Juan Saer - Las nubes

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Viaje irónico, viaje sentimental, esta novela de Saer concentra en su peripecia los núcleos básicos de su escritura: sus ideas acerca del tiempo, el espacio, la historia y la poca fiabilidad de los instrumentos con que contamos -conciencia y memoria- para aprehender la realidad. Las nubes narra la historia de un joven psiquiatra que conduce a cinco locos hacia una clínica, viajando desde Santa Fe hasta Buenos Aires. Con él van treinta y seis personajes: locos, una escolta de soldados, baquianos y prostitutas, que atraviesan la pampa sorteando todo tipo de obstáculos. Allí se encuentran con Josecito, un cacique alzado, que toca el violín y ante quien uno de los locos predica la unidad de la raza americana. Esta falsa epopeya -tanto como la historia de nuestro país- transcurre en 1804, antes de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo, un momento de nuestra historia en el cual no hay imagen del país ni nada está constituido.

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Aparte de esas dos cartas que aún hoy me acompañan, las pocas novedades que lograban penetrar en la ciudad tenían un rasgo común: eran todas malas. El norte y el oeste, por donde debían aparecer por fin, si alguna vez aparecían, mis enfermos, sólo soportaban dos o tres males, la lluvia, el frío y la inundación, pero en el sur, es decir en la dirección que debíamos tomar apenas estuviésemos listos, una calamidad suplementaria se agregaba: el cacique Josesito. Con cada nuevo mensajero, nuevos desmanes de su banda, en los que nunca faltaba el inevitable concierto de violín sobre ruinas humeantes y cadáveres martirizados, nos eran referidos con todos sus insoportables pormenores. Cuando Osuna oía estos relatos, arrugaba la frente y chupaba más hondo y con más frecuencia, mordiéndolo más fuerte que de costumbre, su cigarro. Tardó unos días en explicarme, ante mi insistencia desde luego, el motivo de su inquietud: a causa de la inundación, toda la línea de postas entre el Paraguay y Buenos Aires había desaparecido, y no únicamente el Paraná sino todos sus afluentes venían crecidos, de modo que las tierras estaban inundadas bien adentro hacia el oeste, lo que nos obligaría a hacer un largo rodeo en campo abierto por el noroeste antes de dirigirnos hacia el sur, o sea que deberíamos viajar en pleno desierto donde no había ni postas ni caminos, y donde justamente señoreaban el cacique Josésito y su banda de indios alzados. A Osuna le sobraban ciencia y valor para conducirnos por campo abierto, de manera que no era el miedo lo que le hacía arrugar la frente, sino la preocupación profesional que calculaba de antemano, estimando al mismo tiempo las posibilidades de sortearlos, los obstáculos que el camino nos interpondría y de los cuales el cacique Josesito parecía ser el principal. De modo que una mañana, dos o tres días después de nuestra conversación, me anunció que salía a explorar los alrededores para ver cómo se presentaban las cosas, y desapareció durante una semana. Cuando volvió, las perspectivas no eran por cierto más tranquilizadoras, pero sí más precisas que antes de su partida.

Había galopado primero hacia el norte hasta encontrar los carromatos que bajaban del Paraguay. Venían retrasados pero llegarían, según los cálculos de Osuna, si ningún accidente los demoraba, unos cinco días más tarde. Osuna me entregó una carta en la que un colega de Asunción me informaba de la presencia de un enfermo suplementario en la caravana. El jefe de la misma debía entregarme una suma de dinero que cubría los gastos de internación en la Casa de Salud durante un año. Osuna me informó también acerca de los carromatos destinados a los otros enfermos; los había en número suficiente y todo parecía en orden. También había ido al encuentro de la gente que venía de Córdoba. Avanzaban mucho más rápido porque viajaban a caballo, pero habían salido con demasiado atraso de la ciudad, aunque Osuna ignoraba cuáles eran las razones. En cambio, no parecía haber ningún enfermo entre ellos. Es verdad que los había cruzado rápido, cuando bajaba hacia el sur para saber cosas más precisas sobre Josesito, de modo que no había podido entrar en más detalles con ellos, pero se encontró ante un pequeño grupo de jinetes que galopaban con mucha animación, despreocupación y libertad por el desierto y cuyo jefe, que parecía un hombre rico y autoritario, pero que le había hecho un par de bromas que fueron acogidas con risotadas por los otros jinetes, le había querido dar unas monedas por las molestias que según él suponía el hecho de haber ido a su encuentro, pero él, Osuna, las había rechazado y había seguido galopando hacia el sur. No me costó mucho adivinar que a pesar del aire displicente que adoptaba al contármelo, Osuna se había sentido molesto y hasta un poco humillado por la falta de tacto desconcertante de ese grupo de jinetes. Y por último, internándose en dirección al sur, había hecho algunas indagaciones sobre las correrías del cacique y de su banda, y no sólo había escuchado diversos testimonios, sino que alcanzó a ver incluso los signos de una masacre reciente: un par de carros carbonizados y varias osamentas limpiadas no hacía mucho por tigres, caranchos y hormigas. Tales fueron las novedades que Osuna me trajo de vuelta de sus siete días de cabalgata.

