Juan Saer - Cicatrices
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– ¿Llueve, todavía? -dice.
– Sí -le digo.
Mi madre me mira un momento, parpadeando. Apaga el cigarrillo en el cenicero, estirando el brazo hacia la mesa de luz, incorporándose levemente, sin dejar de mirarme.
– Además -le digo, sosteniendo la mirada- es mi botella. Te has tomado mi botella.
Veo que la cara blanca y pulida de mi madre se pone roja de golpe, pero ella queda inmóvil unos segundos más. Después deja la revista sobre la cama y se levanta, con gran lentitud, sin dejar de mirarme. Camina hacía mí, sin rabia ni apuro, mirándome a los ojos, y se planta a medio metro de distancia. La ola de rubor que le manchó la cara va borrándosele gradualmente. Mi madre alza la mano y me da dos cachetadas, una en cada mejilla. Se queda mirándome, probablemente las dos manchas rojas que ahora están en mis mejillas y no en las de ella, como si fuesen las mismas. Después de unos segundos de miradas sin parpadeos alzo la mano y doy dos cachetadas, una en cada mejilla. Las manchas rojas que han de estar borrándose en mis mejillas, aparecen en las de ella. Le saltan las lágrimas. No es que esté llorando; le han saltado por alguna razón fisiológica inexplicable, porque nadie que llore puede tener una expresión tan pétrea en la cara. Alrededor de la boca apretada se le forma un círculo pálido.
– Debí morirme en lugar de tu padre para no ver esto -dice mi madre,
– No sólo por esto -digo yo-. Desde todo punto de vista hubiese sido más conveniente.
Ella me dio otra cachetada y entonces me enceguecí y empecé a pegarle y a darle empujones, la tiré sobre la cama, me saqué el cinto y hasta que no empezó a llorar a gritos no dejé de pegarle. No trató de defenderse siquiera. Cuando vi que no hacía más que llorar, volví a ponerme el cinto tranquilamente y me serví un vaso de ginebra, poniendo cuidado en que quedara un poco para ella. Le eché dos cubos de hielo al vaso y me fui para mi habitación.
Ya no pude concentrarme en la lectura, porque le había dicho por lo menos una cosa injusta. Me refiero a haber admitido la conveniencia de que ella hubiese muerto en lugar de mi padre. Eso era algo injusto desde todo punto de vista, porque mi padre era un hombre tan insignificante que la más pequeña hormiga del planeta que hubiese muerto en su lugar habría hecho notar su ausencia más que él. Llegó a subjefe en una oficina pública porque era demasiado torpe como para tener la responsabilidad de cualquier empleado, y demasiado débil de carácter como para estar en condiciones de darle órdenes a nadie. No fumaba ni tomaba alcohol, ni se sentía desdichado ni tampoco había experimentado ninguna alegría en su vida que pudiera recordar con algún agrado. Se había salvado del servicio militar por un defecto en la vista (contaba eso cincuenta veces por día, con todos los detalles y con tanto ardor como si hubiese sido el general San Martín contando la batalla de San Lorenzo), pero no era un defecto tan grave como para que le recetasen anteojos. Era delgado, pero no demasiado delgado; callado, pero no muy callado; tenía buena letra, pero a veces le temblaba el pulso. No tenía ningún plato preferido, y si alguien le pedía su opinión sobre un asunto cualquiera, él invariablemente respondía: "Hay gente que entiende de eso. Yo no". Pero no había un gramo de humildad en su respuesta, sino absoluta convicción de que ésa era la verdad. De modo que cuando mi padre murió, el único cambio que hubo en mi casa fue que en el lugar que él ocupaba en la cama (durante los últimos seis meses ya no se levantó) ahora había aire. Creo que ésa fue la modificación más notoria que produjo en su vida: dar espacio. Dejar un espacio libre de un metro setenta y seis de estatura (porque también era de estatura mediana) y cierto espesor, de modo que lo que él interrumpía con su cuerpo volviera a convertirse otra vez en sustancia respirable para beneficio de la humanidad.
