo agujereado del muchacho y no imaginaba cómo sería posible salvarlo.
Las hermanas Veytia coincidían en su incapacidad para lidiar con la sangre y dejaron trabajar al doctor Cuenca ayudado por Diego y Emilia. Hicieron lo posible por dar cura a las heridas leves de los otros muchachos y conversarles hasta medio sosegarlos.
Dos horas después, cuando estuvo claro que el doctor Cuenca había tenido razón, Emilia acarició los párpados del adolescente aún dormido y le besó la cara como a un bendito.
Ni una lágrima, ni un gesto de horror pudo atisbar Diego Sauri en su hija durante todo ese tiempo. A veces la vio parpadear de prisa como si con eso pudiera borrarse de los ojos el destripadero que tenían bajo ellos. Otras, morderse los labios hasta lastimarse. Pero nunca tembló, ni mostró miedo. Parecía una vieja acostumbrada a la pena y sus infamias. Sólo sus ojeras se habían acentuado hasta ser dos manchas intensas bajo los ojos.
El herido tendría que permanecer bajo su techo porque moverlo era imposible. Emilia lo sabía y sabía también que en su condición de enfermera dependía del padre de Daniel. Así que le preguntó si podía salir un momento y, cuando obtuvo su aprobación, salió corriendo del estudio como si la persiguiera un mal espíritu.
Subió las escaleras a brincos, cruzó la estancia sin decirles una palabra a las hermanas Veytia y entró al baño sin detenerse a cerrar la puerta. Un líquido amargo le subía del estómago y ya no podía guardárselo más. Durante un rato largo, que a su madre le pareció eterno, la oyeron vomitar entre maldiciones estridentes y jaculatorias tergiversadas.
El doctor Cuenca había subido tras ella. Impávido y noble como el buen vino. No le gustaba notarse de más ni hacerle al héroe, pero esa tarde había ganado otra batalla y el éxito le permitía concederse un derroche verbal y un júbilo casi escandalosos en él.
– ¿La niña está vomitando? -preguntó con una sonrisa deteniéndose en el umbral de la puerta.
Josefa Veytia le contestó moviendo la cabeza hacia abajo y con dos lágrimas alargándose por su cara sin que pudiera remediarlo. El doctor Cuenca se acercó y se puso a encender un largo tabaco liado en La Habana.
– Hay que vomitar mucho para convertirse en médico -dijo-, pero la niña tiene talento y pasión. Con darle bien de comer, está arreglada.
Después le pidió a Josefa una de las infusiones con las que ella lo curaba casi todo.
Diego Sauri aprovechó para buscarse un brandy y darle otro a su exhausta cuñada que volvía de investigar cómo iban las cosas para Emilia en el baño.
– Ahora, de remate, quiere ser médico -dijo Milagros tomando su copa.
Lo que siguió fue un desorden de increpaciones y preguntas. Sin inmutarse, el doctor Cuenca explicó que Emilia había cambiado las clases de chelo por las de medicina. Se habían prometido guardar el secreto por el gusto de saberse libres de observación y expectativas, pero Emilia había resultado una buena estudiante. Sumando lo que conocía de fármacos con lo que había aprendido de Cuenca, sabía para entonces por lo menos la tercera parte de lo que podrían enseñarle en la Escuela de Medicina.
– Me siento como un cornudo -dijo Diego, quejándose del secreto-. Se le va a hacer a usted el sueño de tener una hija doctora.
– Ojalá y fuera mi hija. Yo no tuve sangre para dar mujeres -dijo Cuenca cerrando la conversación en torno a Emilia para volver a su continua aflicción de los últimos tiempos: la guerra como un augurio y la prudencia como el último deber de un viejo cuya vida cruzó por el siglo más aguerrido y doloroso de la vida mexicana.
Temía lo irreversible, pero se empeñaba en moderar la precipitación de quienes aseguraban que un levantamiento en Puebla haría levantarse tras él a todo el país. No confiaba en quienes creían que sería fácil tomar cuarteles, asaltar tiendas, empujar huelgas, dejarse comer por la prisa y los excesos antes que por la mesura y las ideas. Ambicionaba la política, el quehacer político como el más generoso de los quehaceres, la paciencia y la razón por encima de la ira. Como Diego, desconfiaba de los hombres puros, de quienes estaban dispuestos a morirse y matar con tal de romper de una vez con el hábito de la paz que a él le resultaba tan preciado. No creía como otros que en México todo había sido igual los últimos treinta años. Creía que el sueño había. sido traicionado, porque la vida siempre traiciona los sueños. La república con que había soñado su generación debió ser democrática, igualitaria, racional, productiva, abierta a las novedades y al progreso. Pero él había envejecido viéndola convertirse en el reino de los grandes ricos, seguir siendo territorio de la desproporción y el autoritarismo. Era como cuando él nació, como cuando su abuelo luchó para librarla de la colonia española, una sociedad regida por el más necio catolicismo, guiada por fueros, privilegios y caciques.
Sin embargo, muchas cosas habían cambiado. El mundo era un mundo distinto al de treinta años antes. Muchas cosas no habían cambiado y muchas otras cambiaban tanto que no daba tiempo de contarlas. Había por todas partes miseria y estancamiento y entretejiendo esa desgracia, había riqueza y cambios. De remate, los viejos se empeñaban en gobernar un país que era ya el país de jóvenes para los que no había más mundo ni más pasión que el futuro.
Conversaron largo durante aquella noche de zozobras. Josefa le había puesto triple llave al portón asegurándose de que si alguien entre los seres por quienes ella respiraba quería rehacer el mundo durante las siguientes horas, lo haría desde su casa y con las pacíficas armas de la imaginación y las palabras.
El doctor Cuenca intentó irse como a las once de la noche, pero como la señora Sauri se negó a quitar la llave hasta que la luz del día siguiente hubiera corrido franca por las calles de la ciudad, él devolvió su sombrero a la percha de la estancia y aceptó un primer brandy.
No había razón para llevarse las penas a otra parte. Quienes ahí padecían el mundo eran todo su mundo además de sus hijos, y sus hijos hacía tiempo que andaban recorriendo el mundo en busca de la política y la libertad que no encontraron cerca de su casa.
Emilia Sauri no estuvo en ese concilio. Había salido del baño y cruzó el salón dejando un olor a flores y sahumerios.
– Voy a ver a mi enfermo -dijo y desapareció.
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