Da espacio a tu deseo.
LA CELESTINA, Acto VI
Está viéndose ya en la esquina, bajo el sol, cerca del puesto del vendedor de helados protegido por el toldo a rayas rojas y blancas, anchas. De antemano ha sentido, al cruzar la calle desde la vereda de sombra a la del sol, el asfalto, blando a causa del calor, bajo la suela de sus mocasines marrones. Y ahora, sobre la vereda gris que arde y reverbera en la siesta de verano, su sombra se proyecta a sus pies, encogida a causa de la posición del sol que no hace mucho ha empezado a bajar, lento, desde el cenit.
El cucurucho doble de crema y chocolate que se apresta a tomar será su único almuerzo, y si ha esperado hasta tan tarde -son casi las dos y media- para salir de su oficina a comprarlo, es porque ha decidido que el helado debe servirle para tirar sin comer hasta la hora de la cena. El calor es sin duda la causa principal de su frugalidad, pero una especie de estoicismo que podría considerarse como deportivo, producto no de una regla que aplica a su vida entera, sino del capricho del día, le da a esa estrategia física una vaga coloración moral. De modo que se siente bien durante unos segundos, contento, leve, sano y, a pesar de no andar lejos ya de los cincuenta, cree poseer un porvenir -inmediato y lejano- claro, recto y vivaz, igual que una alfombra roja extendida desde la punta de sus pies hacia el infinito. Casi de inmediato, el rigor del verano, el tumulto de la calle, los gases negruzcos que despiden los coches y que envenenan el aire lo retrotraen a un poco más de realidad, a ese término medio del ánimo que equidista de la angustia y de la euforia y que los que creen conocerlo más o menos bien, y él mismo aun cuando por distracción se deja convencer por ellos, llaman con certidumbre injustificada su temperamento.
La ola de calor cocina a la ciudad desde hace por lo menos una semana. Del cielo azul, sin una sola nube, el sol manda una luz omnipresente y ardua, que achicharra los árboles, enturbia la percepción y embrutece el pensamiento. Únicamente de noche el calor afloja un poco, pero con la hora de verano, una decisión administrativa que, como le gusta ironizar, hasta las gallinas reprueban, a esta altura del año no termina nunca de anochecer, y un poco después de las tres de la mañana, cuando a causa del calor uno todavía no ha logrado dormirse, el alba rompe, lívida, por el este, y el sol intolerable reaparece. En las orillas del río la gente se tuesta esperando la noche, la lluvia, las vacaciones, alguna brisa improbable, pero los que trabajan, cuando los observan, sudorosos, desde los muelles, desde algún puente, desde el colectivo, desde el metro aéreo que atraviesa el Sena, los consideran más con escepticismo que con envidia.
Es el seis de julio. El año pasado, después de veinte de ausencia, con el pretexto de liquidar los últimos bienes familiares, Pichón ha visitado por algunas semanas su ciudad natal, de mediados de febrero a principios de abril A pesar de los años, de las decepciones y de la extrañeza, se ha traído, de vuelta a París, algunos buenos recuerdos, y la promesa de Tomatis de venir a visitarlo, pero pasó un año entero sin que Tomatis se decidiese a viajar. De tanto en tanto, los domingos, se llamaban por teléfono, aunque nunca tenían nada preciso que decirse, y como viven en hemisferios diferentes, de tal modo que cuando uno está en pleno verano el otro ve golpear los puñados de lluvia helada contra la ventana, y como a causa de la diferencia horaria cuando en la ciudad es de mañana en París es de tarde, y cuando en la ciudad es de tarde en París es ya de noche, el tiempo ocupaba una buena parte de sus conversaciones. Hasta que, menos de dos meses atrás, un domingo de mayo en que hablaron un poco más que de costumbre del tiempo porque, a pesar de la diferencia de estación, de país, de continente y de hemisferio, las condiciones climáticas eran idénticas (un día frío y lluvioso), Tomatis le anunció por fin la buena noticia de que a principios de julio pasaría unos días por París.