Cuando al otro día fui al diario y me enteré de que Tomatis había viajado a Buenos Aires y no volvía hasta el veintinueve me sentí mal. Había pensado contárselo todo. No sé bien por qué, ya que Tomatis rara vez demuestra escuchar, pero de todos modos es el tipo al cual más confianza le tenía y tal vez podía entender el hecho de que yo le hubiese pegado a mi madre. En cuanto a ella, dejó de dirigirme la palabra, y cuando no tenía más remedio que hacerlo me trataba de usted. No nos veíamos casi nunca, y ahora que el tiempo estaba más fresco (en abril llovió casi todos los días, lo que me permitió repetir varias veces la misma información meteorológica sin que nadie se diese cuenta) mamá ya no andaba semidesnuda, como acostumbraba hacerlo en el verano. En rigor de verdad, se ponía unos suéters chillones que a un fakir le habrían quedado bastante ajustados, pero ése era su gusto para vestir y yo tenía que admitirlo aunque no me gustase. Ella seguía saliendo de noche y cuando volvía se acostaba sin pasar por mi habitación. Yo me levantaba tarde y me iba al diario a las diez de la mañana y no volvía hasta la noche, y a veces ni eso. Recuerdo muy bien que la pelea por la ginebra fue el veintitrés de abril porque el día siguiente cumplí dieciocho años. Pedí un adelanto en la administración y me fui a comer un asado. Apenas si probé la comida, pero me tomé un litro de vino. No sentía rabia ni nada, sino simplemente ganas de tomar vino, por el gusto de tomarlo, y la seguridad de saber que siempre podía tener la copa llena para vaciármela de un trago, y que si la botella se terminaba podía llamar al mozo y pedirle otra de las largas hileras que se exhibían en las paredes, me hacía sentir extraordinariamente bien. Después vacilé entre el cine y una prostituta y elegí la prostituta. No tuve que esperar ni nada. Me hicieron pasar a un vestíbulo donde no había más que un sillón doble de madera y una percha de pie, después me guiaron por una galería y por fin me metieron en una cocina donde había dos mujeres. Las dos eran rubias. Estaban tomando mate y ni siquiera se pusieron de pie. Una de ellas tenía una revista de historietas en la mano. Elegí a la otra. Eran tan parecidas (las dos de pantalones negros y suéters blancos) que ahora vacilo y no sé en realidad si me encamé con la de la revista o con la otra porque pueden haberse pasado la revista una a la otra sin que yo me diese cuenta, o la de la revista puede haberla dejado sobre la mesa en el momento de entrar yo y agarrarla la otra de un modo automático y sin que yo pudiese prestarle atención. Además, mi elección no fue tan precisa, ya que me limité a hacer un movimiento de cabeza en dirección a la que me pareció que no tenía la revista en la mano, y ya no sé bien cuál de ellas es la que se adelantó primero. La que vino conmigo -la de la revista, la otra, ya no sé bien- me guió por un traspatio hacia una habitación de la que recuerdo el olor a creolina y que estaba tan limpia y ordenada que de inmediato pensé en la de mi madre, por contraste. Cuando se desnudó vi que tenía el tajo de una operación en el vientre, una cicatriz como una medialuna, atravesada por las rayitas de los costurones. Después me acosté con ella y me fui a dormir.
Tomatis llegó el treinta a la mañana, eufórico, fumando cigarrillos norteamericanos. Entró a la redacción con pasos enérgicos y se sentó frente a su máquina. Se veía que estaba recién bañado y afeitado. Le dije que tenía problemas con mi madre y que quería hablar con él.
– Anda a comer a mi casa, esta noche. Lleva vino -dijo, y se puso a trabajar.
Después salí y me fui para Tribunales. Caía una llovizna fina, de modo que ese día pasé al taller el parte meteorológico del día anterior. El edificio gris de los Tribunales parecía más gris en la llovizna, pero de un gris que deslumbraba. Las anchas escaleras de mármol del portal estaban sucias de un barro aguachento. Habían regado de aserrín el vestíbulo, que estaba lleno de gente. Pasé por el Colegio de Abogados y después vi al Chino Ramírez, de la Oficina de Prensa. Ramírez me hizo servir un café que parecía haber sido exprimido del barro aguachento que manchaba el umbral. En vez de dientes Ramírez tenía dos finísimas sierras marrones. No sé qué peste podía habérselos podrido tanto. Se reía a medias para ocultarlos.
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