Juan José Saer
Cicatrices
Imaginary picture of a stationary fear.
Edwin Muir
FEBRERO, MARZO , ABRIL, MAYO, JUNIO
Hay esa porquería de luz de junio, mala, entrando por la vidriera. Estoy inclinado sobre la mesa, haciendo deslizar el taco, listo para tirar. La colorada y la blanca -mi bola es la de punto- están del otro lado de la mesa, cerca del rincón. Tengo que golpear suavecito, para que mi bola corra muy despacio, choque primero con la colorada, después con la blanca y pegue después en la baranda entre la colorada y la blanca: la colorada va a golpear contra la baranda lateral, antes de que mi bola choque contra la baranda del fondo, hacia la que tiene que ir en línea oblicua después de chocar contra la blanca. Así: suavecito, mi bola va a despedir a la colorada -la cual va a chocar contra la baranda lateral- y va a rebotar hacia la blanca, mientras la colorada viene a su vez hacia la blanca desde la baranda lateral, en línea recta. Mi bola va a formar un triángulo imaginario. La colorada va a recorrer la base de ese triángulo, de una punta a la otra. Si el cálculo no es exacto la colorada no va a tener tiempo de recorrer una determinada parte del trayecto hacia la blanca. La colorada tiene que haber pasado ya determinado punto de la mesa -viniendo desde la baranda lateral- antes de que mi bola choque contra la baranda del fondo y vuelva para abajo otra vez, despacito, en línea oblicua.
Por la vidriera entra esa luz de porquería que no calienta nada. Hace más frío que no sé qué. Hace falta un sol como la gente, no una luz aguachenta como ésta, que para lo único que sirve es para mostrar cómo el cigarro que él acaba de tirar sobre las baldosas está todavía encendido, porque sube una columnita de humo que va disgregándose -azul- y después desaparece. Parecen siempre la misma columnita y siempre la misma zona de disgregación -tan lento es todo-, y no un humo que fluye continuo y después se disgrega, en medio del bloque imaginario de luz. Bloque, qué va a ser un bloque, esa luz de porquería: no sé de qué sol podrido puede estar llegando. No tiene nada que hacer aquí; no sirve para nada. Que se vaya y se dedique a entrar por la vidriera de algún bar en algún otro planeta, un planeta de hijos de malas madres. Que no venga aquí. Aquí hace falta otra luz: una luz ciega, caliente, árida, al rojo blanco. Porque hace mucho frío. Hace un frío de la madona. Un frío del carajo hace. El casquete polar debe ser un poroto comparado con esto. En la Antártida, en comparación, uno podría andar en pelotas lo más tranquilo. Es la locura. Aquí uno echa un gallo y cae un cachito de hielo sobre la vereda. Todo el mundo anda escupiendo escarcha. Antes de ayer sin ir más lejos un tipo que andaba por calle San Martín abrió la boca para saludar a un amigo que pasaba por la vereda de enfrente y no la pudo volver a cerrar porque se le llenó de escarcha. Tuvieron que aplicarle un soldador para que pudiese volver a cerrarla, porque el frío que le estaba entrando por la boca abierta había empezado a congelarle la sangre. Si esto sigue así, en la primera de cambio me meto en la cama con noventa frazadas y no asomo la nariz hasta el mes de enero.