Pero eso no fue todo: Tomatis le adelantó también que Marcelo Soldi, ese muchacho de barba en la lancha de cuyo padre habían ido un día con los chicos a visitar a la hija de Washington, ¿se acordaba?, tenia la intención de escribirle para mandarle algo que estaba preparando desde hacía algunos meses, y, tal vez con el fin de avivar su interés, Tomatis dejó caer sin darle mayores explicaciones una frase enigmática: "Salió a buscar Troya y casi se topa con el Hades". Pero por cierto que no bromeaba porque, cosa de un mes más tarde, el envío llegó: era un sobre de tamaño mediano, protegido por un forro interior de burbujas de plástico, autoadhesivo, pero al que, por precaución, Soldi había sellado con cinta adhesiva transparente, y que contenía una carta bastante larga y una disquette de la computadora. Soldi masculinizaba la palabra y le ponía un acento grave, lo que por escrito daba como resultado "el disket". En un pasaje de la carta decía: "Aparte de las conversaciones con Tomatis, que a veces pueden exigir cierta dosis de paciencia, me distraen también los paseos en auto, al azar, por el campo, y hurgar viejos papeles que conservan, milagrosamente la mayor parte del tiempo, la memoria de este lugar, o de cualquier otro, si viviese en cualquier otro. Lo que es válido para un lugar es válido para el espacio entero, y ya sabemos que sí el todo contiene a la parte, la parte a su vez contiene al todo. No lo hago con veleidades de historiador porque no tengo ninguna fe en la historia. No creo ni que pueda servir de modelo para el presente, ni que podamos recuperar de ella otra cosa que unos pocos vestigios materiales, lápidas, imágenes, objetos y papeles en los que, lo reconozco, lo que aparece escrito puede ser un poco más que materia. Lo que percibimos como verdadero del pasado no es la historia, sino nuestro propio presente que se proyecta a sí mismo y se contempla en lo exterior".
Y en otra parte de la carta: "Tengo cierta ventaja sobre otros aficionados a los archivos: le caigo bien a las viejas. El texto que te mando en el dísket me lo confió una señora nonagenaria que, me parece, nunca lo leyó. Por suerte para ella, la pobre murió mientras yo lo estaba descifrando y pasando en limpio con total fidelidad, de modo que ya no estaré obligado a contarle vaguedades o a mentirle sobre el contenido de esos papeles, que, en razón de que su propietaria no tenía herederos, deposité en el Archivo Provincial, donde pueden ser consultados, apenas terminé de copiarlos. Nos interesa mucho tu opinión porque, contrariamente a lo que yo considero, Tomatis afirma que no se trata de un documento auténtico sino de un texto de ficción. Pero yo digo, pensándolo bien, ¿qué otra cosa son los Anales, la Memoria sobre el calor de Lavoisier, el Código Napoleón, las muchedumbres, las ciudades, los soles, el universo?". Y por último: "El manuscrito que me dio la anciana no tiene titulo, pero si entendí bien ciertos pasajes, creo que a su autor no le parecería inadecuado que le pusiéramos l as n ubes ".
El sobre llegó en el mes de junio, el veintiuno pura ser exactos, en la puerta del verano. Desde entonces, como estaba terminando el ano universitario, entre las reuniones, los exámenes y los coloquios, a Pichón le ha faltado tiempo para enterarse del contenido del misterioso "dísket" que se ha estado cubriendo de polvo, abandonado entre libros, cuadernos y papeles sobre su escritorio. El dos de julio, su mujer y los chicos se fueron al mar y él se quedó en París a causa de un par de reuniones que lo demoraron y porque Tomatis le había anunciado su llegada desde Madrid para el siete a la noche. Decidieron de común acuerdo pasar dos o tres días solos en París para charlar a sus anchas, y viajar después a reunirse con Babette y los chicos en Bretaña.
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