En los casi dos meses de estadía en la ciudad, el frío cejó un poco solamente un par de días para pasar, a través de un corredor tormentoso, de un tiempo glacial y pálido, seco y soleado, a un invierno gris, penetrante y lluvioso. Las cortas horas diurnas transcurrían en una penumbra grisácea, y hasta el horizonte cercano, bajo un cielo oscuro, todas las cosas visibles relumbraban apagadas, saturándose de agua. En las calles cercanas al río era posible pasear bajo la lluvia, porque el agua endurecía el suelo arenoso, pero en la parte de la ciudad opuesta a la costa, hacia el oeste, un barro chirle y re vuelto, pegoteándose a las botas, dificultaba la marcha; y en una calle de las afueras, vi una mañana a un caballo resbalar varias veces seguidas, más peligrosamente cuanto más trataba de afirmarse, hasta dar un panzazo sonoro contra el barro chirle y rojizo, y quedarse sacudiendo sin resultado las patas en el aire y emitiendo unos extraños ruidos de los que no se sabía si venían de la garganta o de la nariz y si eran relinchos o quejidos. De noche, el ruido de la lluvia, goteando espesa y continua, o irregular y entrecortada cuando amainaba un poco, podía oírse no únicamente en el espacio cercano que el oído alcanzaba, sino también en la vasta noche imaginaría, que parecía abarcar el universo entero, tan negra y fría que daba la impresión de provenir, más allá de los sentidos y del pensamiento, de un lugar improbable, exterior al espacio mismo que ocupaba.

Una mañana, dos o tres días después de la vuelta de Osuna, el señor Parra en persona, muy temprano, vino a llamar a mi puerta: un hombre que había llegado de Córdoba la noche anterior quería hablar conmigo de manera urgente. Según el señor Parra, por la forma de vestir parecía una persona importante y -esto lo dijo bajando la voz y un poco amoscado- probablemente acostumbrada a mandar. Por el tono del señor Parra me di cuenta de que el visitante lo había ofendido en algo y me acordé de la historia que me había contado Osuna acerca de las monedas, así que me apresuré a vestirme, porque el señor Parra, que en general era tolerante y afable, parecía haberse impacientado con el visitante y prefería que yo me hiciese cargo de él lo antes posible. Con una mirada de reconocimiento, en la que traté de poner en evidencia cuánto lamentaba los trastornos que le estaba acarreando mi estadía en su casa, lo invité a entrar, y mientras terminaba de vestirme lo interrogué más a fondo sobre el personaje que había venido a sacarme de la cama, sin ningún escrúpulo, a una hora tan temprana en esa mañana helada y lluviosa: el señor Parra, deponiendo su orgullo y superando con estoicismo su malhumor, me contestó que cuando la sirvienta fue a anunciarle la visita, al parecer muy impresionada por el personaje, él se había desplazado para recibirlo personalmente en la puerta de calle. Vestido con una elegancia meticulosa a esa hora tan temprana y por ese tiempo imposible, erguido y corpulento, muy seguro de sí mismo y trayendo un libro en la mano con el dedo índice metido entre las páginas para no perder la que estaba leyendo, había que reconocer, dijo el señor Parra, que producía un efecto inmediato y contundente. Sus modales un poco altaneros, él los atribuyó a la timidez que producen a veces los desconocidos estimulando una soberbia pasajera que expresa menos cierta desconfianza hacia los demás que hacia sí mismo. Como pidió hablar de manera urgente con el doctor Real, ya que tenía que consultarlo sobre un asunto de la máxima importancia, el señor Parra lo hizo pasar en seguida a su estudio y el visitante, dejando de prestarle atención, con una actitud que podía parecer descortés, empezó a examinar la biblioteca, emitiendo de tanto en tanto algunos sonidos de los que era difícil saber si expresaban aprobación o rechazo, y sacudiendo la cabeza, por momentos de modo afirmativo y más tarde negativo o dubitativo. Era con toda seguridad un hombre de ciencia y si su conducta podía parecer un tanto indelicada, no había hasta ese momento ningún reproche preciso para hacerle. Salvo que, cuando el visitante percibió el busto de Voltaire, sacudió la cabeza como podría hacerlo un médico ante un enfermo irrecuperable y, emitiendo una risita sarcástica, dejó escapar en forma involuntaria, pero con un tono de lo más grosero y despectivo, la palabra bribón. Eso había sido demasiado difícil de soportar para el señor Parra que, anunciándole a su visitante que salía a buscarme, había venido a golpear a mi puerta.

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