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Juan Saer: Cicatrices

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Juan Saer Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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– El juez de Crimen quiere verlo -me dijo-. Anduvo preguntando por usted.

– No he matado a nadie -dije.

– Nunca se sabe -dijo Ramírez.

– Es la pura verdad -dije. Señalé el pocillo con la cabeza levantándome:

– Vigile al personal, Ramírez. Se han confundido y están sirviendo el café de los presos.

Se hubiese reído más, de habérselo permitido la dentadura. Me dio los papeles que me había preparado y salí de la oficina. Ernesto estaba con su dichosa traducción de Wilde. La llevaba a todas partes. Cuando me vio entrar en la oficina cerró el diccionario y dejó señalada la página de The picture of Dorian Gray con su lápiz rojo.

– Te has perdido -me dijo.

Algo en su cara le daba el aire de Stan Laurel, únicamente que era un poco más gordo.

– No he podido llamarte porque he tenido mil problemas con mi familia -le dije. Señalé el libro de Wilde.

– ¿Cómo marcha esa traducción? -dije.

– Bien -dijo. Se sonrió-. Únicamente a mí se me ocurre traducir algo que ya ha sido traducido un millón de veces.

Sobre la mesa había un expediente. Alcancé a leer la palabra homicidio.

– ¿Has mandado muchos hombres a la cárcel? -dije.

Entornó los ojos antes de responder y se derrumbó en el sillón.

– Muchos -dijo.

– ¿Has estado en la cárcel alguna vez? -dije.

– De visita. Algunas veces -dijo.

Adivinó lo que yo estaba pensando.

– Es igual, estar libre, o en la cárcel -dijo-. Todo es absolutamente igual. Vivos, muertos, todo es exactamente igual.

– No comparto -dije.

– Estamos en un país libre -dijo, riéndose.

– Ramírez me dijo que me estabas buscando-dije.

– Quería saber cómo estabas y si estás libre mañana a la noche -dijo.

– ¿Mañana a la noche? -dije-. ¿Qué es mañana?

– Puedo perdonarle todo a la juventud, menos la coquetería -dijo-. Mañana es primero de mayo.

Debo haber enrojecido.

– Sí -dije-. Estoy libre.

– ¿Querés venir a comer a casa? -dijo, levantándose.

Dije que sí, así que a la noche siguiente fui a su casa. Empezó a lloviznar a eso de las nueve, después de un día acerado, frío. Estuve caminando desde la casa de Tomatis, en la otra punta de la ciudad, en el norte, de modo que atravesé todo el centro y llegué al sur. El centro estaba desierto y eran exactamente las nueve cuando pasé frente al edificio del Banco Provincial, porque vi el reloj redondo empotrado en la pared sobre la puerta de entrada. En la galería tomé un cognac y seguí viaje. Ya lloviznaba. Salí a San Martín y recorrí silbando unas calles oscuras que reflejaban en las esquinas las luces débiles del alumbrado público. Después pasé delante de los Tribunales, atravesé en diagonal la Plaza de Mayo frente al edificio de la Casa de Gobierno, y retomé otra vez San Martín donde ya no es más que una calle curva y ciega, sin vereda de enfrente, con la arboleda de! Parque Sur verdeando en la oscuridad al otro lado de la calle. Después que toqué el timbre, me di vuelta y vi las aguas del lago refulgir fugazmente entre los árboles. La puerta se abrió y me di vuelta de golpe.

– Se te esperaba -dijo Ernesto. Sacudí la cabeza.

– Llovizna -dije.

Subimos la escalera y fuimos derecho a su estudio. Ernesto descorrió las cortinas que cubrían el amplio ventanal y después sirvió dos whiskies. Sobre su escritorio estaban el libro de Oscar Wilde, el diccionario y el cuaderno Laprida con la dichosa traducción manuscrita. Me incliné sobre el escritorio y observé la letra: era tan chica y apretada que resultaba imposible distinguir las vocales unas de otras. Ernesto me alcanzó el vaso.

– Es indescifrable -dijo.