Ahora que tiró el cigarro no hace más nada. Está ahí parado, inmóvil, con el taco en la mano. Mira cómo sacudo mi taco, lentamente, apuntando. No parece ver. Ha de estar pensando en otra cosa, seguro. Vaya a saber en qué está pensando. Lo más probable es que esté pensando en un par de tetas, porque es uno de esos tipos que todo lo que tienen en el cerebro lo tienen atrás, contra la nuca, aplastado por un par de tetas grandes que ocupan el ochenta por ciento o más del volumen del cerebro. Hay tipos que incluso no tienen más que el par de tetas dentro de la cabeza. El par de tetas y después más nada. Hay tipos a los que incluso puede vérseles salir la punta de los pezones por los ojos. Son esos tipos que tienen las pupilas moradas. Uno lo verifica enseguida viéndoles el color de las pupilas: son moradas. Capaz que no piensa en eso: capaz que piensa que la semana que viene, una noche, va a sentarse a la luz de la lámpara y de un tirón va a escribir algo que cambie el mundo. Hay montones de esos tipos que se la pasan pensando que de una semana para la otra, zas, dan vuelta el mundo como un guante. No necesitan más que levantar la mano, según ellos, dignarse levantar la mano, y ya han llenado de bendiciones la faz de la tierra. Puede estar pensando también que el cigarro le ha hecho arder la boca y que conviene comenzar a remover y a juntar saliva con la lengua para refrescarse la boca y después escupir, o que ahora va a retirar la mano derecha del taco y va a metérsela en el bolsillo derecho del pantalón. En una de esas no piensa en nada: en una de esas, hasta las tetas han desaparecido y ahora no hay nada adentro, nada más que texturas, las paredes negras, áridas, corroídas por el orín que han dejado viejos recuerdos y pensamientos, un negro húmedo, verdusco, sin zonas iluminadas, ni el eco de la luz pálida ni el del sonido brumoso que es el horizonte de ruido que rodea el cono iluminado por la lámpara cuya luz se despliega sobre la mesa de billar, el cono iluminado en cuyo interior no estamos más que nosotros dos -él casi en el límite-, y las tres bolas, los tacos y la mesa. Parado, inmóvil, mirando inclinado mientras sacudo el taco, lentamente, apuntando. Mira pero no sé si ve. ¿Quién podría jurar que ve? Yo no. Si alguno quiere jurar que ve, que se adelante y jure. Yo no juro. Yo lo único que sé es que después de tirar el cigarro ha girado la cabeza en dirección al lugar en el que yo estoy inclinado sobre la mesa haciendo deslizar el taco; que hay una luz de junio muy mala entrando por la vidriera del café, una luz exangüe, y que mi proyecto traba y detiene todo lo que se desborda desde el exterior en dirección a la mesa, para inundarla. Mi proyecto, vale decir que mi bola corra despacio en dirección a la colorada, choque con ella, se dirija después hacia la blanca y vuelva a chocar, subiendo después y volviendo a chocar contra la baranda del fondo, bajando otra vez en línea oblicua, en sentido contrario, dando tiempo para que la colorada -que ha chocado a su vez contra la baranda lateral- vuelva en línea recta hacia la blanca reuniéndose con ella, de tal manera que mi bola, que ha pasado por detrás de la colorada, quede en posición de privilegio para el proyecto de la próxima carambola.
– Seis -dije yo. Pero todavía no era la sexta: la bola iba corriendo muy cerca de la baranda, después de haber chocado con suavidad contra la de punto, que era la de Tomatis, y ahora se dirigía recta hacia la colorada. Cuando chocó contra ella, yo estaba dirigiéndome hacia el otro extremo de la mesa y Tomatis permanecía de pie, sosteniéndose en el taco que apoyaba en el piso de mosaicos, contrastando nítidamente contra la claridad de febrero que restallaba en un rectángulo amarillo por el ventanal del bar. La corpulenta figura de Tomatis se llenaba de sombra por el contraste, pero una especie de nimbo luminoso bordeaba todo su contorno. Cuando la bola blanca se detuvo, después de haber golpeado a la colorada, me incliné otra vez hacia ella y apunté con el taco. Aunque yo estaba concentrado en mi golpe, sabía que Tomatis no me prestaba la menor atención; permanecía de pie, aferrando con las dos manos el taco apoyado en el suelo, mirando el mosaico, o la punta de sus zapatos, rodeados por el nimbo de claridad de febrero.
– Creo que no hay ninguna experiencia que venga con la madurez -dijo-. ¿O debo decir ninguna madurez que venga con la experiencia?
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