– Pareciera -murmuré, continuando mi observación-. ¿Por dónde vas? Ernesto recitó:

– Yes, Harry, I know what you are going to say. Something dreadful about marriage. Don't say it. Dorít ever say things of that kind to me agian. Two days ago I asked Sibyl to marry me. I am not going to break my word to her. She is to be my wife. Exactamente estoy en la palabra wife.

Me tomé todo mi whisky de un trago, sintiendo sobre mi cara la mirada de Ernesto. Después me acerqué al ventanal. Se veía el lago por encima de los árboles del parque, cuyo follaje verdeaba en la oscuridad. Era una locura.

– Me gusta tu casa. Es confortable -le dije.

– Es, sí -dijo-. Es confortable.

Me miraba fijamente.

– Tendrías que venir más seguido -dijo.

– Hago lo que puedo -dije y crucé la habitación para servirme más whisky.

Yo me sentía exactamente como esos muñecos que venden en la calle, a los cuales el tipo que los vende los maneja con un hilo invisible, un hilo oscuro que él disimula y que nadie más ve: "Siéntese, Pedrito", y Pedrito aplasta su culo de cartón sobre las baldosas. El hilo era su mirada, y yo me sentía atrapado en su campo visual, en esos metros a la redonda iluminados por las lámparas cálidas del estudio, y cuando me encaminaba hacia la mesa de las bebidas o hacia el ventanal, me parecía que la tensión de su mirada llegaría en cualquier momento a su extremo y yo iba a verme detenido de golpe de espaldas a él, chocando contra el límite. Pero Ernesto hablaba con suavidad, aunque trataba honradamente de no ocultar lo que pensaba. Tal vez eso me parece a mí solamente, y no era honrado. Porque como tenemos patrones fijados de antemano para determinar lo bueno y lo malo, el hecho de que Ernesto reconociera que él era capaz de hacer algo que yo tenía calificado como "malo", no me daba ninguna seguridad de que al admitirlo estuviese obrando honradamente, ya que bien podía valerse de eso habitualmente considerado como "malo" para ocultar algo todavía peor. Pero esto lo pienso ahora y no en aquel momento, la noche del primero de mayo, porque la noche del primero de mayo yo pensaba que Ernesto era honrado porque era capaz de reconocer lo malo que había en él.

Después pasamos al comedor y en el momento en que nos sentábamos a la mesa (serían las once), sonó el teléfono. La sirvienta le dijo a Ernesto que lo llamaban de la guardia de Tribunales. Ernesto dejó su vaso de whisky sobre la mesa (estábamos de pie todavía, conversando) y desapareció en el estudio, cerrando la puerta. No oí nada. Durante unos cuantos minutos hubo un silencio perfecto en toda la casa, así que cuando Ernesto abrió la puerta de su estudio regresando al comedor, el ruido sonó no solamente en el momento de producirse sino que siguió resonando durante todo el tiempo en que Ernesto demoró en atravesar el largo corredor oscuro que separa el estudio del comedor. Se esfumó cuando la figura de Ernesto reapareció en la arcada del comedor. Tenía una expresión pétrea y estaba pálido. Nos sentamos a la mesa. Comimos el primer plato en silencio. A pesar de que era más bien corpulento, Ernesto comía poco y de a bocados insignificantes. Yo, en cambio, devoraba lo que la mujer iba sirviendo en mi plato. Durante el segundo plato -un pollo que era la locura-, Ernesto abrió por fin la boca para otra cosa que no fuese mandarse esos bocados que habrían dejado con hambre a un gorrión.

Me había mirado muy poco durante la comida, de modo que ahora alzó la vista y suspiró.

– Un hombre mató a tiros de escopeta a su mujer hace un rato, en Barrio Roma -dijo-. Querían que yo le tomara declaración esta noche, porque no tienen donde alojarlo en Jefatura. Les dije que esperaran hasta mañana a la tarde.

– ¿Por qué la mató? -dije yo.

– No sé nada -dijo Ernesto-. Sé que la mató a tiros de escopeta, en el patio de un almacén.

– ¿Vas a tomarle declaración mañana? -dije yo.

– A la tarde, probablemente. Tengo otras audiencias a la mañana -dijo Ernesto.

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